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Reportaje:

"Nos tiran la casa"

Entre los jóvenes alternativos chinos y los correligionarios occidentales que viven en el país asiático está de moda desde hace unos años vestir una camiseta impresa con el diseño gráfico de un círculo en cuyo interior está escrito el carácter chai (demoler). La palabra maldita es pintada con brochazos certeros, cual mensaje bíblico, sobre los muros de las viviendas y los edificios que han de ser derribados para dejar paso al desarrollo. Es posible ver el carácter en casas decrépitas, chabolas y barracas en barrios insalubres; pero también sobre viviendas tradicionales, antiguos templos e inmuebles en buenas condiciones que se han cruzado en el camino trazado hacia la modernidad.

Quienes se resisten son amenazados por matones. Tienen miedo
Destruyen la historia y un tipo de vida vecinal que lleva siglos funcionando
En Shanghai, las autoridades sólo han protegido 632 edificios

Hasta tal punto el carácter se ha hecho ubicuo que cuando los críticos con el afán destructor en el que están inmersas las autoridades centrales y provinciales pronuncian el nombre de su país en inglés (China), lo sustituyen con ironía por Chai na, que significa: ¿demoler dónde?

Aunque la piqueta y el martillo campan por toda la extensa geografía, el fenómeno es especialmente intenso en las dos principales ciudades del país: Pekín y Shanghai. La primera porque camina a marchas forzadas para convertirse en la capital moderna y reluciente de una nación que reclama el lugar que considera que le corresponde entre las grandes potencias del mundo. La segunda, porque sigue un viaje paralelo para erigirse como uno de los principales núcleos económicos y financieros del planeta. Pekín espera lograr su lugar, simbólicamente, con la celebración de los Juegos Olímpicos el año que viene; Shanghai, con la Exposición Universal de 2010.

De las dos, la metrópoli financiera es la que se ha entregado con más fervor al culto al rascacielos y la fiebre inmobiliaria, y la que ha dado con más resolución la espalda a su herencia histórica. El distrito de Nanshi, ahora integrado en el de Huangpu, es una clara muestra de la completa transformación que ha sufrido esta municipalidad de 20 millones de habitantes que, hasta que los ingleses abrieron la primera concesión extranjera en 1842, después de la primera guerra del opio, fue poco más que un pequeño pueblo textil y pesquero.

Enclavado a orillas del río Huangpu, Nanshi es el barrio antiguo de Shanghai; hogar de los delicados jardines de Yuyuan, de mercados bulliciosos, tiendas de antigüedades, restaurantes, casas de té y vecinos paseando en pijama. Un barrio histórico cuyas viviendas tradicionales, conocidas como shikumen (literalmente, puerta de piedra), han sido condenadas, para dejar paso a nuevas torres de oficinas, apartamentos de lujo y centros comerciales. A pesar de que se han alzado muchas voces en contra de su demolición y algunos de sus habitantes se han resistido a dejar sus casas, la suerte de la mayoría está echada.

'Shikumen' es el nombre con que se denomina esta vivienda de ladrillo, característica de Shanghai, que combina elementos de la arquitectura occidental y chinos. Dispone de dintel y jambas de piedra, y, como la morada típica china, de un patio, aunque pequeño, en el que disfrutar, en medio del bullicio urbano, de algo de vegetación y del repiqueteo de la lluvia al caer sobre las losas.

A mediados del siglo pasado, más del 80% de la población de Shanghai residía en este tipo de casas. La recia estructura y los acabados interiores satisfacían los gustos de los terratenientes chinos y de los intelectuales que se instalaron en ellas huyendo de las guerras campesinas. Durante su apogeo llegó a haber más de 9.000 callejuelas con estas viviendas. La mayoría de los shikumen que quedan actualmente fueron construidos alrededor de 1920, aunque desde 1991 la mayoría de ellos ha dejado paso a rascacielos y comercios como consecuencia de un desarrollo frenético que ha sembrado la ciudad con más de 4.000 torres, de las cuales 300 tienen más de 100 metros de altura. Entre estos rascacielos destaca Jinmao, un edificio de 421 metros situado en la zona financiera de Pudong, al este del Huangpu, que será pronto superado por los 492 metros del Shanghai World Financial, ahora en construcción.

