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Reportaje:

Álbum de ausencias

Quino Petit

Loli vive en Gijón (Asturias), y Lidia, en Cartagena (Murcia). No se conocen, pero sienten el mismo vacío. De puertas adentro. Como casi todos los familiares de víctimas de la violencia contra las mujeres. Loli perdió a su hija el año pasado; Lidia, también. Ellas tampoco saben que Isabel y Paola han perdido a sus hermanas por idéntica sinrazón. La primera vive en Lleida; la segunda, en Madrid. Ninguna de las cuatro conoce la historia de la otra. Todas levantan el mismo muro de silencio cada vez que cierran el pestillo de sus casas.

Cinco días después de perder a su hija, los psicólogos de los servicios sociales apremiaron a Loli: "Debes decírselo a tu nieto cuanto antes". Cristian tenía dos años y estaba recuperándose de las heridas que su padre le provocó con un cuchillo el mismo día que mató a su madre, el 14 de julio de 2006. Acababa de quedarse huérfano de Desiré Prieto, de 22 años, asesinada por su ex pareja en el barrio gijonés de Portuarios. Loli se lo dijo como pudo. "Aunque algo ya se imaginaría", piensa su abuela. El niño había estado presente durante el crimen que a él también convirtió en víctima.

Cristian se recuperó pronto y su abuela se lo llevó a su casa. Pero Loli empezó a pensar en cambiar de barrio. Le incomodaban ciertos comentarios. "Algunos vecinos decían al guaje: 'Pobre nenín'. No lo hacían con mala intención, pero ésa no es la forma de ayudarnos a superarlo". El Grupo de Atención a las Víctimas de Violencia de Género de Gijón y las autoridades de la ciudad buscaron una nueva vivienda para la familia. Muy cerca de la Casa Malva, el primer centro de España para la atención integral de víctimas, recientemente estrenado. Allí decidió Loli, a sus 41 años, volver a empezar de cero y reconstruir su familia. En un barrio a medio hacer y en compañía de Carlos Pazos, un gallego de 60 años con quien se casó en diciembre del año pasado. Hasta entonces llevaban 10 años viviendo juntos. Loli le conoció tras separarse de su anterior marido y padre de sus tres hijas, un hombre que la maltrató. "Mi boda con Carlos fue un día como otro cualquiera. Nos casamos sobre todo pensando en la custodia de Cristian, que nos dieron el mismo mes". Con ellos comparte techo su hija Ana Rosa, de 18 años. Elisabet, la otra hermana de Desiré, está en Ibiza.

Por las mañanas, Loli suele quedarse sola. Hace varios años que está de baja en su trabajo en el Ayuntamiento de Gijón. Cristian va a la guardería; Ana Rosa, a un centro de educación especial, y Carlos, a alguna de las obras donde trabaja como albañil. Sentada en el salón de su casa, Loli empieza a recordar a su hija desaparecida. Desiré Prieto era la mayor de tres hermanas. Se puso a trabajar tras abandonar los estudios en tercero de ESO. Cuidando niños, en una bodega, en bares? Con 18 años recién cumplidos se casó por primera vez. "Aquel marido también le salió rana". Desiré se separó a los dos meses, y dos años después conoció al hoy imputado por su muerte. Un hombre que le doblaba la edad y a quien su anterior esposa denunció por malos tratos, antecedentes que Loli conoció cuando fue demasiado tarde. Su hija ya estaba enterrada cuando la policía le informó de aquellas denuncias.

Desiré se fue a vivir con él al barrio de Portuarios, y de aquella relación nació Cristian. Vivían de la pensión de él por su jubilación anticipada y del sueldo de ella en una empresa de limpieza. Con el tiempo, Loli notó triste a su hija. Un día, la pareja discutió, y Desiré fue a pedirle consejo. Al parecer, él le había pedido una oportunidad. "Hija, una oportunidad no se le niega a nadie". Y se la dio. Pero al poco tiempo decidió separarse. Lo sucedido una noche le abrió los ojos. Había quedado con sus amigas para salir. Se puso guapa y se despidió de su hijo, pero antes de que pudiera abrir la puerta de casa, él la estampó contra la pared. Desiré apagó el teléfono móvil, volvió a su habitación y se metió en la cama con Cristian. Los dos se trasladaron unos días más tarde a casa de su hermana Elisabet.

