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Reportaje:VIAJES DE VERANO: EL MEDITERRÁNEO (01)

Uno de los nuestros

Venus surgió de sus aguas bendecidas por los dioses. Es un mar amable hasta que deja de ser apacible y se convierte en fiero. Por él entraron la civilización y el placer, ese que buscan los turistas tostados al sol en las playas mientras gozan comiendo paella y gambas. Es catalán, balear, valenciano, murciano o andaluz.

Manuel Vicent

Venus surgió de sus aguas bendecidas por los dioses. Es un mar amable hasta que deja de ser apacible y se convierte en fiero. Por él entraron la civilización y el placer, ese que buscan los turistas tostados al sol en las playas mientras gozan comiendo paella y gambas. Es catalán, balear, valenciano, murciano o andaluz.

01

Los especuladores han devorado el paisaje de la costa acarreando cemento hasta el monte
Los vientos del Mediterráneo llevan dentro una clase de locura
Mallorca es ya una isla alemana. Ibiza está en poder de los italianos
Pasacalles de la banda de música a media tarde y cenas con la barriga al aire. Es la fiesta

En verano, la luz vertical del mediodía cae a plomo sobre un barranco descarnado, que da a un ojo azul del mar. Un pastor solitario apacienta un rebaño de cabras. No hay sombra alguna. El calor funde el aroma de las jaras con el hedor cabrío y obliga al pastor a entrar en erección. El resplandor llena la naturaleza de un terror ciego y el cénit del día hace que toda la sombra se haya introducido en el cuerpo del pastor. El poeta puede imaginar al dios Pan, fálico, enano, peludo y con pezuñas, persiguiendo a ninfas desnudas por este barranco, pero el pastor sólo piensa en su cabra favorita, y en ese momento, en medio de la soledad, su potencia vital se derrama contra los lentiscos. En su honor también se friegan enloquecidas las chicharras. Los alacranes están refugiados debajo de las piedras y las culebras tienen la boca abierta para sorber el aire abrasado de la canícula. El Mediterráneo.

02

A medianoche, bajo la vertical del Triángulo de Verano, que forman las estrellas Altair, Vega y Deneb, habrá un baile popular en honor de la patrona de los marineros. Esa tarde se ha celebrado la procesión de la Virgen del Carmen en el pueblo de pescadores. La imagen ha sido paseada por la dársena del puerto a bordo de una barca engalanada con gallardetes y farolillos. Con trajes oscuros y un cirio en la mano, los cofrades encorbatados han acompañado el desfile desde las cubiertas de otras embarcaciones de pesca, mientras el empresario de festejos preparaba el tinglado para la orquesta en la explanada. Un turista le pregunta:

-¿Cuál es el programa de esta noche?

-A las doce, baile de camisetas mojadas con espuma. Y a partir de las dos de la madrugada, strip-tease integral, a cargo de una rumana -contesta el empresario.

La Virgen del Carmen ha sido desembarcada en el muelle principal entre cánticos y plegarias, junto al barracón de una tómbola donde un tipo con un megáfono ensordecedor rifaba muñecas y botellas de sidra bajo un olor a almendras garrapiñadas y a algodón de azúcar. Había muchas madres tirando del carrito de su bebé, entre envases y papeles en el suelo, seguidas del marido, que llevaba en el rostro las secuelas del tedio de la tarde de fiesta.

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¿Existirá algún pez en el Mediterráneo que logre morir de viejo? En todo caso, los peces que después de una lucha cruel consiguen no ser devorados por sus colegas ni capturados por las redes de los pescadores, al final lógicamente siempre acaban por rendir sus cuerpos para formar un lecho de materia orgánica en el abismo, junto con plásticos, botes de coca-cola y otros desperdicios. Durante millones de años, las olas del mar no han hecho otra cosa que batir una infinita muerte. Ahora, las dragas extraen con sus palas desde el fondo de las aguas este producto oscuro, que luego las máquinas extienden en la orilla para dar la ilusión de que la arena de aquellas playas, que desaparecieron por las corrientes del mar, sigue siendo la misma, pero ese producto ya no es arena formada por diminutos granos minerales, blancos y limpios, sino polvo de cangrejos y cáscaras de mejillones, partículas de escamas y espinas de infinitos peces muertos. Ahora, las toallas multicolores, las sombrillas y los cuerpos desnudos se extienden sobre esta materia orgánica que se pudre al sol.

04

Ni la playa donde emergió un día Venus Afrodita ni la arena que hizo encallar a la barca de Ulises son parecidas a las de hoy en el Mediterráneo. Aquellas olas de espuma muy blanca, que Esquilo definió como una sonrisa innumerable, no existen. Ahora, la diosa sale del mar en Calella, en Lloret, en Salou, en Benicasim, en Cullera, en Benidorm, en Aguamarga o en Mojácar, deja la concha de vieira varada en la orilla, se acerca al chiringuito, pide una ración de ensaladilla o de calamares y se la sirve una camarera ucraniana. Por su parte, Ulises va a bordo de una moto náutica dentro de la zona acotada dispuesto a segar la cabeza de algún bañista, quebrantando con su estruendo la brisa y el rumor del oleaje. Un padre de familia, con agua a la cintura, le grita: -Eh, cabrón, lárgate ya de una vez.