Derribadas por las excavadoras y los golpes de martillos enarbolados por ejércitos de campesinos emigrantes, las casas de los barrios sentenciados suelen caer sin remedio una tras otra. La mayoría de sus habitantes acepta, de mejor o peor grado, las compensaciones, ya sea en forma de dinero o de viviendas en el extrarradio de la ciudad. Pero hay quienes se resisten a claudicar. Como en muchos otros lugares de China, se aferran a sus paredes y su memoria, en un esfuerzo desesperado del que, con suerte, podrán obtener una prórroga a la orden de demolición y, quizá, una compensación mayor. Hasta llegar allí viven durante meses entre ruinas, en medio de un paisaje de desolación y cataclismo. En un lugar en el que sólo quedan cascotes, vigas y cuadrillas de emigrantes que, como termitas de un gigantesco artesonado hundido, tallan los viejos ladrillos para limpiarlos y revenderlos o buscan maderas, hierros retorcidos y cualquier resto que se pueda reciclar.

Los residentes más recalcitrantes son amenazados, y reciben, en ocasiones, la visita de matones, en connivencia con los promotores y la policía, hasta que finalmente son desalojados. En enero de 2005, un matrimonio de ancianos, que se resistía a dejar su casa en Shanghai, murió en un incendio provocado para intimidarles.

Los habitantes expulsados suelen acabar a muchos kilómetros de donde vivían: en las afueras de la ciudad o en las poblaciones que está levantando el Gobierno para reducir la presión demográfica en los grandes núcleos. Shanghai tiene previsto construir nueve ciudades satélite, con una población conjunta de 5,4 millones de personas, y 60 municipios de 50.000 habitantes cada uno. Pekín contará con 11 urbes a su alrededor de medio millón de personas. En ellas vivirán los inmigrantes que llegan continuamente del campo y quienes son desplazados del centro de la capital.

Para muchos chinos, el derribo de los barrios antiguos, degradados por el abandono y la falta de mantenimiento, y en los que las viviendas carecen frecuentemente de retrete y cuarto de baño, es totalmente necesario. Otros, sin embargo, lamentan la destrucción de la propia historia, el fin de un tipo de vida vecinal y el desmembramiento del tejido social que lleva emparejado. Pero, sobre todo, critican la apropiación y comercialización de estas zonas, para beneficio de los gobiernos municipales y las compañías inmobiliarias, a costa de sus residentes. "Nos quitan nuestras casas" es una de las frases recurrentes entre los vecinos de Shanghai.

La mayor parte de los máximos líderes chinos son ingenieros de formación, y han dado prioridad al desarrollo económico del país y a los grandes proyectos tecnológicos y de infraestructuras, como la monumental presa de las Tres Gargantas, pero han mostrado poca devoción por la conservación de las ciudades. Aunque Shanghai ha sido clasificado de "herencia arquitectónica", lo que lleva implícito la protección de los edificios coloniales de las antiguas concesiones extranjeras, intelectuales como el joven cineasta de 35 años Shu Haolun aseguran que esto se ha hecho porque son inmuebles mejor conservados y pertenecen a la clase alta, mientras que los shikumen son viviendas para la gente corriente.

Según Ruan Yisan, profesor de la Universidad Tongji y conocido defensor del patrimonio, Shanghai debería tener 50.000 edificios protegidos y no únicamente 632, muchos menos que los de algunas pequeñas ciudades europeas. Incluso el diario progubernamental China Daily defendía en un artículo esta posición conservacionista, "a pesar de que preservar la herencia cultural e histórica es mucho más difícil y caro que la demolición despiadada". "A corto plazo [optar por la conservación] significaría probablemente un crecimiento del producto interior bruto [PIB] más lento e ingresos inferiores para el Gobierno, pero a largo plazo los beneficios son evidentes", señalaba el periódico.

Durante años, los funcionarios chinos han sido juzgados en función de sus logros en la transformación urbanística ?bajo parámetros como el número de edificios nuevos construidos o de carreteras ensanchadas?, dando lugar así a un progreso desbocado, falto de respeto con el medio ambiente y el entorno, y que ha amenazado incluso con un sobrecalentamiento de la economía.

El Gobierno, consciente del peligro, está intentando poner remedio, y asegura que ha optado por un modelo sostenible en el que ya no vale el crecimiento a cualquier precio. Pero el desarrollo inmobiliario es un negocio lucrativo, y los dirigentes locales, sedientos de fondos, ven difícil resistirse a la tentación de sacrificar barrios y edificios antiguos para cambiarlos por los de acero y cristal.

