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Reportaje:

¿Duele la decapitación?

Javier Sampedro

Rick Rossi, de Birmingham, tiene un problema con los moratones: “Puedo entender que se pongan rojos y morados, pero ¿cómo se explica el verde amarillento?”. Caray con la preguntita, pasemos a otra. “¿Es mortal el veneno de serpiente por vía oral?”, se plantea Darren Fawkes, de Ilkeston (Derbyshire), que añade: “¿Y puede uno adquirir tolerancia al arsénico?”. Yo tengo otra: ¿Cuántos habitantes quedan en Ilkeston, Derbyshire? No me lo digan.

Sigamos: “¿Por qué la gente tiene cejas?” (Ben Holmes, de Edmonton); “¿cuál es el nombre médico de las legañas?” (Simon Smith, de Cardiff); “¿cómo habría que estar de gordo para ser a prueba de balas?” (Ward van Nostrom, sin dirección conocida).

¿Es verdad que los pantalones negros hacen el culo más pequeño? "Sí, al menos visto por detrás"

Cuando el periodista Mick O’Hare, de la revista británica de divulgación New Scientist, empezó a publicar una columna semanal de preguntas y respuestas de los lectores, su redactor jefe le auguró un año de permanencia o poco más: “Me asombraría que llegáramos a los 10 años; eso serían 500 preguntas, y no creo que haya tantas”.

Las hay. Tras 11 años ininterrumpidos de preguntas incontestables y respuestas incuestionables, ambas aportadas por los lectores, O’Hare no ha tenido más remedio que recopilarlas en ¿Hay algo que coma avispas?, un libro que puede adscribirse al género del consultorio científico, pero que merece leerse como una antología del mejor humor británico. “Tengo el trabajo más fácil de la revista”, admite O’Hare. Los lectores del New Scientist no son cualquier cosa: el más torpe tiene una cátedra en Oxford.

“Me gustaría convertirme en un fósil después de morir”, afirma D. J. Thompson desde Holywell, Flintshire. “¿Cuál sería un buen sitio para enterrar mis restos y cuánto tardaría en fosilizarme?”.

“No has empezado bien”, le reprocha el profesor Weighell, de Bedfordshire. “Habrías tenido más posibilidades con un exoesqueleto mineralizado”. Un poco cortante este Weighell, ¿no les parece? Menos mal que luego admite: “Si acabases en la grieta de un glacial te podrías convertir en una momia arrugada, pero eso no es una auténtica fosilización; sugiero un pic-nic en la ladera de un volcán”. No es mala sugerencia, salvo por la comida inglesa.

Sin embargo, el explorador petrolífero Jon Noad discrepa desde Rijswijk: “En un emplazamiento terrestre estarás sometido a la erosión”. Este geólogo aconseja al lector que se haga enterrar en aguas profundas, a ser posible, bajo el lecho marino y “procurando que el emplazamiento no esté cerca de una zona de subducción tectónica”. La verdad es que la preguntita del lector se las traía -es más difícil hacerse fósil que hacerse astronauta-, pero ya ven que toda pregunta recibe aquí la respuesta que merece.

“¿Duele la decapitación?”, quiere saber William Wild, de Oxford. “¿Durante cuánto tiempo conserva la cabeza cortada la consciencia de su difícil situación?”.

“Sí que duele”, responde desde la Universidad de Cambridge Dale McIntyre, que no basa su afirmación en una experiencia personal, sino en la de María Estuardo, reina de Escocia decapitada en 1587: “Un verdugo torpe le asestó tres golpes sin conseguir cortarle del todo la cabeza (tuvo que cortar piel y ternilla con el cuchillo para acabar el trabajo). El quejido hondo y prolongado que lanzó María tras el primer hachazo no dejó en los horrorizados testigos la menor duda de que su dolor era espantoso”.

Parece ser que algún verdugo de la Revolución Francesa acostumbraba a pedir a los condenados que, en el caso de que siguieran conscientes una vez guillotinados, parpadearan para indicarlo, si hacían el favor. Según la doctora McIntyre, las cabezas se pasaban medio minuto parpadeando. Desde luego, hay que echarle ganas de colaborar con el experimento. Los fisiólogos contemporáneos se inclinan a pensar que la consciencia se apaga en sólo tres o cuatro segundos. De intenso dolor, eso sí.

