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Reportaje:

Grecia marina y montañosa

Aquí surgió todo. La literatura, la política, el arte. Grecia es un mito dentro de ese otro mito que es el Mediterráneo. Avanzamos por sus costas descubriendo la magia del Partenón y sus miles de islas minúsculas repletas de leyendas.

Azul y blanco son los colores de su bandera, de cruz y rayas. Son los colores que están en todas partes: azul en el mar y el cielo. Blanco en pequeños pueblos de albos muros sobre las colinas, en las siluetas de los veleros y en los cascos imponentes de los cruceros. Azul fuerte en las cúpulas de las iglesias ortodoxas. Y en las persianas y en las sillas de madera pintadas de intenso añil frente a los muros encalados. Blanco en los mármoles que el tiempo ha dorado, y en los templos y en las estatuas clásicas que perdieron hace siglos sus chillones colores. Nítidos tonos blancos en las calas y playas y en las zigzagueantes gaviotas. Blanco y azul son los colores heráldicos de esta tierra de fuertes tonos y aguzados contrastes perfilados bajo una luz intensa y un aire diáfano. Cuando se llega en barco al puerto del Pireo se ve al frente la populosa Atenas como una extensísima sábana blanca enmarcada por un fondo de montañas grises o pardas. Allí, entre las apelotonadas edificaciones se distinguen algunas manchas verdes, las de algunos parques, y en un alto se perfila la silueta del Partenón, y un poco más allá, más alto, el monte Licabeto. Atenas se abre hacia el mar, con sus dos puertos, el del Pireo, toda una densa ciudad de calles rectas, y más a la derecha, el antiguo Falero, mientras a su espalda cierran el horizonte los montes: el Pentélico, famoso desde antiguo por sus canteras de claros mármoles, y el Parnes, y el Himeto, ilustre por la miel de sus abejas.

Atenas es hoy una capital casi veinte veces más grande de lo que fue la Grecia de Pericles
La silueta del Partenón, con su espectacular belleza, se divisa desde cualquier altura de Atenas
Azul y blanco son los colores de su bandera y están por todas partes
Cada isla es un mundo en miniatura, pero todas tienen sus muelles vistosos donde arriban y zarpan barcos y barcas

Si sobre las gentes del Mediterráneo escribió Platón que "vivimos agrupados en torno del mar como hormigas o ranas en torno a una charca", la imagen resulta muy adecuada a los griegos, con sus ciudades y numerosos pueblos costeros. Pero hay que añadir que no sólo habitan a lo largo de muy recortadas costas, sino que además han poblado multitud de islas en sus dos mares: el Egeo y el Adriático. Grecia suma entre islas e islotes cerca de tres mil lugares, y de esas islas, unas ciento noventa están habitadas. Ningún país del Mediterráneo está tan abrazado al mar como el griego. En una tierra tan montañosa como es la de casi toda la península y con unas islas a veces tan áridas y encrespadas, el mar es el gran camino de comunicación y comercio. Y a través del mar, con sus "líquidos senderos", como decía Homero, se comunican desde siempre las gentes de las ciudades costeras y los pobladores de las diversas islas. Quien llega por avión observa desde lo alto esas costas características, tan recortadas, y los perfiles de algunas islas próximas, y los paisajes adustos de las tierras vecinas. Frente a esas tierras pardas y montaraces, el mar griego, con sus reflejos solares y sus olas rizadas, extiende, como dijo Esquilo, una "sonrisa innumerable", que invita al viaje. Y los mil puertos brindan siempre una alegre acogida y un colorido familiar.