Sólo transcurrió un mes y medio después de la separación. Desiré dejaba al niño con su padre aleatoriamente y lo recogía en un bar cercano a la zona portuaria. Una de esas tardes, él modificó la rutina y le pidió que se acercara a recogerle hasta su casa. Allí la mató.

Eva, la hermana de Loli, ha venido a comer. "Hoy vamos al teatro por la tarde". Es una de las muchas actividades del Grupo de Atención a las Víctimas de la Violencia de Género del Instituto de la Mujer, en las que Loli acostumbra a participar en compañía de su hermana. Pero antes hay que ir a recoger a Cristian a la guardería. Acaba de cumplir tres años y no tiene en su cuarto ninguna foto de su madre; las guarda todas en un rinconcito del salón. Ella está enterrada en el cementerio de Jove, donde Cristian acompaña a veces a su abuela. Por allí corretea, y enseguida se pone a jugar con los gatos. A su aire.

Desiré Prieto fue una de las 68 mujeres asesinadas durante el año pasado en España por sus parejas o ex parejas. En lo que llevamos de 2007, más de veinte han perdido la vida por la misma violencia machista. Según un informe del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia, 55.000 mujeres son asesinadas cada año en el mundo. Y Amnistía Internacional estima que una de cada tres mujeres sufre algún tipo de violencia en un momento de sus vidas. En demasiados casos, las órdenes de alejamiento tampoco bastan para parar a los asesinos en nuestro país. Montserrat Comas, presidenta del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, está convencida de la razón: "Ellos planifican sus crímenes con frialdad y plenamente conscientes de lo que hacen; en nuestro reciente informe del Consejo General del Poder Judicial, basado en 147 sentencias de este tipo de casos, volvimos a romper el mito que generalmente vincula su actuación con la enajenación mental: sólo al 17% de los procesados se les reconoció algún atenuante por alteración psíquica o consumo de drogas o bebidas alcohólicas".

La denuncia se erige como paso imprescindible para ofrecer protección a estas mujeres en España. La tutela legal, social y psicológica ?reforzada desde la aprobación, en diciembre de 2004, de la Ley Integral contra la Violencia de Género? sólo puede activarse cuando el Estado tiene conocimiento de las situaciones de peligro. Y Comas insiste: "Todo el que conozca una agresión debe denunciarla, poner en conocimiento de las autoridades o las instituciones públicas la situación de mujeres que pueden estar en peligro. Otra cosa es que, efectivamente, sea necesario duplicar a final de año los 40 juzgados específicos de Violencia de Género existentes, para descargar de trabajo al resto de órganos judiciales, o que puedan incrementarse las ayudas sociales a las víctimas ?promoviendo, además, la formación profesional para no estar siempre pendientes del subsidio?. Pero lo más importante ahora es recordar que el 70% de las asesinadas el año pasado no había presentado denuncia alguna que permitiera poner en marcha medidas de protección. Para eso está la policía, los servicios sociales de la mayoría de los ayuntamientos, los Institutos de la Mujer, los colegios de abogados, los juzgados de guardia?".

En el caso de Desiré Prieto tampoco llegó a mediar denuncia, si bien tras su muerte se supo que algunos vecinos habían oído con anterioridad las intenciones homicidas del presunto asesino. La cartagenera Lidia Conesa sí llegó a denunciar a su ex pareja por amenazas y acoso. "Si no es para mí, no es para nadie". Ella misma y algunos amigos de él escucharon aquello en repetidas ocasiones desde que la pareja se separó. Pero Lidia rechazó las medidas de protección propuestas por el juez. Quería seguir siendo amiga de aquel hombre, con quien había mantenido una relación sentimental durante cuatro años. Él tenía 27, y acabó con su vida el 30 de enero del año pasado. Ella fue asesinada con 25 años.

