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Tribuna
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Todos los domingos

Coincidí con el joven escritor en el aeropuerto de Barajas. Los dos regresábamos a Barcelona después de haber dado una gira de conferencias por institutos de Enseñanza Media de la Castilla más hermosa.

-¿Lo has pasado bien? -inquirí, con esa cortesía exagerada de los mayores cuando imaginan que van a ser rechazados.

-¿Has atravesado alguna vez una crisis de soledad durante un viaje para dar conferencias o para presentar un libro? -parecía seriamente preocupado, fruncía el ceño, le interesaba mi respuesta.

-Tengo un amigo que suele decir: "Un domingo por la tarde es una catástrofe, te encuentres donde te encuentres".

-Algo parecido me ocurre a mí durante las giras. Por ejemplo, ¿qué quisieras estar haciendo ahora?

Consideré la respuesta y decidí decirle la verdad.

-Sentada ante una mesa, como aquí, pero en un bar de mi barrio, sin otra ocupación que soplar a la espuma de la cerveza y contemplar a la gente.

-A mí eso me ocurre todos los días. Siempre deseo encontrarme en mi ciudad, dedicado a lo fundamental. Me dejo atrapar por el encanto de las propuestas, de la gente.

-Pues tiene mala solución, porque por lo que he visto te ofrecen muchas actuaciones.

El joven -que de verdad era joven, no como son los escritores todavía considerados jóvenes- tenía una frente muy ancha, algo sudorosa, a pesar de que en el aeropuerto funcionaba una refrigeración alta en exceso.

-¿Cuál fue la última vez que te sentiste perdida?

Sonreí.

-Ayer. Cuando terminó la cena a la que me invitaron después de la charla y me dejaron en la puerta de mi hotel. Entré en mi habitación y me senté durante horas en la cama, como en un cuadro de Hopper, pero sin ventana.

-¿Qué hiciste?

-Recurrí a mi libro favorito de poesía. Va siempre conmigo.

Hace años que me dedico a esto. Reconozco un domingo por la tarde antes de que me lo hayan presentado.

-Nos parecemos mucho -se sorprendió él-. Es raro que no hayamos conversado antes. Y sin embargo, Fulano y Mengano (nombró a dos escritores de su generación) son vecinos tuyos, me comentan que coincidís en el supermercado.

-Sección lácteos sin grasa.

-¿Comprendes lo que quiero contarte? El vacío que sentí al saber que tenía toda una noche por delante en una pequeña ciudad desconocida y nada, absolutamente nada que leer. Por fortuna era todavía pronto, antes de las ocho. El acto había empezado a las cinco. Cuando terminó el último turno de preguntas me encontré solo. Fue culpa mía, cancelaron la cena porque alegué un ataque de ansiedad.

-Que no tardó en presentarse -volví a sonreír-. Eso también me lo sé.

-Exacto. Dejé que mis anfitriones se marcharan. En cuanto les perdí de vista salí del hotel, no sin haber preguntado antes en recepción si en aquella pequeña ciudad tenían alguna librería. "Dos", replicó el hombre con orgullo. Pero resultó que una cerraba a las siete. "¿Y la otra?". El empleado anotó la dirección en el reverso de una tarjeta del hotel.

-Y te pareció que las telarañas del domingo empezaban a disolverse en tu estómago. También he estado ahí.

Llamaron a los pasajeros de nuestro vuelo. El joven escritor alargó el brazo sin reparar en tazas ni platillos, volcó una botella vacía de agua mineral que, al ser de plástico, cayó al suelo sin producir demasiado ruido.

-Llegué a la librería y le pregunté al propietario por mi novela predilecta, la que leo y releo cuando me siento perdido. Él me contempló con desesperación: "No lo sé. La tengo, la tengo. Pero mi hijo ha decidido hacer obras y no encuentro nada. ¡Nada! Lo han cambiado todo de lugar, malditos obreros". Le dejé, temeroso de haber abierto un nuevo frente en su caos.

-¿Qué hiciste? -le apreté la mano.

-Repetí en silencio la primera frase de El corazón es un cazador solitario. Hasta que me quedé dormido.

-"En el pueblo había dos mudos. Y siempre estaban juntos" -recité, tirándole de la manga-. Es hora de embarcar.

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