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Ni sin demora ni con demora

Javier Cercas

Desde que usurpo esta columna dominical me estoy reprimiendo, pero no aguanto más. Ya basta de cobardía: propongo que se reimplante cuanto antes la pena de muerte. El castigo sólo podrá ser conmutado si el reo es capaz de escuchar los llamamientos a la concordia nacional de Jiménez Losantos durante 24 horas seguidas sin camisa de fuerza y sin estar atado y amordazado. Puesto que no es probable que nadie en su sano juicio acepte cambiar la bendición de una muerte rápida por la vesania de esa tortura inconcebible, los culpables deberán ser fusilados de inmediato, en plaza pública y sin fórmula de juicio. La pena capital será únicamente aplicable a un delito: la impuntualidad. Contra ella, la única solución es la mano dura, porque en nuestro país el prestigio de la impuntualidad es invencible: aquí todo el mundo piensa, como Evelyn Waugh, que la puntualidad es la virtud de los que se aburren, y todo el mundo se jacta en secreto, como Marilyn Monroe ("I've been on a calendar, but never on time"), de no haber sido puntual en su vida. No nos engañemos: en este asunto, los paños calientes no sirven; ni aquí ni en ningún sitio donde esté tan arraigada como aquí esa enfermedad denigrante. Hace unas semanas acaparó titulares periodísticos la noticia de que el Gobierno peruano, acobardado ante la epidemia de impuntualidad que asola el país, se disponía a poner en marcha una campaña, denominada Perú, la hora sin demora, destinada a erradicar la costumbre de llegar tarde a todas partes que padecen sus ciudadanos. Me parto de risa: sólo conozco el Perú por las novelas, pero si la impuntualidad goza allí del mismo prestigio que aquí y si la campaña del Gobierno no incluye medidas de coerción tan disuasivas como la que propongo, el Gobierno peruano sólo conseguirá convertirse una vez más en el hazmerreír de los peruanos.

Lo sé: algún buenista objetará que la pena de muerte es una medida desproporcionada. No lo es, porque los perjuicios de la impuntualidad son inconmensurables. No me refiero, por supuesto, a los económicos (que son triviales, pero enormes, puesto que la puntualidad es el corazón de la economía); tampoco me refiero a los morales (que son peores, pero soportables, puesto que quien llega tarde lo hace para hacerse el interesante y para humillar a quien espera); me refiero a algo muchísimo peor. Uno de los descubrimientos fundamentales del siglo XX ?sólo comparable al de la relatividad? declara que la espera es la condición esencial del hombre. El Einstein que formuló esa verdad inapelable fue Franz Kafka; luego vinieron Beckett, Buzzati y los demás. Kafka dice que nos pasamos la vida delante de una puerta abierta que sólo está destinada a nosotros y que sin embargo nunca conseguimos franquear; Beckett dice que nos pasamos la vida esperando a un señor a quien no conocemos y que ni siquiera sabemos si existe; Buzatti dice que nos pasamos la vida esperando a los bárbaros, y que cuando llegan no podemos pelear contra ellos como valientes, que era la única tarea que podía justificarnos. Todos dicen lo mismo: vivir consiste en esperar, aunque la espera sea inútil o aunque no sepamos lo que esperamos. Este tormento metafísico es inevitable, porque es consustancial a la condición del hombre; coincidirán conmigo en que añadirle el tormento evitable de que un matón compulsivo y vanidoso (o, peor aún, distraído) nos haga esperar en una cita insignificante constituye una intolerable crueldad suplementaria que merece un castigo ejemplar, pues nos ahorraría al menos los escalofriantes padecimientos neuróticos, con su torbellino fúnebre de hipótesis catastróficas, a que nos condena el acto cotidiano de la espera.

En suma: la puntualidad es la solución. Escribo la frase anterior eufórico, y de inmediato me asalta una duda espantosa. Me pregunto si la pena de muerte para quienes padecen la enfermedad de la impuntualidad no provocará una epidemia de la enfermedad contraria: el exceso de puntualidad. La enfermedad, desde luego, existe, y es temible: quienes la padecemos no sólo llegamos con una antelación desproporcionada a todas las citas, sino que no soportamos que la persona con quien nos hemos citado se nos adelante. Los motivos de los enfermos de impuntualidad son evidentes; dudo que los nuestros sean menos innobles: sospecho que abarcan desde el masoquismo hasta el afán irreprimible de mostrarnos moralmente superiores a los demás. Lo cierto es que los efectos de la enfermedad son devastadores, sobre todo cuando las circunstancias obligan a relacionarse a dos enfermos: su obsesión perturbada por llegar antes que el otro degenera a menudo en una rivalidad virtuosa que obliga a algunos a vivaquear en el lugar de la cita, y que termina por volver imposible cualquier relación entre ellos. Bien pensado, si todo el mundo fuese demasiado puntual por temor a ser impuntual, el mundo estallaría, porque el infierno no debe de ser un lugar donde nadie es puntual, sino donde todo el mundo es demasiado puntual, que es lo que ocurriría si a todo el mundo se le obligase a ser puntual bajo amenaza de pena de muerte o de escuchar a Jiménez Losantos 24 horas seguidas. Amigos peruanos, abandonen cuanto antes su campaña en favor de la puntualidad: no vaya a ser que, increíblemente, funcione. Es inútil: esto no tiene solución. Nada tiene solución. Seguiremos esperando.

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