Ulises da vueltas hasta llenar todo el espacio de olor a gasolina. A ello se añade el alquitrán de los petroleros que limpian fondos en la línea del horizonte.

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Las cabras del Mediterráneo siempre comen hacia arriba. Comienzan por repelar el tronco del árbol, después se encaraman hasta la cruz del primer ramaje y desde allí acaban con toda la noción de verde que alcanzan sus fauces llenas de baba morada. Con el método de las cabras han devorado los especuladores el paisaje de la costa acarreando cemento hasta la cima de los montes. Los acantilados de mármol y las laderas pobladas de sabinas y acebuches que avistaron los fenicios desde sus embarcaciones decoradas con un ojo azul con pestañas de mujer en cada amura, están bajo cementerios de adosados y muros de ladrillos.

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Pese a todo, nadie es absolutamente pobre a orillas del Mediterráneo. El cuerpo soleado y aventado por un aire de sal, unas anchoas sobre un tomate abierto, el aceite virgen de oliva resbalando por los dedos, una rebanada de pan de miga apretada y tener todo el tiempo por delante, he aquí una clase de riqueza que no contempló Adam Smith.

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El mar francés, el mar catalán, el mar valenciano, el mar balear es femenino. En esos litorales se dice la mar, como si fuera una madre. No siempre se trata de una madre apacible. A veces puede desarrollar una violencia desmesurada. En nuestra mar se da un fenómeno muy raro en el planeta. En esta latitud, en capas altas de la atmósfera, el frío y el calor están casi pegados; convergen las bajas temperaturas del centro de Europa y el bochorno que sube del desierto de África. Cuando entran en contacto, entonces se parte el cielo en dos, revientan las nubes y el agua se lleva por los barrancos todas las serpientes al mar, derrota los puentes, arrastra los cámpings, destroza las verandas del paseo y tumba los pinos. Es el caos. Suele suceder en las primeras semanas de otoño. Ahora se llama a esto la gota fría; antes se llamaba simplemente la riada de septiembre. Al día siguiente, el sol ríe y se ve a la gente con katiuskas desaguando los bajos de las casas u observando con las manos en los bolsillos algún coche dentro de alguna acequia.

Frente a toda la felicidad que prometen los folletos turísticos con imágenes de veleros a contraluz del crepúsculo, en verano el Mediterráneo es muy traicionero a la hora de navegarlo. De pronto, cuando menos lo esperas, se produce una bajada térmica y toda la armonía se va al infierno. La tempestad puede durar dos horas escasas, tiempo suficiente para llevarte al abismo si no estás preparado. Luego, el mar se tiende otra vez, se pone maternal, el sol vuelve a reír, pero los salmonetes ya están dando cuenta de tu alma.

En el Mediterráneo se producen dos bajamares muy sensibles al año: una en el mes de enero, otra en el mes de junio. En ese tiempo, en los muelles de la dársena y en la carena de los barcos, el espejo del agua marca su nivel más bajo. Dicen los marineros: el mejor puerto del Mediterráneo es el de Mahón, y después, todo el mes de junio.

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Las calmas del Mediterráneo se producen cuando enero coincide con un potente anticiclón y la luna menguante. Entonces, el aire del mediodía parece humo dormido. Es el tiempo de los erizos. En los puertos de pescadores, los erizos se expenden en grandes bancadas y es una buena tradición tomarlos al sol acompañados con un vino blanco. Realmente, de estos moluscos se comen sólo los órganos genitales.

En el Mediterráneo, cada diez kilómetros cambia el nombre de las cosas, de los aperos, de las artes de pesca, de los peces, de los árboles, de las frutas. En Xàbia, a los erizos se les llama bogamarins; en Denia, erisóns; en la Costa Brava, garotes.

09

Este viejo labriego hace mucho que no duerme. Se pasa las noches con los ojos abiertos en la oscuridad de la alcoba, junto a su esposa, que también está desvelada. Los dos sueñan con lo mismo sin cruzarse una palabra. Tienen una pequeña heredad de secano en la ladera de una montaña, a seis kilómetros de la costa, con varios algarrobos y algunas higueras. El resto son piedras abrasadas y nada más, aunque desde allí se ve la raya azul del Mediterráneo. Sus antepasados iban todos los días a este pedregal con el pollino, y él ha mantenido la propiedad porque nunca ha logrado quitársela de encima. La recibió en herencia, y ése fue el motivo por el que dejó de hablarle a su hermano, que, según pensó entonces, salió muy mejorado en la partición y, en cambio, él tuvo que quedarse con este secano que nadie quería.

