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Historia de un libro raro

Un lenguaje ininteligible. Un universo inventado. Luigi Serafini escribió el Codex seraphinianus hace 30 años. Su misterio y su leyenda no han parado de crecer.

Francesco Manetto

Un día de junio de 1976, un joven arquitecto romano cerró la puerta de su estudio en la calle de Sant'Andrea delle Fratte, a dos pasos de Piazza di Spagna. Acababa de volver de un largo viaje por California y desde hacía algunos meses le rondaban por la cabeza las vivas imágenes de una red de pescador y una telaraña.

Luigi Serafini, entonces un recién licenciado de 27 años, era un tipo optimista: quería encontrar las conexiones entre los objetos y los acontecimientos del mundo, como si todo tuviese su lugar en los distintos nudos y embrollos de una malla gigante. Cogió un puñado de lápices de colores de forma hexagonal, unas hojas de papel tipo Vang, y empezó a dibujar. Sobre todo, verduras y flores. Una coliflor que parece una nube, una margarita llorona, una lechuga-tijera? Al día siguiente, una visita vio esas creaciones surrealistas y preguntó: "Luigi, ¿qué es eso?". "Nada, no sé, a lo mejor el comienzo de una enciclopedia", contestó casi sin pensarlo.

La respuesta dio pie a una historia que comenzó con esos misteriosos dibujos y que en los últimos 30 años se ha ido alimentando de escritos de autores como Jorge Luis Borges o Italo Calvino, elucubraciones de ufólogos y lingüistas, pasiones de coleccionistas como Tim Burton y los últimos coletazos del movimiento hippy. Y, sobre todo, ha sido posible gracias a la intuición de un marqués dandi y excéntrico que supo ver antes que nadie su potencial y lo convirtió todo en un libro legendario. Pero vayamos por orden. Y escuchemos al protagonista de esta historia: el autor.

Diciembre de 1978. "Por aquel entonces, mi enciclopedia particular estaba terminada", recuerda Serafini, que hoy tiene 58 años y luce una voz extremadamente vivaz, en conversación telefónica. El desarrollo gráfico de los primeros dibujos se había convertido, "al azar", en un códice al estilo renacentista. Una obra que el mismo autor bautizó como Codex seraphinianus. Más de 500 tablas que abarcaban el mundo animal y vegetal, y entre las que destacaban ilustraciones de figuras imaginarias, arco iris, calaveras, perros, caballos, una especie de Napoleón enloquecido junto a decenas de soldaditos de plomo o la asombrosa metamorfosis en cocodrilo de una pareja durante el acto sexual. Todo, acompañado de un lenguaje íntegramente ficticio e inventado. "Desde el principio, mi obsesión fue la de hacer público ese trabajo. Así que cuando conseguí terminar las primeras 50 hojas empecé a enseñarlas. Y, literalmente, di la vuelta a Italia. ¿Se imagina las respuestas de los editores?". Feltrinelli, Einaudi, Mondadori, De Agostini? "Todo fueron portazos. Incluso Rizzoli, que el año pasado reeditó el libro, me dio a entender que un trabajo así no podía tener ninguna salida". Serafini estaba al borde de la resignación cuando, por fin, llamó a la puerta de Franco Maria Ricci.

Este erudito aristócrata, nacido en Parma en 1937, considerado en los años ochenta como el mejor editor del mundo de obras de arte y bibliofilia, ya había publicado algunos manuales tipográficos del siglo XVIII y un facsímile de la Encyclopédie de Diderot y D'Alambert, de las que llegó a comprar también los derechos de impresión. En 1981 editaba alrededor de 30.000 ejemplares del Codex seraphinianus, cada uno compuesto por dos grandes tomos cubiertos de tela negra, y escribía en el frontispicio de aquella primera tirada: "Otros editores lucen en su catálogo el Códice Atlántico, de Leonardo da Vinci; yo estoy muy orgulloso de tener en mi colección el Codex seraphinianus, dibujado en Roma por un amanuense de nuestros días". La obra de ese escribano contemporáneo fue puesta a la venta por 160.000 liras, que entonces correspondían en Italia a la mitad del salario de un funcionario, y en pocos meses desapareció de las librerías. Los compradores de ese tratado fantástico eran tanto estadounidenses como europeos, asiáticos o latinoamericanos, recuerda el editor. Porque el libro carecía de texto escrito en un lenguaje convencional, y por esta razón cualquiera podía comprenderlo. O no.

"Cuando empecé a pensar en la lengua que había de acompañar las ilustraciones, me di cuenta de que estaba saliendo ella sola del lápiz", cuenta Serafini. "De todas formas, creo que tiene elementos estéticos del alfabeto árabe, de la escritura cuneiforme y de algunas lenguas muertas", admite. Decenas de expertos en lingüística han intentado, sin éxito, descifrar ese lenguaje. Algunos estudiosos lo vinculan al relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, esa intricada representación del cosmos escrita por Borges en 1941, y lo comparan incluso con el llamado manuscrito Voynich, un misterioso libro ilustrado escrito hace unos 500 años por un autor anónimo en un alfabeto irreconocible. El búlgaro Ivan A. Derzhanski, catedrático de la Universidad de Plovdiv, asegura, por ejemplo, haber encontrado la clave para interpretar el sistema numérico que marca las páginas del Codex, que se desarrollaría a partir de la cifra 21. "Y es que en realidad", recuerda Serafini, "el sistema numérico es lo único que sí se podría interpretar. Lo desarrollé conscientemente en función de no sé qué variable. Para mí tenía un sentido, pero después me olvidé de todo".