En algunas ocasiones surgen, en los antiguos barrios, zonas como Xintiandi, un área de Shanghai de shikumen rehabilitados muy próxima al paisaje de destrucción de Nanshi. Xintiandi (que significa Nuevo Cielo y Tierra) es un proyecto desarrollado por una compañía de Hong Kong y puesto al servicio del turismo y el negocio. Bares, restaurantes, tiendas de lujo; terrazas llenas de yuppies, turistas y ejecutivos; cafés y heladerías, han ocupado el lugar que antaño habitaban cientos de familias, que fueron desalojadas para convertir el barrio en un ejemplo de conservación. Una conservación que en China, en general, sólo se entiende si tiene un objetivo económico. O político. A un par de calles se observa, rehabilitada, la casa-museo en la que el 23 de julio de 1921 se celebró el primer congreso del Partido Comunista Chino, en presencia de un joven de 27 años llamado Mao Zedong, quien 28 años después fundaría la República Popular China.

La economía de Shanghai ha crecido a un ritmo superior al 10% anual cada uno de los últimos 15 años. En 2006, el PIB alcanzó 1,02 billones de yuanes (98.300 millones de euros), un 12% más que en 2005. La evolución de Shanghai ?un nombre compuesto por los caracteres shang (arriba) y hai (mar)? es la carrera por el progreso y el dinero. Hasta tal punto que la ciudad es protagonista periódicamente de especulaciones y eventos que hablan de lujo y ambición. Valgan dos ejemplos. En octubre de 2006, el grupo inmobiliario Lujiazui se vio obligado a desmentir que esté planeando construir un rascacielos de 700 metros de altura, que superaría en casi 200 los 509 metros de la torre Taipei 101, en Taiwan, la más alta del mundo. Al mes siguiente, una agencia matrimonial en Internet organizó un exclusivo paseo del amor para millonarios en busca de pareja a bordo de un yate de lujo por el río Huangpu. Los requisitos que debían cumplir los hombres que quisieran participar en la fiesta eran: ser solteros, tener una fortuna superior a dos millones de yuanes (193.000 euros) y pagar 28.000 yuanes (2.700 euros) por la velada. Ellas debían acreditar ser bellas, delicadas, tener un título universitario y pasar un exigente proceso de selección. La fiesta provocó las protestas de algunos internautas, que lo calificaron de concurso de concubinas, mientras otros dijeron que cualquiera es libre de elegir a su otra mitad por el motivo que sea, amor o dinero.

Muchos de los millonarios que hay en China lo son gracias al boom inmobiliario. Shanghai adolece de falta de suelo, lo que ha disparado los precios de las casas, y aquellos que han sido expropiados de sus viviendas se quejan a menudo de que no reciben el dinero que les correspondería.

El sector inmobiliario se ha visto salpicado por notorios escándalos en los últimos años. El máximo líder del Partido Comunista Chino en Shanghai y miembro del Politburó, Chen Liangyu, fue detenido en septiembre de 2006, y destituido de todos sus cargos, por supuesta corrupción, en relación con el desvío de cientos de millones de dólares del fondo de pensiones de la ciudad para invertirlos de forma ilícita en inmobiliarias y en otros negocios de infraestructuras.

También el promotor y magnate Zhou Zhengyi, quien hace tiempo acumuló varias demandas de ciudadanos que se quejaban de no haber recibido las compensaciones adecuadas por sus desalojos, fue detenido en octubre pasado por sobornar a funcionarios y falsificar facturas. Zhou, el undécimo hombre más rico de China en 2002, según la revista Forbes, había salido de prisión en mayo pasado después de pasar más de dos años encarcelado por fraude y manipulación del precio de acciones.

Los dirigentes chinos han reconocido repetidas veces que las disputas por el suelo y las expropiaciones son uno de los principales problemas sociales en China, y que están resueltos a acabar con ellas. Liu Anjun, un activista de Pekín, asegura que las casas de más de 2.600 familias han sido derribadas en la capital sin su consentimiento. Según las últimas cifras del Ministerio de Seguridad Pública, en 2005 se produjeron 87.000 protestas en el país, buena parte de ellas relacionadas con las expropiaciones.