Atenas, con una población que ronda los cinco millones de habitantes, es la capital y el centro de un país que cuenta hoy con cerca de once millones de ciudadanos. Es decir, que casi la mitad de los habitantes de Grecia viven en esta ciudad y sus extendidos alrededores (que comprenden el Pireo y la zona del Ática). La Atenas actual es, por otra parte, una ciudad muy moderna. Era una aldea de pastores cuando Grecia obtuvo su independencia en 1821; tenía ya algo más de cien mil habitantes a finales del siglo XIX, y se convirtió en una gran aglomeración urbana a lo largo del siglo XX, gracias a que supo acoger a las masas de inmigrantes llegados de otras zonas del mundo griego y, muy especialmente, de la costa turca. Los antiguos atenienses se jactaban de ser autóctonos, es decir, de haber poblado esta ciudad desde su fundación mítica, generación tras generación. Ahora, casi ninguno de sus moradores podría insinuar nada parecido. Casi todos recuerdan que sus familias vinieron de una u otra región de Grecia o Asia Menor. Y, sin embargo, esa variedad de orígenes imprime un peculiar sentido del común helenismo a los atenienses actuales, cuyas familias llegaron algo antes o después del otro lado del mar.

No deja de ser una paradoja que esta ciudad, que estuvo ya poblada en tiempos micénicos, es decir, hace unos tres mil quinientos años, y que luego fue no sólo la magnífica fundadora de la primera democracia europea, sino que creó un imperio marítimo y alzó espléndidos templos hace dos mil quinientos años, haya resurgido en tiempos cercanos con tanto empuje, como una nueva gran urbe europea, una de las más pobladas del Mediterráneo, en poco más de un siglo. Es ahora casi veinte veces más grande de lo que fue la Atenas de Pericles. Y tiene un número de habitantes que habría escandalizado a Aristóteles, como a cualquier teórico clásico de la política. Así que, exceptuando algún viejo barrio -como el de Plaka, junto a la Acrópolis, de tortuosas y pintorescas callejas y plazas- y alguna zona elegante -como Kolonaki, al pie del Licabeto-, el trazado de la ciudad es de calles rectas muy anodinas y bloques de pisos construidos en serie, sin ningún encanto y con pocos aspectos atractivos, aunque tiene algunas plazas amplias, más de un boscoso parque y unos pocos edificios neoclásicos, como la Universidad, la Academia, el Palacio Real y el Museo. El tráfico en el centro de Atenas es espeso, ruidoso, incesante y con atascos continuos.

En contraste con ese denso tráfago y con la bulliciosa atmósfera de algunas calles, en el corazón de Atenas persisten las gloriosas ruinas de la Atenas clásica, la Acrópolis y el teatro de Dioniso, y el ágora antigua, meta de incontables turistas. La silueta del Partenón, con su espectacular belleza, se divisa desde cualquier altura de Atenas. Pero el mejor sitio para dominar la perspectiva de los templos de la Acrópolis y de toda la comarca del Ática es, sin duda, la cercana colina de Filopapo, situada enfrente. Aunque la silueta del templo de Atenea, con su aspecto mutilado (por la explosión de mediados del siglo XVII), resulta una imagen sobradamente tópica, un perfil que ya hemos visto antes mil veces, como el icono más gastado de lo clásico, aún resulta impresionante y emotiva cuando se contempla aquí, ya sea en la clara luz de la mañana, en el crepúsculo o con la espléndida iluminación nocturna.

