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Reportaje:

Golpe a la exclusión

Aurélien tiene cara de buen chico, pese a su nariz rota de boxeador. Habla muy bajito, casi en un susurro. Lleva el pelo corto y una barba rala. Desde diciembre es campeón del mundo de kick boxing en la categoría de 70 kilos. Ganó el título en un combate muy duro en Redford (Reino Unido). Nunca olvidará esta pelea, ni la interminable espera antes de subir al ring, en el vestuario, cuando todas sus entrañas se enfrentaban al destino inminente, mientras acumulaba adrenalina, miedo y valor, en idénticas proporciones. Tampoco el cuarto y el quinto asaltos, en los que estuvo al borde del KO. Ni, por supuesto el sexto, en el que le dio la vuelta al combate.

Se llama Aurélien Devooght, tiene 24 años y nació en Dijon. Es lo que se conoce como un francés de souche; es decir, un francés blanco de una familia francesa de toda la vida, aunque su apellido señale un probable origen holandés o flamenco. Además, Aurélien es musulmán practicante. En su casa no eran creyentes, no tuvo ninguna influencia religiosa. Se convirtió al islam ya adulto. El ejemplo de su hermano mayor fue determinante, al igual que para su afición al boxeo. Aurélien vive en Clichy-sous-Bois, una localidad emblemática y de las más conflictivas de la periferia parisiense.

El paro es masivo. Nadie tiene trabajo fijo. La gente se busca la vida
No hay metro ni tren de cercanías. La estación más próxima está lejos
Algunos edificios conservan cierta dignidad. Otros son una ruina

Cuando sus padres se separaron, Aurélien se fue con su madre. Su padre y su hermano se quedaron en Dijon. Tenía 11 años y no le fue nada fácil adaptarse a la vida de un lugar tan particular y tan diferente de Dijon como Clichy-sous-Bois. Aurélien cuenta que los otros chavales se metían con él, pero no quiere decir si le pegaban. "Al principio me las tenía que arreglar en el barrio. Era el nuevo y se metían conmigo. Era una manera de probarme". ¿No era una cuestión racista, contra el blanquito? "No, de ninguna manera", salta.

Su hermano mayor practicaba el boxeo. Empezó a hacerlo en la prisión, donde pasó una temporada por "locuras de juventud", y también donde se convirtió al islam. Su madre le llamó y le explicó las tribulaciones de su hermano pequeño. "Que haga boxeo", le dijo. "El boxeo me ha ayudado para la cité y la cité me ha ayudado para el boxeo", dice ahora Aurélien.

Clichy-sous-Bois está en lo alto de una colina. Por la noche puede verse claramente la Torre Eiffel iluminada. París está tan sólo a 15 kilómetros, pero desde lo alto de la colina de Clichy está aún más cerca. Parece a tiro de piedra. Hasta la década de 1950, Clichy era un pequeño pueblo de menos de 2.000 habitantes por cuyas calles todavía paseaban vacas y caballos, rodeado por los grandes bosques que se extendían al norte de la capital y de los que todavía quedan restos.

Las primeras residencias verticales llegaron en 1955. En 1960 se aprobó un plan de urbanismo diseñado por el prestigioso arquitecto Bernard Zerfhus, basado en los principios del movimiento moderno: "Espacio, luz, naturaleza".

Las intenciones, como puede verse, eran buenas. La utopía, incluso en arquitectura, parecía posible. El plan de esta operación inmobiliaria privada contemplaba la construcción de 10.000 viviendas. Una autopista de circunvalación debía comunicar la zona con dos polos de desarrollo industrial y el nuevo aeropuerto Charles de Gaulle, de Roissy. En buena parte, los apartamentos estaban destinados para los pied noirs, los colonos franceses que salían de Argelia. La presencia de españoles, italianos y portugueses era importante en todo el departamento, especialmente en Saint Denis.

Poco a poco, el sueño se fue convirtiendo en pesadilla. Los planes urbanísticos originales fueron arrinconados. Una parte de las viviendas no se llegó a construir. No hubo autopista ni medios de transporte colectivo. El tejido urbano quedó desestructurado. Los municipios vecinos se opusieron a cualquier mejora. La zona quedó aislada en términos de comunicaciones. No hay metro ni tren de cercanías (RER). La estación más próxima está en Montfermeil.