Muchos chinos, incluidos sus gobernantes, piensan ?inspirados por Nueva York, Hong Kong o Tokio? que edificios altos, autopistas elevadas y amplias avenidas equivalen a modernidad y desarrollo. Y a menudo se muestran sorprendidos cuando los visitantes extranjeros ?una vez superado el impacto futurista que provoca Shanghai? buscan restos de su pasado que se esfuma en el Bund (el paseo junto al río), la antigua concesión francesa o el barrio judío, o cuando declaran que prefieren el fuerte, aunque menguante, legado cultural de Pekín. En la capital china, muchos de sus barrios tradicionales (hutong) también están siendo derribados. Se calcula que de los 650.000 shikumen que había en Shanghai en 2002, sólo quedarán 50.000 en 2010, cuando la ciudad espera recibir 10 millones de visitantes, cuatro más que los seis millones del año pasado.

El efecto que ha tenido la transformación vivida por China desde que Deng Xiaoping lanzó el proceso de apertura y reforma a finales de 1978 hace que la frecuente reivindicación de sus 5.000 años de historia sea motivo de escepticismo entre los viajeros que, cuando recorren su geografía, se preguntan dónde están en sus ciudades todos esos siglos de esplendor asiático. La respuesta, quizá, es que se encuentran bajo tierra.

China sigue descubriendo cada año extraordinarios hallazgos arqueológicos que, cuando escapan a los traficantes, pasan a engrosar su rico patrimonio cultural en los museos. Pero, sobre el nivel del suelo, poco de lo que queda en pie en sus históricas ciudades supera unos cientos de años.

Destruir para construir es parte de la tradición china desde siempre, especialmente en un país que ha sido barrido históricamente por las guerras y revoluciones. El esplendor de una dinastía exigía la eliminación de la obra de la anterior, y el ansia demoledora de la que hacen gala hoy las autoridades no es más que el reflejo de esto y del afán por dejar su propia impronta.

El valor, el culto, la adoración que existe en otros países por lo antiguo, a veces incluso por lo vetusto y decrépito, son desconocidos para la mayoría de los chinos; máxime cuando el poder absoluto del Gobierno frena cualquier movimiento reivindicativo de los intelectuales que pueda representar un obstáculo para lo que los mandatarios consideran el bien y el progreso del pueblo. Esta obsesión regeneradora se manifiesta también en los ejercicios de propaganda en las ciudades, donde es frecuente ver grandes pancartas o inscripciones con eslóganes como "Construyamos un nuevo Pekín", "Edifiquemos una nueva civilización".

La utilización del término nuevo no es, sin embargo, nueva. La principal agencia de noticias estatal se llama Xinhua (Nueva China), nombre que adoptó en 1937, dos décadas y media después de que el país dejara atrás milenios de reinado dinástico. Y como Nueva China (Xin Zhongguo) es conocida la China comunista creada por Mao Zedong en 1949. Así que la era pos-Mao debe ser aún más nueva. El carácter xin es un término omnipresente, que refleja las aspiraciones de unos gobernantes empeñados en enterrar el pasado propio, a pesar de que se obsesionan por copiar el ajeno.

Mientras los bulldozers derriban la historia de Shanghai para dejar paso a las millas de oro inmobiliarias, en los alrededores de la capital económica y financiera ha sido construido un complejo residencial a imagen y semejanza de un viejo pueblo inglés. Y los proyectos más lujosos de Pekín apelan a la más clásica arquitectura francesa, al más ortodoxo estilo británico o al más italiano de los barrocos, en un estudiado ejercicio de ostentación destinado a los nuevos ricos, que identifican los dorados, las arañas de cristal y los tejidos de terciopelo con clase y cultura. Adoran vivir en este nuevo lujo de viejo cuño, aunque haya sido edificado sobre el suelo donde estuvieron casas o templos centenarios de diseño equilibrado, refinada elegancia? y genuinamente chinos. En Hong Kong ya se han alzado voces dolidas por la desaparición de sus vestigios históricos; en Macao, que camina a una velocidad endiablada hacia el parquetematismo, ya se están movilizando para intentar salvar su herencia portuguesa.

Este afán renovador confunde a menudo a los turistas, que se maravillan, por ejemplo, ante los edificios de la zona comercial cercana a los jardines Yuyuan, en Nanshi, de tejados curvos, columnas rojas y artesonados policromados. Creen estar contemplando obras genuinas de la arquitectura tradicional de Shanghai, cuando, en realidad, se trata de imitaciones levantadas hace poco tiempo con un único objetivo mercantil. Al lado, Yuyuan parece atrapado en el tiempo, mientras fuera de sus muros la euforia comercial y constructora sigue adelante.

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