También la subida por los Propíleos y el caminar entre el Partenón y el Erecteion es una experiencia única. Lástima que a menudo las colas y los montones de turistas chillones y aborregados enturbien la experiencia. (Hace años, muy temprano un día de fiesta, logré caminar a solas por la Acrópolis; pronto aparecieron un japonés y dos gatos; un momento irrepetible). Pero para quienes se sientan agobiados por el gentío y el tumulto turístico recomendaría un paseo por el ágora y sus dispersas y escuetas ruinas. Que puede ser a cualquier hora. De lo que fue la plaza mayor y centro público de la democrática Atenas, es decir, el centro de la capital política y cultural de la Hélade clásica, no quedan apenas restos; tan sólo aisladas columnas rotas y las bases de los más famosos edificios (los varios pórticos, el Bouleuterion o sala del Consejo; la Heliea, donde se reunía el tribunal popular), bien indicados en oportunos diagramas. A un lado aún puede verse entero y solitario un templo, con sus dorias columnas, pero sin su original decoración escultórica; es el Teseion, que estuvo consagrado al dios Hefesto y recordaba en su friso las hazañas de Teseo, el héroe más querido de Atenas. Como un símbolo, aún está ahí enhiesto, velando sobre la arrasada plaza. Uno puede aquí evocar, paseando entre los olivos, cipreses, encinas, pinos, mirtos y alguna higuera, las grandes figuras que aquí convivieron en la época más dorada de Atenas, cuando estos lugares albergaban a personajes que marcaron la historia con gestos y palabras resonantes. Desde aquí salían las procesiones de las Panateneas y también las peregrinaciones a Eleusis. Por aquí charlaba Sócrates y aquí el jurado lo condenó a muerte. Esquilo y Milcíades, Aristófanes y Demóstenes frecuentaron estos lugares, y luego, en su Pórtico Pintado peroraron los filósofos estoicos. ¡Cuántos ilustres fantasmas podría evocar el viejo foro tan arrasado y silencioso! Aquí cerca está la Pnyx, donde se reunía la asamblea para tomar por votación sus decisiones. Ahí Temístocles convenció a los atenienses de que abandonaran su ciudad y combatieran a los persas en Salamina. Y en el Cerámico vecino pronunció Pericles su discurso inmortal sobre la democracia de Atenas, a comienzos de la guerra del Peloponeso.

En fin, para saborear Atenas hay que evocar el contraste y la convivencia de lo antiguo y lo moderno, tan distantes en el tiempo, aunque quizá no incompatibles en la sensibilidad. Cuando uno ve en las bulliciosas calles del barrio vecino de Monastiraki algunas iglesias ortodoxas, con sus varias cúpulas características, y ve pasar entre el gentío, apresurado y solemne, a algún pope de largas barbas y negra vestimenta, piensa qué lejos parece estar del helenismo clásico, de los mármoles y los diálogos antiguos. Pero probablemente las callejas de la antigua Atenas tenían mucho en común con estos barrios populares de comercios variopintos y aires de zoco, y las gentes compartían muchos rasgos del carácter de los griegos de ahora. A fin de cuentas, siguen hablando la misma lengua, después de más de dos mil años, con algunas variaciones.

Tal vez uno podría echar en falta a los viejos dioses, o, al menos, a algunos de los más populares de la familia olímpica. Algunos merecerían un altar, aunque no sea religioso del todo, entre los griegos de ahora. Pienso en Hermes, Dioniso y Afrodita (y su hijo Eros), que patrocinaban el comercio y el engaño, el vino y el teatro, y el amor y la fiesta sexual, respectivamente. Sus estatuas quedan calladas en los museos, pero qué justificado está el lugar que estos antiguos dioses ocupan en el imaginario helénico. Hermes bien podría tener algunos bustos en la calle que lleva su nombre, la Odós Ermoú, como antes los tenía en muchas encrucijadas. (De los otros dioses, más solemnes, como Zeus, Poseidón, Apolo o Atenea, también nos han quedado múltiples imágenes, pero no parecen tan útiles y recurrentes en la sociedad actual de la comunicación y el placer barato. Los actuales atenienses parecen, desde luego, mucho más dionisíacos que apolíneos). Ya se sabe, el clásico paganismo, que tan bien se adaptaba a las urgencias humanas, se ha quedado en museos y postales. Pero los viejos mitos todavía conservan para muchos sus misteriosas y fascinantes seducciones.

Los griegos siguen siendo gente parlanchina y hospitalaria; son amables con los otros, curiosos y apasionados, propicios a conversar y bromear en comidas que alegran el vino y las canciones. Si los antiguos inventaron los coloquios y los simposios, los de ahora conservan esos hábitos. Se han sustituido la flauta y la lira por el bouzouki, y la música ofrece a veces melodías de sabor oriental. Si bien la Grecia moderna no ha producido ningún nuevo Aristófanes ni otro Platón o Aristóteles, sin embargo, tiene excelentes poetas, como Cavafis, Seferis, Elitis, y no menos espléndidos músicos, como Theodorakis y Vangelis. En ellos perdura algo del genio antiguo. Por otra parte, el público griego sigue acudiendo a las representaciones de las tragedias y comedias -ya sea en el Odeón de Atenas o en el gran teatro de Epidauro- con total y espontáneo fervor, como si la representación de los viejos mitos testificara su fuerza fascinante.