Los primeros habitantes abandonaron la zona, y fueron sustituidos por los nuevos inmigrantes procedentes del Magreb y del África francófona. El boom económico de los llamados treinta gloriosos (1950-1980) tocó a su fin, y el velo gris del desempleo empezó a cubrirlo todo. Los bloques de viviendas se fueron deteriorando. La escasa aportación fiscal de la población, los bajos alquileres, tuvieron como consecuencia la falta de fondos para mantenimiento. Las viviendas se fueron estropeando, y los barrios formados por los grandes monolitos verticales, bautizados ya como cités, se fueron paulatinamente transformando en guetos.

Aurélien vive entre dos cités, Le Chêne Pointu y la Cité des Bosquets, que forman parte de lo que el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, denomina territorio fuera de la ley. La primera se hizo tristemente famosa en noviembre de 2005, cuando dos adolescentes se escondieron en la caseta de un transformador eléctrico escapando de uno de los habituales controles de policía. Murieron electrocutados. Fue la chispa que incendió la rebelión de las barriadas, uno de los episodios más sorprendentes y significativos de los últimos años en Francia. Durante semanas, conforme caía la noche, los jóvenes de estos lugares malditos, en los bordes de la sociedad, salían a la calle a quemar coches y lo que se les pusiera por delante.

En el otoño de fuego de 2005, los chavales quemaron también el gimnasio de Clichy. Algo que todavía hoy mucha gente no se explica. Hay una atracción por la destrucción. Las cités tienen su geografía del deterioro. Desde lejos, todos los edificios parecen iguales; de cerca son muy diferentes. Algunos conservan incluso una cierta dignidad, otros son directamente una ruina. Los pasillos son lúgubres, los ascensores no funcionan. Llegar a una casa es todo un recorrido. Hay que coger el ascensor, bajarse en el cuarto piso, recorrer largos pasillos destartalados y subir andando hasta el sexto. Luego hay que seguir la marcha por pasillos y pasillos. Casi siempre a oscuras.

Aquélla fue una rebelión nihilista, autodestructiva. No quemaron los grandes todoterrenos de los burgueses bohemios parisienses ni destrozaron la bella capital francesa. Ardieron decenas de miles de vehículos baratos, de segunda mano; los de sus padres o sus hermanos. Ardieron también fábricas, comercios, bibliotecas e incluso gimnasios. Un delirio que sirvió para que los franceses descubrieran lo que llevaban tiempo sin querer mirar, lo que sucedía en estas barridas, en las banlieues.

Banlieue: el lugar donde debían quedarse aquellos que tenían prohibido el acceso a las ciudades. Un término topográfico que no lo explica todo. Hay banlieues ricas, como Neuilly, también al norte de París, donde era alcalde Nicolas Sarkozy. Pero desde la rebelión de 2005, el término se está convirtiendo en genérico.

Lo que más sorprende de la periferia parisiense es cómo, sin solución de continuidad, se pasa de un barrio deteriorado y peligroso a un suburbio de clases medias; cómo las realidades se solapan, pero no se mezclan. Al lado de Clichy está Le Raincy, que es una ciudad rica, habitada por gente que podría estar en un barrio chic de París. Los habitantes de Clichy la atraviesan cuando salen para ir a trabajar. Por lo menos aquellos (muy pocos) que tienen un trabajo. Porque dar en una entrevista de trabajo la dirección de una cité de Clichy o de cualquier ciudad del 96, el departamento maldito del norte de la capital, es el método más seguro para no obtenerlo.