"Era aparentemente tranquilo y venía mucho a casa. Creo que, en realidad, ella le dominaba más a él. Pero las personas engañan. Cuando terminaron, mi hija quiso seguir siendo su amiga y él nunca lo aceptó". Lidia Ruiz, de 48 años, murmura en el salón de un primer piso en el barrio de Los Dolores, a las afueras de Cartagena. Pierde el hilo y permanece en silencio. No suele hablar mucho de su hija. Ni siquiera con su marido, Juan Conesa, de 56 años. Él es propietario de una empresa de reparto de hielo, pero lleva casi un año de baja. "Se me iba un poco la cabeza y no atendía bien a los clientes. No he solicitado ayuda psicológica. La policía nos la ofreció, pero dijimos que no. La verdad es que no somos muy de psicólogos".

Juan está ahora más pendiente de sus competiciones de palomas. A veces desenfunda cintas de vídeo donde aparece actuando en obras de teatro, afición que quiere volver a recuperar. Entonces, cuando se ve sobre las tablas, sonríe. Y se evade. Su mujer sale menos, pero tiene una hermana que le sirve de confidente. Desde que se casó ejerce de ama de casa. Sólo muy de vez en cuando entra en la habitación de la hija. Limpia un poco o tira algunos papeles. El hermano mayor de Lidia vive en Zaragoza; Roberto, su hermano adolescente, tiene su cuarto junto al que ha quedado vacío. Cursa segundo de ESO, y lo que más le preocupa es la paga para ir al cine el sábado por la tarde. Su padre no le quita ojo. "Ya sabes, está en la edad. Yo le he dicho que espabile con los estudios, que en lo de los cubitos de hielo no hay domingos. A ver si me hace caso".

En esta misma casa, el ritual de Lidia se repetía cada mañana. A eso de las siete, un fuerte olor a desodorante indicaba que el baño estaba libre. La música empezaba a sonar a todo volumen en su cuarto, donde terminaba de arreglarse antes de ir a su trabajo en una empresa de laboratorios químicos. Siempre fue coqueta. Y extremadamente ordenada. Recopilaba cuadernos con listas manuscritas sobre todo tipo de cosas y devoraba las revistas de decoración. Tenía un dúplex en mente desde unos meses antes de su muerte. También le rondaba un chico por la cabeza. La prensa local publicó que el detenido por su asesinato confesó haberla matado porque no podía soportar verla en brazos de otro hombre.

El asesino de María Antonia Gavín, copropietaria de dos librerías en Lleida, también confesó su crimen; ante el Juzgado de Instrucción número 4 de la ciudad, exclusivo de violencia de género. Pero murió sin llegar a ser procesado, enfermo de cáncer. Mató a María Antonia en uno de sus locales el 1 de octubre de 2005. Ella tenía 48 años, había estado casada con él desde los 18 y juntos tuvieron dos hijas. Tras su muerte, Fina, su socia, liquidó los negocios, hoy convertidos en una sucursal bancaria y en una peluquería.

Frente a esos establecimientos está la casa de Isabel, hermana mayor de María Antonia. Recuerda que el matrimonio se deshizo cuando él se marchó de casa, tras una crisis, en el verano de 2002. "Probablemente pensara que mi hermana le diría 'vuelve'. Y ella pensaba que le había tocado la lotería. No creo que la apalizara, pero era agresivo de palabra incluso delante nuestra. Después de marcharse, la estuvo persiguiendo. Le puso muy difícil rehacer su vida". Isabel no llora; derrocha rabia y un manojo de nervios. Dunia tiene 23 años y tampoco guarda un buen recuerdo de su padre. "Nunca nos dio cariño, sólo broncas. Ahora quiero llevar sólo los apellidos de mi madre". Recibe tratamiento contra la depresión y no ha vuelto a trabajar desde que cerraron las librerías donde ayudaba a su madre. Sandra, su hermana pequeña, va al instituto, saca buenas notas y quiere estudiar administración y dirección de empresas. Las dos viven con su tía Isabel. Y son propietarias de la casa de su madre, donde casi todo está como ella lo dejó. Dunia visita el piso más a menudo que Sandra. Da de comer a las tortugas y abre las ventanas para ventilar. Pero pronto venderán estos pocos metros cuadrados llenos de ausencias en los que ya no se encuentran cómodas.