Al conversar con griegos, uno percibe a veces un sentimiento ambiguo acerca de su pasado clásico; por un lado, se enorgullecen de la magnífica herencia; por otro, se sienten un tanto abrumados y recelosos, cuando su interlocutor habla sólo de la Hélade antigua y los museos, y pasa por alto la historia moderna, la herencia bizantina y el helenismo moderno. Grecia, por lo demás, juega siempre con su prestigio como la inventora de la democracia, el teatro, los juegos atléticos, la filosofía, el arte clásico y las ciencias, pero ha sabido mantener su amor a la libertad, su anhelo de saber y el cultivo de las artes. Por su historia, más que por sus datos económicos, Grecia entró antes que España en la Unión Europea, por su papel estelar en esa tradición cultural.

Aquí, el turismo europeo comenzó muy pronto. Ya en el siglo XVIII llegaron los primeros viajeros ingleses, franceses y alemanes; eran unos pocos, selectos, ilustrados y románticos, que difundieron en sus escritos atractivas imágenes no sólo de la Grecia antigua, sino también de la Grecia miserable y pintoresca de su tiempo. Progresivamente, los viajeros fueron más numerosos y menos ilustrados. Ahora, el turismo masivo que viene en busca de sol y playa es igual al del resto del Mediterráneo, y no hay diferencias entre los grupos que abarrotan costas aquí y los que frecuentan otras riberas de la metafórica charca. Es cierto que muchos turistas visitan los museos y las ruinas, y disfrutan oyendo las explicaciones oportunas de los guías, y tal vez recordando lecciones escolares. Una nota de cultura enriquece y da color al viaje cuando ha perdido todo rastro de aventura y no promete encuentros sorprendentes.

Y puntualmente, un chispeante eco histórico o mitológico puede añadir encanto incluso a los paisajes. Por ejemplo, si uno cena cerca del Pireo, tiene delante la isla de Salamina y ve pasar los barcos que han cruzado o van a cruzar el istmo de Corinto, recordará cómo por allí pasaron una lejana noche los navíos persas y fenicios hacia la gran batalla naval en ese estrecho, hacia un encuentro decisivo para los destinos de Grecia y de Europa.

Apunto un recuerdo propio. Hace años, en pleno invierno, me sorprendió ver en Delfos cómo unos cazadores intentaban vender un gran jabalí recién muerto en aquellos montes. Llevaban al animal despatarrado sobre el capó del coche y, al pasar por las calles, yendo de uno a otro hotel, iba dejando un rastro fresco de sangre. La escena me sugirió un viejo texto, y recordé que en la Odisea se cuenta cómo fue allí donde Ulises, yendo con su abuelo Sísifo a la caza de un jabalí, recibió en su pierna la cicatriz por la que le reconoció Euriclea. Una imagen puede así convocar un eco mítico. Como si ese jabalí descendiera del que hirió a Ulises en aquel lugar unos tres mil años antes.

