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Despertares

Son parte de la mítica del progreso. King Kong, los niños salvajes (incluido el de Kipling y, claro, el de Truffaut, y la de Jodie Foster) y los hombres que salen de un zulo o refugio remoto veinte años después de que terminara aquella guerra de la que se escondieron. El rey Kong y los niños criados -pongamos- por gorilas igual de bondadosos que el primate enamorado de la rubia facilitan nuestros discursos acerca de la bondad y dignidad esenciales de lo silvestre en cuanto que indómito, y de la corrupción y los malos modales, ay, inevitablemente unidos a la tarea civilizadora que de forma básica compete a Occidente. Por otro lado, los hombres perdidos en la oscuridad de un pasado insoportablemente violento nos arrancan una compasiva sonrisa. Pobre, se ha perdido el gran cambio.

A este grupo de apoyo sentimental con el que cuenta nuestra cultura se añaden, en los últimos tiempos y gracias a que las series televisivas nos han familiarizado con los términos médicos, los que salen del coma. La película Good bye, Lenin! nos brindó un catálogo simpático de lo que estos regresados vivos -modalidad Sorpresas te da la Ciencia-, inmersos de súbito en una realidad radicalmente transmutada, pueden ofrecernos. Las sorpresas, los desconciertos, los descubrimientos, las preguntas que la nueva situación les provoca.

Son todas ellas historias en positivo. Imaginemos al caballero polaco que hace pocas semanas emergió de un coma profundo que le había mantenido en el limbo durante dos décadas. ¿Qué puede perturbarle a él, que se acostó sin saber que Solidaridad iba a ganar las elecciones y que Lech Walesa iba a ser presidente, que hoy haya en su país un régimen controlado por un par de gemelos ajustadores de cuentas? ¿Qué más le da que se eche mierda sobre el nombre de Kapucinski o que se indulte finalmente a los Teletubbies de la acusación por incitación a la sodomía? El buen hombre se perdió completo a Tinky Winky y su catálogo de posibilidades retozonas. Lo importante es que ha despertado rodeado de libertad y teléfonos móviles. El progreso.

Supongamos, no obstante, que el cuento de hadas -relativo: veinte años robados son una tragedia objetiva de la que nadie puede burlarse- se sitúa en otro lugar del planeta. Pongamos en uno de esos sitios en donde el mal salta de eje en eje y, tras él, la potencia democratizadora descarga toda su artillería.

Imaginen a un hombre que despierta en el hospital de Bagdad en donde fue ingresado hace menos de veinte años, recién ganada la guerra que Sadam Husein libró contra Irán con la ayuda de Estados Unidos. Supongamos que Omar (por ponerle un nombre fácil) se desmayó el día que el dictador le puso la medalla al mérito militar, se dio en la cabeza con el bordillo y se quedó dormidito para siempre.

Omar despierta a finales de la primavera de 2007. Le aguarda un amplio abanico de impresiones. Para empezar, no está en la cama, sino en el suelo. El hospital ha desaparecido, y el lugar en donde se encuentra tendido cuan largo es parece algo más polvoriento que una aséptica habitación clínica. Claro, es la puta calle. Pero esto no molesta a nuestro héroe; al fin y al cabo, él sufrió su colapso al aire libre, ignora que fue trasladado a un establecimiento pro salud de esos que han sido diezmados. De modo que Omar se levanta y, ahora sí, sorpresa, una brutal explosión casi le arranca los tímpanos. Córcholis, otra vez los iraníes. "¡Omar! ¡Omar!", alguien le llama a gritos. Hombre, pero si es Tarik, a quien ha condecorado el líder carismático en la misma tanda que le tocó a él. "¡Milagro, esto es un milagro!". Tarik llora, le besa, le toquetea. "¿Qué ha sido eso? ¿Volvemos a estar en guerra con Irán? ¿Y mi mujer, y mis hijos? He de enseñarles la medalla". Se mira el pecho y es entonces cuando ve que va en pijama o lo que sea que les ponían a los enfermos iraquíes en tiempos mejores. Contempla a Tarik con asombro. Ha envejecido tanto. "¿Qué ha pasado?". El otro sacude la cabeza: "No puedo oírte. Me quedé sordo durante un bombardeo, en la primavera de 2003.

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