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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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El valor de la Corona

La Monarquía parlamentaria es un hallazgo de la Transición española, para nuestra Constitución de 1978, que se construía desde la evolución histórica, de las monarquías existentes, más representativas como la británica o las del norte de Europa, desde nuestra propia experiencia monárquica y republicana y desde una reflexión teórica, quizás todavía más intuitiva que racional. Probablemente entonces no teníamos en la cabeza todas las dimensiones y consecuencias de este modelo de Monarquía diferente de las anteriores.

Éramos conscientes de que, desde los orígenes del Estado liberal, la Monarquía española había ido dando tumbos desde Fernando VII a Alfonso XIII. Tras la esperanza frustrada de la Segunda República bien intencionada, abierta y progresista que pagó sus errores y las traiciones de militares y civiles, la horrible Guerra Civil y la no menos horrible represión posterior y los 40 años de dictadura franquista, con el daño que hizo a nuestra dignidad individual y colectiva, nos encontramos de bruces, muerto Franco, con la necesidad de reinventar nuestra convivencia. La recuperación de la soberanía popular y el impulso para la vuelta a la democracia los dio el Rey, que heredó los poderes del general Franco, con el apoyo de un gran pacto social entre los sectores abiertos procedentes del régimen que deseaban, de verdad, el restablecimiento de un sistema constitucional, europeo de libertades, y sectores de la oposición democrática represaliada y perseguida durante la dictadura. Fue un contrato social sui géneris, con un papel decisivo de don Juan Carlos que culminó bien en una Constitución, y después en treinta años de vida democrática con tres alternancias en el poder y un sistema consolidado, donde el Rey al cabo de esos años mantiene incólume su popularidad, aunque su status cambió con la Constitución y desde entonces carece de prerrogativa y no es ni ejecutivo, ni legislativo, ni judicial.

La emisora de la Iglesia católica institucional critica la Monarquía desde la extrema derecha
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En las monarquías parlamentarias el rey no es poder del Estado ni titular de la soberanía

Al cabo de treinta años, estamos en situación de construir las líneas teóricas de esta Monarquía parlamentaria, porque existe el peligro y quizás también la tentación de situarla, en continuidad con la anterior etapa de su evolución, como Monarquía constitucional. Un signo que confirma esos augurios es que las viejas críticas republicanas se siguen aplicando a nuestra Monarquía parlamentaria. Así se acusa su carácter no electivo y, según esas críticas, no democrático, y que la sucesión se produzca en el interior de una familia, la familia real, sin ninguna intervención popular. También se afirma que es una institución cara y poco transparente. Incluso esos sectores, si son bienintencionados conceden que el rey Juan Carlos ha cumplido un papel decisivo en la instauración de la democracia y en la elaboración de la Constitución, para a continuación sostener que quizás ya sea bueno restablecer la República.

Es verdad que se trata de sectores muy minoritarios que no se pueden identificar con otros peor intencionados que hacen la crítica desde la extrema derecha, que no pueden soportar el sincero y constante apoyo del Rey a la Constitución y a la democracia. Un signo de que la Iglesia católica institucional está cayendo en brazos de uno de los sectores más radicales y extremistas de la derecha es que su emisora es la principal portavoz de esos grupos ultrarradicales. También son reprochables y muy minoritarias las críticas consistentes en quemar fotos del Rey. En este caso no puedo estar de acuerdo con los que engloban estos comportamientos en el ámbito de la libertad de expresión. Más bien entran de lleno en el límite del claro y presente peligro de provocar violencia, al que se refiere el buen juez Holmes. La crítica a la Monarquía es lícita siempre que se ofrezca desde la racionalidad y no desde la violencia real o posible.

Incluso he oído muchas veces a defensores sinceros de la Constitución decir que son juancarlistas pero no monárquicos.

Si partimos de una realidad sociológica donde el Rey y la Monarquía ocupan los primeros lugares en la aceptación pública, procede quizás preguntarse si existen unos rasgos de esta institución que la hacen diferente de las anteriores. ¿Es posible mantener una crítica republicana contra esta nueva forma de Monarquía?