Cuando el autobús 601 llega a la estación de RER de Le Raincy, todos los que bajan de él son negros o árabes. Los blancos se les quedan mirando hasta que se los llevan los trenes. El alcalde de Le Raincy, Éric Raoult, de la gubernamental Unión por un Movimiento Popular (UMP), decretó el toque de queda cuando se levantaron las barriadas en el otoño de 2005. Pero, en realidad, en Le Raincy no pasaba nada, era sólo un sistema para impedir que se pasearan por las calles los que pudieran llegar de las zonas conflictivas, a los que no sería difícil identificar. Tiene coraje el alcalde Raoult, sin embargo: se suma a las manifestaciones y aguanta estoico todos los insultos que le dirigen los jóvenes. Para los medios de comunicación se ha convertido en el alcalde de derechas de las banlieues.

Aurélien vive en Clichy, pero se entrena en Noisy-le-Grand, otra localidad del 96; menos problemática, pero en ningún caso próspera como Le Raincy. La razón por la que Aurélien se entrena en Noisy se llama Stéphane Vartanian, el entrenador del gimnasio del barrio del Pavé-neuf. Para el visitante inadvertido, descubrir las viviendas de este barrio, bautizadas como Las Arenas de Picasso, es una sorpresa inesperada, una auténtica alucinación. La primera impresión es la de haber sido transportado a la Gotham City de Batman rediseñada.

El conjunto es obra del arquitecto Manolo Núñez Yanowsky, del equipo de Ricardo Bofill. Construido en 1985, el conjunto lo compone una serie de edificios de un estilo futurista en torno a una plaza. En los extremos, dos grandes cilindros, cuyo eje es paralelo al ecuador, parecen encastrados entre las viviendas. La intención de Núñez era representar un carro volcado boca arriba. Pero los habitantes vieron otra cosa: dos grandes quesos redondos, por lo que bautizaron la zona como "los camembert".

La historia de Stéphane y del gimna-sio del Pavé-neuf es extraordinaria. Muestra cómo sigue siendo posible reconstruir la dignidad; como una persona de una sola pieza, decidida y dispuesta a llegar hasta el final, que conoce su oficio y cree en las personas, es capaz de crear un espacio físico y mental sobre el que los jóvenes se puedan reconstruir.

Stéphane es profesor de educación física y le llaman "el legionario", aunque no tenga ningún pasado militar. Tiene la mandíbula cuadrada, una mirada de hielo y el pelo cortado al cepillo. Cuando llegó al barrio y abrió el gimnasio, nadie le daba bola. El boxeo francés, decían los chavales del Pavé-neuf, es un deporte de maricones. Y le insultaron. Stéphane se subió a una silla y les dijo que los maricones eran ellos. Se quedó solo. Durante muchas semanas, nadie apareció por allí. Stéphane abría el local y se ponía a golpear el saco. Solo. Un día, tarde, cuando ya se disponía a cerrar, llegaron los primeros. Y no les dejó entrar. Les cerró la puerta en las narices. No se arrugó ni un momento, pero tampoco se movió ni un pelo de las condiciones que había establecido.

Poco a poco, uno tras otro, empezaron a llegar a la hora y a aceptar las reglas del gimnasio. "Si esta gente encuentra un hueco por donde entrarte, te cagan", dice ahora. Stéphane mantiene siempre el tipo. Ahora la gente que se entrena por las noches en el gimnasio, los que llenan la sala de musculación donde suena atronador el hip-hop, parecen de verdad buena gente. Pero la violencia está siempre presente; a veces es sólo una mirada, una frase dicha de pasada. Stéphane lo detecta todo. Le dice algo a un tipo de gesto torcido que pasa con su bici. "Es para que su hermano se deje caer por aquí", explica, "porque sé que tiene problemas".

El mensaje, señala, ya ha sido mandado. "La mitad de los chavales que hay aquí han tenido historias graves", asegura. A dos de ellos hace poco les metieron una puñalada. Stéphane había trabajado en la cárcel, pero asegura que allí tenía menos problemas que en la sala del Pavé-neuf. Su objetivo "no es tanto el de fabricar campeones, sino permitir a los jóvenes que hagan deporte en lugar de deambular por el barrio". Para el observador, tras asistir a una de las agotadoras sesiones de entrenamiento, el secreto está claro: terminan tan agotados que ya no les queda otra posibilidad que irse a casa a descansar.