La montañosa Grecia interior ofrece lugares de una extraordinaria belleza, como los de Meteora o Dodona, y otros impresionantes por sus perspectivas e inolvidable prestigio literario, como Delfos, Micenas y Olimpia. Y hay en la costa, además de Atenas, otras ciudades grandes y modernas; sobre todo, Salónica (Tesalónica), con casi un millón de habitantes, una atractiva historia bizantina y una espléndida y rica avenida cara al mar. Pero ahora nos toca evocar en trazos rápidos las islas y sus alegres puertos, abiertos al envolvente horizonte azul. Numerosas y habitadas desde un tiempo inmemorial. Y muy variadas, tanto en tamaño como en perfiles. Algunas muy áridas y otras más verdes. Desde las islas pequeñas y rocosas como Ítaca, isla de cabras y no apta para el trote de los caballos, hasta las islas muy extensas, como Corfú, Rodas o Samos y la alargada Creta. Cada isla es un mundo en miniatura, pero todas tienen sus muelles vistosos donde arriban y de donde zarpan barcos y barcas. El ambiente del puerto que alberga tipos abigarrados y un mar refulgente que invita a zarpar pronto hacia otras tierras han sido desde siempre factores determinantes de la cultura griega. Ese ambiente claro mediterráneo hace a los isleños curiosos y audaces, gente astuta y ávida de relatos del ancho mundo. Cerca de Atenas, por ejemplo, están Poros, Hidra y Egina, que son una muestra del colorido vivaz de las islas medianas. Hidra fue un famoso reducto de piratas y contrabandistas, y con sus casas trepando por la colina y sus pequeñas iglesias de pintadas cúpulas parece evocar mil historias locales. En sus muelles hay redes y esponjas, pulpos secándose al sol, cafés y tipos de rostro curtido por los vientos.

Recordemos que desde siempre los griegos fueron colonizadores y exploradores, comerciantes, y no conquistadores. Luego, emigrantes a tierras lejanas, como América y Australia. En fin, gentes que sabían mucho de fabulosos encuentros y de tristes naufragios y añejas nostalgias. Su héroe por excelencia, el más moderno de los héroes antiguos, sigue siendo Ulises, el mítico héroe de Homero, con su tenaz empeño en volver a su isla y su hogar en Ítaca, harto de peripecias y aventuras. Y también el que zarpa luego de nuevo, con insaciable inquietud, según Dante y Niko Kasantsakis.

Desde el Pireo es fácil viajar a casi todas las islas, a las cercanas y a las lejanas, en avión o en barco. Además de los frecuentes cruceros que, cargados de turistas, van y vienen por los puertos y anclan en las bahías del Egeo y el Adriático.

Como en otras costas mediterráneas, aquí puede uno gozar con calma del placer de sentarse en cualquier orilla con un vaso de ouzo, por ejemplo, y observar sin ninguna prisa a la gente que va y viene y las velas sobre el mar. Puede hacerlo muy bien en el despejado puerto de Nauplia, o en el curvado puerto de Hidra, o en el airoso puerto de Rodas, con sus muelles y sus muros largos; en Retymno o en Haniá (la Canea), en Creta, puertos airosos de aires venecianos, con sus animados cafés donde se hablan cien lenguas. Incluso en los lugares más tópicos donde a cientos los turistas se sientan una y otra tarde a ver caer el sol, que tiñe el mar color de vino, según Homero, como la conocida terraza de la isla de Miconos, al pie de los molinos, el espectáculo se repite sedante y con impresionantes efectos escénicos. Uno piensa en el silencio de las calas blancas que visitan veleros y barcas. Y demora su mirada en imágenes que son como emblemas eternos del mundo marino, como el delfín y el pulpo. El pulpo, que ya decoraba la panza de los vasos minoicos hace cuatro mil años, y aquí reaparece en las rocas o troceado en el plato, y el delfín alegre y ágil, pintado en alguna enseña local y huésped aún de estos mares. Cuando los turistas se esfumen, ellos aún estarán ahí.

Pero de todas las islas, la más variada y extensa es Creta, con sus bellos parajes en el norte y su gran cadena de montes oscuros al sur, con sus montañas ásperas y sus cuevas de resonancia mítica, con su llanura de olivos, viñedos y naranjales. Es la isla del palacio del Laberinto, redescubierto en Cnossos, y de otros palacios minoicos, donde floreció la cultura más antigua de Europa. Es la isla de El Greco y de Zorba y de Kasantsakis, una isla de mitos e historias trágicas. Una tierra ardiente y una síntesis del Mediterráneo antiguo y moderno. Hasta aquí, el divino Zeus, disfrazado de toro, se trajo por mar a Europa, recién raptada. Buena tierra para mitos. Y un lugar ideal para disfrutar de una fuga en sus orillas a pleno sol.

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