Creo, sinceramente que la Monarquía parlamentaria tiene diferencias esenciales con la Monarquía constitucional y mucho más, con las monarquías preliberales de carácter absoluto. En este caso, el Rey no es poder del Estado, ni titular de la soberanía, sino sólo el supremo órgano de representación que expresa en su figura la unidad y permanencia del Estado. Por eso no le son de aplicación las críticas tradicionales republicanas que están fuera de lugar al referirse siempre a una Monarquía que compartía soberanía y prerrogativa con los poderes democráticos. Concluir de esta situación que entonces la Monarquía es inútil es igualmente incierto porque cumple un papel moderador y de consejo decisivo y con su prestigio incrementa la repercusión de nuestro país en las relaciones internacionales y con los países de la comunidad hispánica de naciones.

El valor de la Monarquía parlamentaria se apoya, a mi juicio, en tres grandes pilares, racionales y afectivos, que se dan en la Corona de España, en sus titulares y en sus sucesores.

En primer lugar, podemos señalar su origen democrático, que establece su legitimidad de origen que se complementa con la histórica, en la figura de don Juan Carlos, y en su continuidad con el príncipe de Asturias. El referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978 expresa esa aprobación democrática de la forma política del Estado español. Además, la legitimidad fáctica se expresa también por su contribución decisiva para que fuera posible la vuelta a la legalidad democrática, renunciando a ser un poder del Estado, favoreciendo la realización de unas elecciones libres y contribuyendo a las deliberaciones libres en las Cortes Generales hasta alcanzar la aprobación de la Constitución. Después su papel decisivo en la recuperación de las prerrogativas que los poderes legítimos, secuestrados en el Congreso, no podían ejercer con el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, evitó la catástrofe que hubiera supuesto su triunfo, aunque sólo hubiera sido coyuntural. Como miembro de la ponencia constitucional puedo dar fe por propia experiencia de su exquisito respeto por nuestro trabajo, cuando todo el mundo quería aconsejarnos, cuando no presionarnos.

En segundo lugar, la legitimidad de ejercicio se afirma y se consolida con la vieja idea de Montesquieu del principio del honor que caracterizaba a la Monarquía (Vid. De l'Esprit des Lois V, Primera Parte, Libro II I-6). Naturalmente tiene un sentido distinto al que estableció el barón de la Bréde. Hoy, el honor de la Monarquía supone la lealtad y el respeto a la Constitución y a los principios democráticos que la inspiran. Ésa es la virtud central de un monarca en una Monarquía parlamentaria. No es necesario elecciones periódicas para ratificar el ejercicio legítimo de su función. Basta con la lealtad y el desarrollo de sus funciones de acuerdo con la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, después del respaldo popular inicial.

Finalmente, en tercer lugar el ejercicio normal de sus competencias favorece la continuidad de las instituciones y esa función de expresar la unidad y la permanencia del Estado. La neutralidad de su magistratura por encima de los sectores políticos y de los gobiernos que puedan sucesivamente gobernar es garantía de estabilidad y de respeto a esa parte de la ética pública juridificada a valores, principios y derechos, o instituciones y procedimientos que configuran las reglas del juego.

La Corona está por encima y es garantía del pluralismo político, creando un espacio libre por donde todos pueden circular con la fuerza legítima que otorga en cada momento el principio de las mayorías. Al carecer de prerrogativa no compite, no puede crear conflictos con otros poderes como ocurre en las repúblicas cuando concurren una jefatura del Estado elegida por sufragio universal y un presidente del Gobierno elegido desde una mayoría parlamentaria, sobre todo cuando las dos figuras pertenecen a diferentes partidos.

La Monarquía parlamentaria es una institución tranquila, donde se practica el respeto a la soberanía popular y al principio de las mayorías, que expresan formalmente las decisiones tomadas en el Parlamento, en el Gobierno y en el Poder Judicial, lo que le permite moderar y arbitrar, con autoritas el funcionamiento normal de las instituciones. Es una institución que deberemos mantener, apoyar y respetar, porque impulsa y profundiza la tranquilitas ordinis que es condición esencial de una sociedad política bien ordenada.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.

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