Para que le sigan, sin embargo, son determinantes los buenos resultados en boxeo, los campeonatos que ganan los chicos. "Nos dan un gran valor añadido, crean el ejemplo, incitan a la emulación". Porque ahora los chavales del barrio no sólo vienen aquí a hacer deporte, a entrenarse, sino también a pedir consejo, a buscar ayuda para determinados asuntos. "Hemos conseguido imponernos en el barrio por nuestro rigor en el comportamiento y en los entrenamientos. Somos duros, pero justos. Y cuando se entra aquí, las mismas reglas se aplican a todo el mundo".

La sala funciona como un reloj y está limpia como una patena. Ahora incluso abre por la mañana, lo que ha supuesto la creación de dos empleos de mantenimiento. Son los propios usuarios quienes aportan el material de entrenamiento, máquinas que han comprado ellos mismos. Dejan las cosas en sus armarios y nunca falta nada. Y cuando salen por la noche dejan el local limpio y ordenado. Si hay algún problema son ellos mismos los que se encargan de buscar al culpable y explicarle claramente que va por el mal camino. Hay un pacto que se cumple porque todos están involucrados y beneficia a todos.

"Primero no querían ducharse", explica Stéphane. "Se iban a casa con los mismos jeans y la misma camiseta sudada. Poco a poco les convencí. Ahora no lo podrían soportar; han interiorizado la necesidad de lavarse, de no oler a sudor? Forma parte de su formación, de la creación de un código de valores".

La sala es mixta. Hay hasta un tercio de mujeres, algo que rompe en parte el supuesto machismo de los jóvenes de las cités, aunque sólo en parte. Y también lo es en cuanto a extracción. Los chavales del barrio se mezclan con los agentes de seguridad del vecino centro comercial, e incluso con algún policía que, para sorpresa general, resulta ser un tío legal, muy razonable y simpático. El ritual es cada día el mismo. La sesión comienza en la sala de musculación, decorada con fotografías de grandes boxeadores. Los luchadores se prueban, añaden hierro a las halteras, cuentan las arrancadas, vigilan que nadie se haga daño. Hasta que llega Stéphane y toca el pito, y comienza el entrenamiento. Un peculiar reloj marca la tortura en tandas de dos minutos. Por parejas, se van turnando en los ejercicios.

Sydney vive en Le Chêne Pointu. Es un peso mosca, muy flaco. Luce una gran sonrisa que no puede esconder sus orígenes muy humildes. Sydney todavía no ha conseguido un título mundial como Aurélien, su gran amigo, pero ya es campeón de boxeo francés de Îlle de France. El boxeo francés es un estilo de boxeo derivado, por un lado, de la savate, un antiguo tipo de lucha con los pies, y del boxeo tradicional a la inglesa. Los golpes pueden darse con los puños y con los pies, pero están muy reglamentados. Fue codificado hacia 1820 y se convirtió en un deporte muy popular durante el siglo XIX. Tras la I Guerra Mundial, sin embargo, fue desplazado por el boxeo clásico.

Renació a finales de la década de 1960. Actualmente es un deporte federado que se practica en todo el mundo. Sólo en Francia hay más de 25.000 federados. A diferencia del kick boxing y de los otros tipos de combates derivados de las artes marciales, el boxeo a la francesa está mucho más reglamentado, lo que, según los especialistas, hace que el nivel sea más alto.

Sydney, al igual que Aurélien, es un héroe en el barrio y también en el gimnasio. Son los dos campeones de los que todos se sienten orgullosos. Pero Stéphane no permite ni un desliz, le trata igual que a los demás. Le ha castigado a hacer 400 flexiones por una razón nimia: su móvil sonó durante un entrenamiento. Y le ofrece la posibilidad de hacerlas todas en una sola tanda o repartirlas en dos sesiones de 220. Sydney opta por la segunda. Es importante que las haga cuando todavía el resto de la gente está en el local. "Se estropearía todo si por ser campeón del mundo tuviera un trato especial", dice Stéphane.