El marido de Isabel se escapa un momento del parque de bomberos para decir a los periodistas algo que le reconcome: "Tanta ponzoña con el terrorismo? ¿Y nosotros? ¿Qué clase de víctimas somos?". En este sentido, Montserrat Comas reflexiona desde el Observatorio para la Violencia de Género: "Sería impensable que durante el año pasado hubiéramos soportado 68 muertos de ETA; la masa ciudadana no lo toleraría. Todavía falta una mayor solidaridad y reacción social ante la violencia contra las mujeres. Que hablen los familiares. Y que no se olvide cada crimen". Ana María Pérez del Campo, presidenta de la Asociación de Mujeres Separadas y Divorciadas y veterana activista, va más allá: "Es inconcebible que todavía no exista en España ninguna asociación de familiares de víctimas de esta violencia para hacerse fuertes contra la barbarie".

Ante estos crímenes, las mujeres extranjeras que viven en España no permanecen ajenas. Según datos del Instituto de la Mujer, cerca del 30% de las 68 asesinadas en 2006 tenía nacionalidad extranjera. Anamaría (así firmaba como periodista) Velarde pasó a engrosar ese mortal porcentaje el 13 de febrero del año pasado. Ostentaba doble nacionalidad, peruana y española, tras 14 años en nuestro país. Fue asesinada en su casa del barrio madrileño de Carabanchel por su ex pareja, de origen colombiano, quien se entregó una hora después a la policía. Tenía 39 años y dejó huérfanos a sus dos hijos, de siete y nueve años, fruto de un matrimonio anterior.

Anamaría estudió periodismo en Lima, donde llegó a ejercer antes de venir a Madrid, con 28 años, tras la senda de sus seis hermanos establecidos en España con sus padres. Estuvo casada seis años con el padre de sus hijos, un español. Paola Velarde, hermana de Anamaría, recuerda que después de separarse de él se volcó en su carrera. En 2003 empezó a colaborar con varias publicaciones y en 2005 ingresó en la plantilla del semanario madrileño Latino. Allí empezó a desarrollar su faceta de reportera. Visitaba la cárcel de Alcalá-Meco, acompañando a compatriotas suyos en el ejército español, analizaba el papel de las asociaciones de inmigrantes, entrevistaba a políticos? En aquel semanario también trabajaba el hombre con quien mantuvo una relación de apenas dos años, hasta que él acabó con su vida. Según Paola, su hermana tenía intención de dejarle.

Y también quería escribir una novela. Una obra inacabada, algunos de cuyos manuscritos conservan los hermanos de Anamaría. Al estilo de la macondiana saga de los Buendía, con quienes la hija de Félix ?profesor peruano jubilado, de 76 años, que vivió su infancia en la selva? identificaba en ocasiones la odisea de su familia.

Félix perdió a su hija igual que Loli. No se conocen, pero comparten el mismo dolor. Uno en Madrid y la otra en Gijón. Bajo custodia de Loli, pero a mucha distancia de su pena, Cristian, su nieto, es todavía un niño de tres años que a veces juega con los gatos cuando la acompaña al cementerio. Para saber la clase de hombre en que se convertirá hace falta tiempo. Sobre una de las paredes de su guardería cuelga un cartel con un mensaje: "Los niños aprenden de lo que viven. Si un niño vive con hostilidad, aprende a pelear".

"No quiero que el guaje crezca con odio", dice Loli antes de despedir a los periodistas y volver a cerrar la puerta de su casa. "Mi victoria llegará el día que su padre salga de la cárcel y tenga que enfrentarse a explicarle lo que le hizo a su madre. Lo que le hizo a él. Lo que nos ha hecho a todos".

Dunia perdío a su madre en octubre de 2005, fue asesinada por su ex marido.
Dunia perdío a su madre en octubre de 2005, fue asesinada por su ex marido.Ana Ance

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Quino Petit
Es redactor jefe de Nacional en EL PAÍS. Antes fue redactor jefe de 'El País Semanal', donde ejerció como reportero durante 15 años en los que ha publicado crónicas y reportajes sobre realidades de distintas partes del planeta, así como perfiles y entrevistas a grandes personajes de la política, las finanzas, las artes y el deporte.

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