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Reportaje:

La India más inocente

Cada año nace en la India un número de niños mayor que la población española. En un país con semejante demografía, hay niños en todas partes. Por muy humilde que sea la familia, el niño es el rey de la choza y merecedor de todas las atenciones. Pero en las zonas más pobres, las condiciones de vida de los niños son de escándalo. Uno se pregunta cómo pueden sobrevivir con tanta falta de higiene y sin atención sanitaria. Sin embargo, ahí están, iluminando con sus sonrisas la oscuridad de las chabolas. ¿Por qué tienen tantos hijos los pobres? En un país donde el trabajo infantil es una costumbre fuertemente implantada, los hijos son mano de obra que aporta ingresos a la familia. En realidad, los niños son "la seguridad social" de sus progenitores, ya que no existe ninguna red asistencial básica. Los intentos para frenar la natalidad han fallado estrepitosamente. Cuando el Gobierno de Indira Gandhi lanzó una campaña agresiva para vasectomizar a los hombres y ligar las trompas de las mujeres que habían tenido más de dos hijos, la población se rebeló. Y le costó el puesto a la entonces primera ministra.

Los hijos son mano de obra, un sueldo en casa. Son "la seguridad social" de la familia
La India es su gente: conmueve la dignidad y generosidad de hombres, mujeres y niños
El paisaje más sublime de todos es el que ofrecer las sonrisas de la gente, de los niños
Así es todavía la India, un contraste permanente, una fiesta para los sentidos
Quizá los occidentales tengamos algo que aprender del país que Gandhi alumbró

El azote de la pobreza. Muchos occidentales que llegan por primera vez a la India se sienten escandalizados por el espectáculo de la pobreza, visible sobre todo en las grandes ciudades, el primer punto de arribada. La gente vive en la calle: se ducha, se afeita, come y duerme en las aceras o en chozas de plásticos y trozos de madera. Luego, uno se da cuenta de que hay infinitos niveles de pobreza y que la pobreza en la India es un concepto relativo. Los pobres de las chabolas no se consideran forzosamente pobres, aunque a nuestros ojos vivan como tales. Lo importante es tener trabajo, un futuro, lo de menos son las condiciones materiales. La felicidad individual es independiente del nivel de consumo, de riqueza o de comodidad.

Por debajo de la pobreza está la miseria, cuando a la escasez se une la desesperanza. Un ejemplo es el reciente aumento de los suicidios de campesinos. Agobiados por no poder pagar sus deudas, se matan ingiriendo pesticidas. No hay semana que la prensa india no refiera uno de estos casos. Luchar contra la miseria es el gran reto de la India moderna y tecnológica. Para empezar, hay que desactivar el crecimiento demográfico, que se come el crecimiento económico. Ahora se sabe que para lograrlo es imprescindible capacitar a las mujeres, darles educación y trabajo. En los hogares donde las mujeres salen a trabajar, el número de hijos desciende automáticamente. Así se espera que el carro de la prosperidad acabe por tirar de los más pobres.

Mientras están los ángeles que pueblan los barrios más desamparados: las Misioneras de la Caridad, por ejemplo, la orden fundada por la Madre Teresa, son los más conocidos. Pero son miles -cristianos, hindúes, musulmanes o ateos, indios o extranjeros- los que se dedican de una forma u otra a socorrer a los más débiles y a luchar, casi siempre de manera heroica, contra el azote de la pobreza.

El camino de la religión. Hindúes, musulmanes, jainistas, parsis, cristianos, budistas... En la India, los dioses adoptan un sinfín de símbolos y de formas. Las prácticas religiosas van desde la más alta especulación filosófica a los sacrificios de animales, como en el templo de Kali, en Calcuta, donde los sacerdotes cortan la cabeza de cabritas de un hachazo en los días de fiesta. Los hindúes veneran trescientos treinta millones de divinidades, ya que no se conoce nunca a Dios, sólo sus manifestaciones. Y se manifiesta siempre y en todas partes, en el clima, en las plantas, en todos los seres y las cosas. En las fábricas se venera una vez al año al dios del trabajo, Vishwakarma, y los operarios cuelgan guirnaldas de flores alrededor de piezas industriales y colocan ofrendas rituales de comida al pie de sofisticadas máquinas, en un gesto de agradecimiento por ayudarles a ganarse la vida.

La India, la tierra que ha visto nacer el budismo y el jainismo, es también el segundo país musulmán del mundo. El sijismo fue una escisión del hinduismo que surgió en Punjab. Los portugueses primero, luego los ingleses, trajeron el cristianismo, que hoy constituye menos del 2% de la población.

Este batiburrillo de dioses y creencias hace que la India observe un calendario de festividades tremendamente cargado: cuando no son unos, son los otros los que celebran algo. La fiesta hindú de los colores, Holi, no discrimina a nadie por su religión. Asimismo, numerosos hindúes participan en las celebraciones del Eid musulmán. He visto Papás Noeles en la Navidad de Calcuta, la mayoría de tez oscura. Se les ve en las esquinas de Park Street cantando villancicos ingleses ante una multitud abigarrada. Da igual que sean musulmanes, hindúes o cristianos, lo importante es que todos participan en las celebraciones de los demás. Es una manifestación más del rasgo fundamental de la India, la tolerancia.

