_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El último cuplé del Bardotirador

El oficio de crítico literario comporta como sabemos algunos riesgos: los de atizar rivalidades, granjearse enemigos, crear fratrías, concitar odios irracionales, hacer el ridículo. Pero raras veces las reacciones viscerales del autor criticado se traducen en agresiones físicas: los bofetones, riñas y puñetazos no son pan de todos los días.

Por eso, lo acaecido en Sarajevo en el mayo cruel de 1992 ejemplariza lo que los marxistas-leninistas de mi generación denominaban 'salto cualitativo'. El moderno edificio en el que habitaba un conocido crítico sarajevita, situado enfrente de las montañas en las que se atrincheraban los sitiadores, se convirtió en el blanco predilecto de los disparos de su artillería. Según verificaron sus moradores, la saña de los ultranacionalistas serbios se centraba en uno de los pisos (¡no sé si sería el 13!), cuyo inquilino, al percatarse de ello, salió de estampía. ¿Qué crimen abominable justificaba aquella sucesión de salvas de honor, no ya de pólvora sino de obuses y morteradas? Un simple comentario burlón sobre el poemario perpetrado por un oscuro siquiatra de origen montenegrino catapultado desde hacía unas semanas a las alturas del liderazgo indiscutible de los artilleros: el que pronto sería el infamemente famoso Shakesnipear, el Bardotirador, el limpia étnico (así lo llamaban los miembros de la tertulia políglota de la novela El sitio de los sitios).

El rencor acumulado por el poeta-siquiatra, objeto de justificado menosprecio por la intelectualidad sarajevita en los años que precedieron a la implosión de la Federación yugoeslava, no tenía límites. Durante cuarenta meses sometió a la ciudad odiada a un asedio medieval pero con armas modernas. El estampido de los obuses y los disparos de los francotiradores saludaban a sus habitantes desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Los honores que llovieron sobre él desde el comienzo de su campaña de purificación étnica ('hijo de Jesucristo', proclamado por la Iglesia serbia, o 'hijo predilecto' de la griega) no amortiguaron su encono. Ni siquiera la recepción del Gran Premio de Poesía de Montenegro. El bardo-siquiatra no se concedía un día de tregua. Desde la cima de los montes que rodean la capital bosnia, dispuso y ejecutó el incendio de su biblioteca. El memoricida opinaba -cito sus palabras- que 'la historia, si no es nuestra, no debe existir'. La de Sarajevo era un compendio de las vicisitudes de la ciudad a lo largo de los siglos: un crisol de las culturas otomana, austro-húngara, serbia, croata, judía. Los descendientes de quienes fueron expulsados de España atesoraban amorosamente en ella sus viejos romances ladinos. La ciudad, habitada mayoritariamente por bosnios musulmanes, abrigaba también en su seno a decenas de millares de serbios ortodoxos, de croatas católicos y a un millar y pico de hebreos askenazis y sefardíes. Un conjunto, en suma, cosmopolita y abigarrado, en los antípodas de la pureza racial, religiosa, cultural y lingüística predicada en los Balcanes por los ultranacionalistas de todos los pelajes. El horror del Bardotirador a los mestizajes y cruces era el de un capo o inquisidor nazi: sus compatriotas musulmanes -eslavos convertidos tardíamente al islam durante el dominio otomano- fueron arrojados de golpe a las tinieblas exteriores de la 'raza', pasaron a ser simple y llanamente turcos. La historia daba un gigantesco salto atrás de siete siglos: a un escenario simbólico que, como dijo el lúcido ensayista serbio Iván Colovic, 'evoca y recrea un conjunto de personajes, sucesos y lugares míticos con miras a crear un espacio-tiempo igualmente mítico en el que los antepasados y contemporáneos, los muertos y los vivos, dirigidos por los jefes y héroes, participan en un acontecimiento primordial y fundador: la muerte y resurrección de la patria'.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Quienes fuimos testigos de tanta infamia no podremos olvidar nunca las imágenes de esa inmensa ratonera en la que se transformó la ciudad por obra del poeta-siquiatra y los suyos. Los disparos de los francotiradores apuntaban indistintamente a hombres, mujeres y niños: su objetivo era desmoralizar a los asediados y forzarlos a una capitulación seguida muy probablemente de una 'limpieza' como la que se llevó a cabo en julio de 1995 en el enclave protegido de Srebrenica. Si el Shakesnipear no logró sus fines, no fue por falta de astucia y empeño. Contó además hasta el último momento con la ayuda inapreciable de los mandos y oficiales de Unprofor, desde el canadiense McKenzie al tristemente célebre general Janvier.