Si difícil es saber lo que piensa una cabeza, más lo es todavía saber lo que pesa. Eso es lo que le interesaba averiguar a Bruce Firsten, de Miami: “¿Cuánto pesa una cabeza humana?”. Viendo que las respuestas de los lectores tendían a ser incompatibles con la vida (de Firsten), el propio O’Hare tuvo que intervenir de oficio para resolver el enigma en esta ocasión: “Un voluntario del equipo de la revista, prácticamente calvo, introdujo la cabeza en un cubo de agua lleno hasta el borde. El agua estaba lo más cerca de cero grados que podía soportar el voluntario, y el agua derramada se recogió en un balde para determinar su volumen. La operación se repitió cinco veces”.

Tal vez lo que haga peculiar al humor inglés sea que, pese a su continuo coqueteo con la frontera del absurdo, nunca la cruza del todo y mantiene cierta sobriedad científica entre el caos irrisorio. Decir: “El doctor Livingstone, supongo”, cuando uno encuentra a Livingstone tras buscarle seis meses por la jungla, puede verse como la más ridícula de las extravagancias victorianas, pero no deja de ser a la vez la reacción más lógica del mundo: la que tendría cualquier periodista solvente antes de enchufar su grabadora.

El listado de preguntas de Mick O’Hare sin duda está sesgado hacia el territorio del esperpento, pero su selección de respuestas mantiene el conjunto a este lado de la frontera del caos. Gracias a este flemático equilibrio británico, ¿Hay algo que coma avispas? contiene un montón de información interesante. Las respuestas seleccionadas por O’Hare provienen a menudo de profesionales expertos en ese asunto, y en caso contrario suelen ir matizadas o valoradas por éstos. Eso de que su puesto es “el más fácil de la Redacción” no se lo cree ni él. O’Hare ha hecho un magnífico trabajo de edición, sensu británico. Vean, por ejemplo, la que se pudo liar con el tema del bromuro, y lo bien que se escapó el bicho:

Todo empezó con la cuestión remitida por Chloe Dear desde Edimburgo: “Después de que una amiga se quejase de las atenciones excesivas de un amante, me tropecé con el libro de Paul Ferris El sexo y los británicos, donde se alude al uso de bromuro para moderar el apetito sexual de los soldados. ¿Es un consejo que puedo darle a mi amiga? Y en tal caso, ¿dónde se compra y qué dosis se recomienda?”. La pregunta parece simple, pero al amante de Chloe Dear -o al de su amiga, perdón- podría no parecérselo tanto la respuesta, ¿no creen? He aquí un típico trabajito para el reportero O’Hare.

“En el siglo XIX se usaban las sales de bromuro para tratar cualquier cosa, desde la epilepsia hasta el insomnio”, nos informa Mark Wareing desde Essex. “Se decía que reducían la excitabilidad del cerebro, y la dosis normal iba de 5 a 30 granos (13 granos hacen un gramo más o menos), a tomar varias veces al día”. Chloe, ahí tienes la respuesta para tu amiga (pero búscate tú al proveedor, rica).

Parece ser que los padres de clase alta solían regalarle al niño un historiado “salero personal” cuando se acercaba a esa edad difícil. Y encima le vendían la moto como “un indicio de su importancia creciente dentro del grupo familiar”. Hombre, es una manera de expresarlo, qué duda cabe, aunque seguro que distinta de la utilizada en el piso de abajo, fuera ya del “grupo familiar” en sentido estricto.

Pero un lector de Derby, donde los caballos, nos recuerda que eso de que a los soldados les fríen a bromuro en los cuarteles es una teoría ya refutada hace tiempo por el escritor Spike Milligan, que aportó este impecable argumento: “La única forma de impedir que un soldado británico se ponga hecho un verraco es rellenar de bromuro una bala de cañón de 150 kilos y disparársela exactamente entre las dos piernas”.

