A voces por el mundo
Agosto. Estamos en Francia. En una calle peatonal, entre el murmullo a medio tono de los viandantes sobresale el chillido estridente de un niño que va de la mano de su madre. Ese crío, o es español o acaba de pasarle alguna calamidad, nos decimos. Era español. Poco más tarde, por la esquina de la catedral aparece un nutrido grupo de turistas dando voces. ¿Son españoles o es que están regañando?, nos preguntamos. Eran españoles. Es la hora de la comida, de modo que pasamos a un restaurante; la gente charla sin molestar a los que comen en la mesa de al lado menos al fondo, a la derecha, donde dos parejas hablan en voz alta y ríen a carcajadas. Si no son españoles, es que celebran algo y han bebido más de la cuenta, conjeturamos. Eran españoles. Y así, sucesivamente. Por todos los santos, ¿es que no podemos hablar más bajo? Poco me gusta que dos de nuestras señas de identidad en el exterior continúen siendo el capote y la castañuela, pero no añadamos el griterío.