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El verdadero poder de lo simbólico en política

María José Canel

La campaña de las elecciones gallegas nos ha expuesto a una serie de imágenes electorales, como en su día lo fueron las de Clinton tocando el saxofón o la del actor Christopher Reeves hablando desde su silla de ruedas en la convención demócrata. Se trata de imágenes llenas de fuerza simbólica, que bien ilustran que una manera icónica de contar la realidad es crucial para desenvolverse en el mundo mediático de hoy.

Partiendo de un nivel muy elemental, la política fabrica fórmulas retóricas con las que busca un espacio semántico de relevancia social, de manera que muchos se asocien a una causa. Conocidas son las dos etiquetas (pro-life y pro-choice) con las que los dos bandos pujaron bien y fuerte en el comienzo del debate (anti)abortista en los Estados Unidos. Otros ejemplos como "plan de choque", "guardián de la paz" o "impulso democrático" se unen a fórmulas más elaboradas como la frase "guerra al terrorismo" con la que Bush ha articulado la respuesta comunicativa al 11-S.

Pero la comunicación política ha desarrollado sus técnicas en niveles que van ya mucho más allá de lo meramente verbal. Por una parte, configura imágenes para proyectar al líder como a una persona auténtica y genuina, con las mismas aspiraciones y preocupaciones que todo ciudadano. Así vimos a Kennedy en su entorno familiar, a la Dama de Hierro suavizada por su afición al cultivo de las flores, a Barbara Bush como la "abuela de los americanos", a Clinton haciendo footing o a Aznar jugando al paddle. Tinte especialmente personal por dramático adquieren las imágenes de los líderes en sucesos trágicos, como la de Schröder achicando agua en las inundaciones de Alemania o Giulani animando a los bomberos en la catástrofe de las Torres Gemelas.

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La comunicación política busca además estatalizar los contextos para dotar a lo gubernamental de un cierto apartidismo. El jefe de Gobierno se rodea así de símbolos neutrales tales como la bandera, la Corona o la Constitución, con lo que, dejando de ser hombre o mujer de partido se comunica como un auténtico estadista, un hombre o mujer de Estado.

Efectivamente la comunicación política ha alcanzado el mundo de lo teatral, creando pseudo-eventos (siguiendo la terminología de Katz), auténticos escenarios en los que los personajes, adoptando su papel, siguen un guión para transmitir un mensaje lleno de fuerza simbólica. Ejemplos elocuentes son las conmemoraciones que se celebran para evocar valores compartidos (del desembarco en Normandía, de la masacre nazi, del 11-M o del 11-S); los gestos con finalidad implícita o explícita (Rodríguez Zapatero regaló un libro a los ministros con motivo del Día de las Letras); los datos para marcar unas metas (Aguirre prometió reducir las listas de espera a menos de un mes); o las escenas construidas, como en la que vimos a Bush llevando el pavo de Navidad a sus soldados en Irak o a Rodríguez Zapatero recibiendo a las tropas españolas a su regreso del campo de batalla. La política, en fin, está llena de discursos, ruedas de prensa, fotos de la familia, ceremonias, bodas reales, funerales de estado, juegos olímpicos...

Ya en su día Sartori diagnosticó magistralmente los riesgos de esta escenificación de la política. Pero hay otros autores, que también merecen atención, y que son aquellos que han acuñado la expresión "gobierno simbólico" para ofrecer interesantes reflexiones con las que dar un paso más sobre este negativo diagnóstico del fenómeno. Profundizando en la verdadera dimensión simbólica de la política, de la sociedad y de la persona, entienden que los símbolos son necesarios en la vida social, ya que hacen públicos significados que en principio son subjetivos (Burke). La realidad, cuando es compleja, es interpretada a través de los símbolos que nuestras mentes son capaces de captar (Geertz). Y porque en el símbolo hay algo de realidad presente como latente, la comunicación a través del símbolo no es comunicación vacía, como tampoco tiene por qué ser vacía la política que realiza el "gobierno simbólico".

Para la comprensión de la comunicación simbólica que se produce en la política resulta de gran interés la aportación del sociólogo John B. Thompson, quien apunta que el mundo político de hoy no lo es sino por la existencia de unos medios que, superando la comunicación personal directa, han trastocado las condiciones espacio-temporales de aquellos que se ponen en contacto, produciendo, en consecuencia, una nueva relación entre políticos, periodistas y ciudadanos; una relación que él denomina 'interacción cuasi mediada'.

Esta nueva relación comienza explicándose por los condicionantes con que los periodistas trabajan. Al dar la noticia política, los medios necesitan definir las situaciones, condensando lo que ha pasado para un muy reducido tiempo y espacio, que no es más de medio minuto de entradilla en el informativo u ocho palabras de titular. Los periodistas recurren a frases cortas, a imágenes elocuentes, a los símbolos, para que la noticia sea así entendida de manera rápida y completa. Ciertamente al periodista le es más fácil contar la relación de Schröder con las inundaciones si hay una foto del dirigente achicando agua, aun cuando el agua achicada haya contribuido muy poco a la solución del problema. Si se trata de símbolos acuñados (tales como, por ejemplo, el lazo de luto por el terrorismo), su presencia en la pantalla está evocando todo un conjunto de significados que sólo se pueden traer a colación porque existe el símbolo.

Por su parte, los políticos adquieren en este contexto la oportunidad del escenario, es decir, pueden orquestar y diseñar sus espacios de comunicación con la garantía de la foto bien planificada. En los ejemplos arriba mencionados, el político muestra su vida personal para exponer al ciudadano su lado humano, un conjunto de vivencias, de deseos, de sentimientos; pero en realidad hace como que se expone, pues controla la expresión, dejando siempre un margen para el ocultamiento. En definitiva, el político puede lograr un cierto aura que se sustenta gracias a que está a distancia.

Ahora bien, el triángulo se cierra con un ciudadano que no es tan manipulable como pueda parecer. Pues en esa 'interacción cuasi mediada' tiene el poder de seguir al detalle todos los gestos y actuaciones del personaje público. Los medios de comunicación le permiten comprobar si el político titubea en un razonamiento, se pone nervioso ante la acusación de su rival o mira el reloj por cansancio en un debate. Pero, además, los ciudadanos están en condiciones de contrastar esa comunicación con lo que son los efectos de la política en sus vidas personales, pues tras ver la televisión, acuden a comprar el pan, pagan su hipoteca o tienen que esperar más de un mes la cita médica. Los ciudadanos pueden, por tanto, "monitorizar" al político.

Se aplica entonces a la comunicación política lo que el experto en identidad corporativa Van Riel dice de la comunicación de las empresas: una organización ya no se comunica sólo con la palabra o con el símbolo. Además de con los mensajes verbales y visuales, transmite algo con su comportamiento. La visibilidad viene a ser, por tanto, una espada de doble filo que deja al político sometido al escrutinio de la mirada pública, una mirada que tiene a su alcance la posibilidad de contrastar las imágenes y las palabras con la realidad.

Como en el drama, la comunicación política tiene algo de auténtico y algo de ilusorio; como en el símbolo, hay algo de realidad presente y algo de realidad representada. En un mundo mediático como el de hoy el político ha de entrar al juego de lo simbólico, pero bien consciente de que entraña sus riesgos. Por eso, el verdadero poder de lo simbólico en política radica en la capacidad para gestionar la comunicación articulando fondo y forma, sabiendo que la acción política habla tan alto como su discurso.

María José Canel es profesora titular de la Facultad de Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en Comunicación Política.

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