Sydney no pierde su sonrisa. Las primeras 100 las hace a toda velocidad. Luego le fallan las fuerzas. Stéphane, sentado en una silla, casi encima de él, no se inmuta. Tampoco le presiona. Mantiene una mirada de esfinge sólo distraída para mirar de reojo las idas y venidas que se mueven a su alrededor y calibrar el efecto que la escena produce. Sydney se apaga y queda tendido unos segundos. Luego reemprende el tormento. No pierde la sonrisa, pero se le doblan los brazos. Las flexiones son cada vez más cortas, un simple gesto. No importa. Stéphane sigue contando. "¡Doscientos veinte!".

Aurélien ha sacrificado mucho para ganar su título. Ahora lo tiene que defender en junio. "El boxeo, el combate, es como la vida", explica cuando se le pregunta lo que sintió al coronarse campeón del mundo. "Cuentan muchas cosas: la técnica, la forma física, la inteligencia, el deseo, la fuerza?, pero un solo golpe lo cambia todo. Si de entrada te cazan o le cazas, todo es diferente".

Hay un fatalismo implícito en esta visión del combate, un determinismo tal vez enraizado en la religiosidad de Aurélien. Porque al igual que el deporte de competición, al igual que el entrenamiento duro y agotador, la práctica estricta de la religión es también una disciplina; funciona como un armazón, una estructura que sostiene la existencia y construye la dignidad. Algo que no tiene nada que ver con los integrismos o los fanatismos, sino con la íntima convicción de que es un sistema que funciona, proporciona equilibrio y referencias, marca el camino, aparta las dudas, serena el espíritu. Restablece la dignidad.

Clichy-sous-Bois es mayoritaria-mente musulmana. Aurélien va a la mezquita a rezar, incluso viste con chilaba en su casa, pero asegura que no conoce a ningún integrista. Cada vez más jóvenes se convierten, señala, aunque no se atreve a generalizar sobre las razones por lo que lo hacen. Incluso apunta que algunos lo hacen por mimetismo. No está muy seguro de si la práctica de la religión influye en su éxito deportivo. "La religión cambia", admite. "Cambia mi sistema de vida, empezando por la alimentación. Pero el deporte es lo que es determinante en mi vida cotidiana, absorbe, no tienes tiempo para otras cosas".

"Lo que me gusta del deporte es el hecho de tener éxito y poder decir: vengo de una cité, pero puedo tener éxito en cualquier cosa", proclama. Pero el campeonato del mundo, aparte de la gloria y una nariz rota, no le ha dado más que unos cientos de euros. En la vida cotidiana, cuando se viene de una cité, las cosas son más difíciles que en el boxeo. En Clichy no hay trabajo. Probablemente es la ciudad más joven de Francia y la más pobre en términos de ingresos. El paro es masivo. Nadie tiene un trabajo fijo. La gente se busca la vida con empleos temporales de subcontratas del aeropuerto de Roissy. Unos meses en el tajo, llevando bultos, y otros en el paro, de modo que la empresa no se vea obligada a hacerles un contrato fijo.

Aurélien tiene novia, una chica de una familia de origen magrebí; musulmanes como él, aunque al parecer menos practicantes, al menos comparados con él. De hecho, a la familia de su novia no le gusta este francés, por más que se haya convertido al islam y sea un hombre piadoso. Pero él la quiere, quiere casarse y tener hijos, muchos hijos. Y necesita un empleo. Stéphane, su entrenador, está preocupado por su campeón e intenta que el Ayuntamiento haga algo por este vecino que ha llevado tan alto el nombre de Clichy-sous-Bois, hasta el campeonato del mundo: que le dé un trabajo en el consistorio. Y en eso está, en convencer al alcalde.

¿Odia al adversario? "No, no soy de esos que se hacen el bravucón, que se pavonean ante el contrincante, que insultan o hacen bravatas. Soy de los callados, dejo que sea en el ring donde se diriman las cosas". Pero una vez arriba, ¿qué pasa? Aurélien no lo dice, pero hay una mirada, un gesto, que lo deja bien claro.

"Llamo violencia una audacia en reposo enamorada de los peligros. Se la distingue en una mirada, en una forma de andar, en una sonrisa, y es en vosotros que produce inquietud", dice Jean Genet en Diario de un ladrón.

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