La lista de colusiones entre el Bardotirador y los militares franceses, con la complicidad activa de Mitterrand, sería tan larga como la de las conquistas de don Giovanni recitada por Leporello a la desdichada doña Elvira en la famosa escena burlesca de la ópera de Mozart. Espigaré ahora en mi memoria: el asesinato del vicepresidente bosnio por los militares serbios -cuya 'profesionalidad' ensalzaba siempre el general Morillon- en el trayecto del aeropuerto al edificio de Correos que marcaba la frontera entre asediadores y asediados, todo ello en presencia de la escolta encargada de custodiarlo (el coronel Sartre (!), que asistió sin inmutarse a los hechos, fue condecorado más tarde con la Legión de Honor); las matanzas en la cola del pan en Vase Maskina y del Mercado Central, fechorías no sólo desdibujadas por los portavoces de Unprofor sino atribuidas sotto voce a los propios asediados a fin, se susurraba, de atraerse la conmiseración de los medios informativos occidentales; para acabar, toda una sarta de ignominias a la que habría que agregar el desprecio apenas disimulado a las víctimas, el floreciente mercado negro con las partidas de alimentos y conservas de la Unión Europea, la venta del viaje en tanqueta hasta el aeropuerto a quienes podían pagar el precio, y un largo etcétera.

Durante cuarenta meses, el poeta-siquiatra gozó de la gloria mediática y una consideración internacional digna de un jefe de Estado. Era y es un fabulador nato: la Sherezade, escribí una vez, de las Mil y Una Noches del cerco. Si el artífice de la 'purificación étnica' encarnaba a la perfección el papel de ésta, el del sultán correspondía a la comunidad de naciones a través del Consejo de Seguridad de la ONU, OTAN, Unprofor y los mediadores cuidadosos de preservar el exquisito equilibrio entre las 'dos partes en conflicto'. Para distraer la atención de cuanto ocurría en el terreno, elSherezade de Pale debía inventar a diario un cuento: promesas de alto el fuego, planes de paz, liberación de rehenes, abrazos teatrales, gestos efímeros de buena voluntad... Lo importante era hablar, disfrazar el silencio que cubría como un manto las fosas comunes y el cuerpo acusador de las víctimas. Los negociadores de turno creían o fingían creer sus palabras, seducidos por las mil historietas y caras del Bardotirador. Poco importaba que las patrañas fueran desmentidas por los hechos. La fábula proseguía, como el cuento de nunca acabar.

Hoy, cuando ha caído el telón de la farsa y el principal responsable de la destrucción de Yugoeslavia se sienta en el banquillo de los acusados junto a algunos de los croatas culpables del urbicidio de Móstar la opinión internacional debe exigir el esclarecimiento de las responsabilidades en el curso del mayor genocidio llevado a cabo en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. El histrión de las mil y una caras, oculto, según me informan desde Sarajevo, en la red de monasterios ortodoxos de las montañas de Bosnia, Serbia y Montenegro, disfruta aún, tonsurado y con su nuevo disfraz de monje, del asilo sagrado de quienes, como en la España de 1936, bendecían las matanzas purificadoras con crucifijos y botafumeiros. Es el penúltimo acto del drama: la impunidad -la suya, la del matarife Mladic y de los demás criminales invisibles después de los acuerdos de Dayton- va a concluir de una vez. El Shakesnipear podrá desempeñar al fin el papel que le corresponde en el teatro de sangre, dolor y lágrimas que escenificó en medio del aplauso de sus sicarios y la aprobación tácita de policías y mandos militares insensibles al horror de sus fechorías.

Juan Goytisolo es escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_