El argumento de Milligan viene reforzado por otro lector de New Scientist, el doctor Clive Harris, de Cambridge, responsable de “las tareas de farmacia e inspección alimentaria” de las Fuerzas Aéreas Británicas tras la guerra, cuando la teoría del bromuro alcanzó su clímax histórico. “Existía la creencia firme y generalizada entre los reclutas de que su aparente pérdida de libido masculina se debía al bromuro que les echaban en el té”, admite el doctor Harris. Pero el médico investigó si había alguna base para ello y llegó pronto a la conclusión de que no era más que un “mito”.

Ningún experto discute que la “libido masculina” de los soldados, como la de los señoritos, pueda llegar a ser un verdadero engorro, pero ninguno apuesta por el bromuro como remedio más de lo que apostaría por el polonio como veneno: no es que estos productos no funcionen, es que son un escándalo. Para detectar una dosis de 5 a 30 granos de bromuro repetida en varias tomas por soldado y día no hace falta ni un cheminova: el atasco de furgonetas de Acme Chemicals junto a la cocina del cuartel sería una evidencia suficiente.

Así lo confirma de primera mano el londinense David Elliot, Esq. (esquire, esto es, uno de esos tipos sin ninguna cátedra). “Me incorporé al ejército a finales de 1945”, refiere Elliot. “Existía la sospecha de que nos echaban bromuro en el té, en efecto, y lo cierto es que tenía un sabor espantoso. Pero la mayoría lo considerábamos un cuento de veteranos para asustar a los nuevos reclutas. La verdadera razón de nuestra falta de libido era el agotamiento por las sesiones de instrucción. Después de eso, uno no piensa más que en dormir”. Ahí tenemos una idea para el amante de Chloe. De su amiga, perdón.

“Le comento yo a una amiga hace poco que muchas de las chicas de Swindon llevan pantalones negros y me dice que es porque hacen el culo más pequeño”, escribe Neil Taylor desde, veamos? Oh, desde Swindon, Wiltshire, por supuesto, qué tontería tan embarazosa. “¿Es eso cierto?”, quiere saber el señor Taylor, Esq. “¿Puede demostrarse científicamente?”. ¿Y debe?, añadiría yo.

Lo digo por lo dificultoso que suele resultar “demostrar científicamente” una percepción subjetiva, sobre todo cuando el objeto percibido queda a esa altura del sujeto paciente. La verdad científica pesa aquí menos que la verdad poética, así que escuchemos la respuesta del escultor y diseñador industrial Glyn Hughes, de Adlington, Lancashire:

“Sí, el culo parece más pequeño cuando vistes de negro, al menos visto por detrás”. Gracias por aclararlo, Hughes (¿será un escultor cubista?). “La razón”, prosigue Hughes, “es que sólo podemos percibir las formas si lo que vemos tiene colores o tonos distintos. Con pantalones claros, la forma del trasero puede deducirse de las leves sombras proyectadas por su contorno. Con ropa negra, las sombras son invisibles y la forma parece plana”.

La misma razón explica que la gente de piel oscura envejezca con mejor aspecto que los rostros pálidos, según el escultor, y también que las estatuas de bronce tengan esas narices tan exageradas (al menos vistas por delante, me siento tentado de precisar). Pero Hughes le advierte al señor Taylor de Swindon: “El trasero, por supuesto, revelará su auténtico tamaño de perfil”. Acabáramos, esto explica tanta insistencia en mirarlo desde atrás. Y también puede explicar que las chicas de Swindon siempre estén dando la espalda al señor Taylor, si bien se mira. Oh, disculpen mi atrevimiento, se lo ruego.

En fin, créanme que no puedo hacer justicia a estos 11 años de trabajo de Mick O’Hare. Ya sé que esto no es un suplemento literario, pero yo tampoco soy un crítico respetable, así que, si han llegado hasta este párrafo, les voy a dar un consejo que no olvidarán: lean ¿Hay algo que coma avispas? Puede que no lo haya, pero se enterarán de mil cosas, aprenderán a preguntar por las otras mil y, a poco británicos que sean ustedes, se partirán de risa como un auténtico gentleman.

Ah, y las reclamaciones al New Scientist, porque a mí eso del bromuro...

‘¿Hay algo que coma avispas? Preguntas y respuestas de la revista New Scientist’ (RBA) sale a la venta en España el próximo viernes, 9 de marzo.

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