Cuando me preguntan por qué la India me atrae tanto, siempre me quedo un poco perplejo. Es como preguntarle a uno si le gusta Europa. ¿Pero qué Europa? ¿Los bosques boreales de Laponia o las playas de Andalucía? ¿La Europa de la Declaración Universal de los Derechos Humanos o la Europa medieval? Con la India ocurre lo mismo. ¿Qué India, la de las iglesias barrocas de Goa o la de las selvas llenas de elefantes salvajes de Assam? ¿La India de los santones desnudos capaces de meditar en la misma postura durante años, la de los maharajás que dejaron suntuosos palacios como testigos de sus excentricidades, la India de la lucha contra la pobreza o la del gigante económico que disfruta de uno de los mayores índices de crecimiento económico del mundo? Porque la India es todo eso y mucho más.

La India, como Europa, no es un país. Es un mundo compuesto por un tejido de más de un millón de aldeas, poblado por 1.200 millones de habitantes que hablan más de 800 idiomas, de los cuales 14 son considerados oficiales, y que veneran a 20 millones de dioses. Pueblos, tradiciones, culturas, religiones, etnias, razas y castas se solapan para formar un mosaico gigantesco, de una inconmensurable riqueza.

Entre los valles profundos del Himalaya, las llanuras desérticas de Rajastán o las marismas tropicales de Kerala, las diferencias van más allá del simple paisaje. Son tan profundas, que un habitante de Ladakh, por ejemplo, no entiende a su compatriota de Rajastán, y éste no puede entenderse con el de Kerala. Tampoco comparten un idioma común, ni adoran los mismos dioses, ni comen los mismos platos, ni visten igual. Ni siquiera tienen el mismo color de piel. Las diferencias son tan abismales como los contrastes en el interior de las propias regiones. (...)

Así es todavía la India, un contraste permanente, una caja de sorpresas, una fiesta para los sentidos. Llevo muchos años recorriéndola y, sin embargo, tengo la sensación de que nunca terminaré de conocerla. (...) Y cambia muy rápidamente. En las grandes ciudades, casi no reconozco la India de antes, fagocitada por una India nueva, tecnológica, industrial y globalizada, que crece al 9% anual, que manda satélites al espacio y que está sometida a los tremendos desafíos medioambientales de nuestro siglo.

Pero el contraste entre la pujante clase media y los campesinos que siguen ninguneados por la diosa de la prosperidad es hiriente. A pesar de ello, y de la diversidad religiosa y étnica, la India goza de paz social y estabilidad. En un país donde ni siquiera existe un idioma común para que sus 1.200 millones de habitantes puedan entenderse, las tensiones regionales e internas no se traducen en una crisis identitaria "a la española". Es cierto que hay brotes de violencia recurrentes entre musulmanes e hindúes, pero el propio sistema político parece ser capaz de neutralizarlos. (...)

Una patena de amabilidad y cordialidad, fruto de esta antigua cultura ininterrumpida desde hace miles de años, preside la relaciones entre los individuos. Y es que la India -y esto lo ha sabido plasmar de manera brillante el fotógrafo Juan Manuel Rodrigo- es sobre todo su gente: hombres, mujeres y niños cuya dignidad y generosidad conmueven. Son abiertos, curiosos, ingenuos, simpáticos. Son ellos quienes te hacen volver a la India una y otra vez, porque consiguen que el viajero nunca se sienta solo. El paisaje más sublime de todos es el que ofrece las sonrisas de la gente de la India. Es un regalo inmaterial que sin embargo permanece.

Quizá los occidentales tengamos algo que aprender del país que Gandhi alumbró, recorriéndolo a pie, en burro, en bicicleta y en vagones de tren de tercera clase. (...) La India es hoy en día la democracia más grande del mundo, y éstas no son palabras huecas. A pesar de las grandes lacras sociales (la corrupción, el trabajo infantil, la violencia de género, etcétera...), el sistema se muestra capaz de canalizar las ansias de prosperidad y de justicia de gran parte de la población. La India no podrá avanzar nunca tan rápidamente como China, precisamente porque tiene que tener en cuenta los peculiares intereses de las distintas comunidades, y no es una dictadura.

En las últimas elecciones generales de 2004, el pueblo desalojó del poder a los fundamentalistas hindúes, que habían llegado a cuestionar la laicidad de la nación india, amenazando así la convivencia entre comunidades religiosas. Contra todo pronóstico, ganó las elecciones una italiana católica, Sonia Gandhi, que se presentaba como candidata del Partido del Congreso, el mayor partido del mundo, ese que Gandhi y Nehru crearon para conquistar la independencia y cuyo rasgo principal es la defensa de la laicidad. Ella cedió el puesto de primer ministro a un sij, que maneja con brío e irreprochable honestidad los asuntos de Estado. El presidente de la República es un musulmán, nacido en una familia de intocables, la casta más baja, y uno de los grandes científicos del subcontinente. Toda una lección de tolerancia para el mundo.

'Viaje a la India', de Juan Manuel Rodrigo, con prólogo de Javier Moro, editado por National Geographic, se publica en España el próximo miércoles, 20 de junio.

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