Algunos han creído ver en esa lengua serafiniana incluso un mensaje alienígena, y han convertido el Codex en una especie de biblia de la criptografía. En Internet hay decenas de páginas web y blogs de apasionados que intentan descubrir el significado oculto del Codex, como si nos encontráramos en un cuento fantástico. Pero la realidad es más sencilla y, a pesar de todo, resulta más misteriosa que la ciencia-ficción. "Hay gente que no me cree, gente que dice que he sido raptado por unos marcianos y otros que se arrancarían el pelo por encontrar una secuencia matemática en esa lengua", dice Serafini con serenidad. "Pero no hay nada de todo eso. Yo soy firmemente laico y, sin embargo, creo en el arte. Si nos detenemos a mirar una pintura de Velázquez, vemos decenas de enigmas, misterios incluso indescifrables. Lo mismo ocurre con esa escritura que, de repente, me inventé. Se trata de una visión, de un lenguaje soñado. El misterio, para mí, consiste sencillamente en el acto artístico".

Tanto es así que basta una pregunta para volver a suscitar esa enigmática fuente de inspiración: ¿puede, por favor, comentar las imágenes que aparecen en estas páginas? Primera respuesta, por teléfono: "Con mucho gusto, además no lo he hecho nunca y me apetece. Creo que el resultado podría ser muy curioso". Un día después, Serafini escribe un correo electrónico. Ésta es su segunda respuesta: "He intentado describir las imágenes del Codex que me ha enviado, pero, lamentablemente, ¡no he podido con ellas! De hecho, cada vez que intentaba escribir algo (en italiano, al menos eso me parecía?), me topaba en la pantalla del ordenador con unas palabras ininteligibles, llenas de consonantes y extraños signos de puntación? Así que, al final, he tenido que desistir. Traducción imposible". Y es que esas imágenes poco tienen, en realidad, de terrenal. Se acercan más a ese campo de estudios llamado teratología, que describe y clasifica las anomalías y monstruosidades de los organismos animales y vegetales. "Es verdad, hay mucho de teratológico en mis ilustraciones", admite Serafini. "Pero también encuentras a El Bosco, a Arcimboldo o a mis abuelos, los pintores surrealistas parisienses", añade.

Esas mismas monstruosidades o bromas de la naturaleza han sido, por otro lado, responsables de la fascinación que ha despertado este libro en decenas de miles de lectores. ¿Algún ejemplo? El cineasta estadounidense Tim Burton posee varias copias, así como el músico Danny Eifman. Acerca de él han escrito el semiólogo Roland Barthes y Federico Fellini. Centenares de bibliófilos y coleccionistas hoy llegan a pagar 19.000 dólares en eBay por algunas impresiones limitadas (como la de la editorial estadounidense Abbeville) o por la primera edición de Franco Maria Ricci, quien hace dos años se retiró para construir un enorme y majestuoso laberinto en la campiña de Parma.

Y a propósito de ediciones, para celebrar el 25º cumpleaños de la primera impresión, el grupo milanés Rizzoli decidió hace un año reeditar ese trabajo a un precio más popular (89 euros), pidiendo además al autor que escribiera un prefacio de nueve páginas. ¿Escribir? Imposible. Serafini, que hoy se dedica a la fotografía y al diseño industrial, compró los mismos lápices de la marca Prismalo que había utilizado en los setenta y volvió a dibujar su lenguaje y sus figuras. Un donut, por ejemplo, o un hombre que duerme sobre un helado-almohada de tres sabores. "Si ahora miro atrás y me veo dibujando en mi estudio de Sant'Andrea delle Fratte, tengo la sensación de que este libro fue como un grifo. Se abrió sin una razón aparente, empezó a caer agua a chorros y se cerró dos años y pico después. Algún día puede que se vuelva a abrir", apunta antes de recordar esa imagen de la red, que le obsesionaba a la vuelta de California. "Creo que mi deseo de aquella época se ha cumplido sólo ahora. Ahora que circula esta edición, mucho más barata, y ahora que existe Internet. En las comunas hippies americanas aprendí que era importante compartirlo todo, que las cosas existen sólo entrando en red, en conexión entre sí y con la gente".

Estas uniones, trasladadas al contenido del libro, incluso despertaron la curiosidad de Italo Calvino: "Las cosas del universo que este lenguaje evoca, como las que vemos ilustradas en las páginas de su enciclopedia, son casi siempre reconocibles; sin embargo, es la conexión entre ellas la que nos parece desestructurada, con relaciones inesperadas", escribió en un ensayo. Una reflexión para la que hoy, Serafini tiene una respuesta: "Para ver esas conexiones, para descifrar el lenguaje, no sirve de nada saber leer. Sólo hay que ser niño, o volver a ser pequeño? Si hubiera tenido un Codex a los cinco años habría sido feliz. Hay que intentarlo, ¿no?".

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Sobre la firma

Francesco Manetto
Es editor de EL PAÍS América. Empezó a trabajar en EL PAÍS en 2006 tras cursar el Máster de Periodismo del diario. En Madrid se ha ocupado principalmente de información política y, como corresponsal en la Región Andina, se ha centrado en el posconflicto colombiano y en la crisis venezolana.

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