Este viejo labriego ha oído rumores en el casino del pueblo. Hasta allí ha llegado también la refriega del dinero. Se dice que los representantes de una famosa inmobiliaria están comprando tierras por los alrededores para construir un hotel, dos mil apartamentos, cien chalés y un campo de golf. En la cabeza del viejo labriego, que hasta ahora ha vivido dentro de una pobreza aseada, bailan los millones, pero no sabe si el plan de urbanización le alcanzará de lleno o se detendrá en el linde de su heredad, y eso le tiene ya un año sin dormir.

Ahora, la envidia le llega en sentido contrario. Ante la perspectiva de que le puedan dar dos millones de euros por aquel predio lleno de alacranes, su hermano le ha puesto un pleito para invalidar la herencia. A los setenta años de edad, los dos hermanos se han amenazado ya con una navaja.

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La esencia del Mediterráneo es el caos, dentro del cual se producen, a veces, instantes de suprema armonía. Cuanta más vida, más muerte; cuanto más placer, más sangre. Vista desde las regiones boreales de Europa, nuestra costa es la tierra de sol donde florecen los limoneros, un lugar ideal para morir. Nuestro Mediterráneo pronto se convertirá en un gran cementerio de elefantes. Residencias de ancianos, tanatorios, embalsamamientos de cadáveres rubios con una sonrisa de felicidad en los labios, agencias de transportes funerarios para remitirlos a sus países de origen comienzan a ser uno de los negocios con más porvenir. El Mediterráneo como un mar de cenizas es otra de las perspectivas que no imaginó Homero.

Desde el inicio de la historia, las gentes boreales han experimentado periódicamente la pulsión de bajar al sur. Los dorios llenaron de ojos azules la antigua Grecia de los aqueos. Llegaban del Báltico, de Escandinavia, de los países de la niebla, con la misma determinación con que lo hacen ahora. Notarialmente, Mallorca ya es una isla alemana. Ibiza está ya en poder de italianos de mochila y chancleta. Los españoles servimos a los nórdicos el té, el whisky, y a los hooligans ingleses, el plato combinado de comida basura, el sexo, la cerveza, la licencia de mear de noche contra una farola después de la orgía. Al final, a los españoles les quedará el supremo honor de darles honrosa sepultura en nuestros cementerios.

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Escudella i carn d'olla. Caldero murciano. Alioli. Pastel de berenjena. Arroz a banda. Gazpacho. Anguilas con all i pebre. Suquet de peix. Bacalao al horno. Escalivada. Caldereta de langosta. Dorada a la sal. Arroz negro. Mojama y huevas de atún. Aceitunas amargas. Pa amb tomaca. Salsa romesco. Paella valenciana. Habas tiernas. Estofado con laurel. Pescadito frito. Verduras a la plancha. Y toda clase de ensaladas.

En alta mar, el cocinero de la barca de pesca, al mediodía, pone a calentar aceite virgen de oliva y, cuando hierve, echa tres dientes de ajo en la sartén. En ese perfume, unido a la brisa salada, se concentra toda la espiritualidad del Mediterráneo.

Y después, de postre, higos, uvas, naranjas, granadas, melones y sandías. La cocina mediterránea, en el fondo, es una moral.

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Una estética cairota en el destartalamiento general en las fachadas, azoteas, cables y antenas; la ropa tendida en los balcones, la basura en las cunetas, las playas sucias, los gritos desaforados, los perros vagabundos dormidos en las aceras y, dentro del fulgor áspero de la luz, mujeres vestidas todavía de negro por el luto del difunto. ¿Dónde están aquellos dioses entre vides de moscatel? El Mediterráneo es un espacio mental. Por nuestra costa pasaron los elefantes de Aníbal. La Via Augusta transcurre a veces por dentro del mar, y donde antiguamente había plintos con emperadores, que eran hitos de la calzada, ahora hay lenguados. Con sus redes de pesca, los marineros sacaban ánforas que devolvían al agua.

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La espontaneidad y la inmediatez son las características psicológicas de estas gentes. En el País Valenciano, pobres y ricos, huertanos y habitantes de la ciudad se miran unos a otros a la altura de los ojos. Los pobres no elevan la mirada hacia el rostro al señor con humildad ni el señor la baja desde su altura con autoridad hasta el rostro del sirviente. Todo está establecido de tú a tú, con una democracia básica. Por otra parte, el placer parece estar siempre al alcance de la mano. ¿Será por dinero? Pensado y hecho. O tal vez al revés, primero se hace y después se piensa. Un impudor provocativo, una libertad total a la hora de imaginar, el horror al vacío, el barroco brutal, el pueblo soberano en mangas de camisa, la escatología, la pólvora y el azahar.

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La tramontana en el Ampurdá y en Menorca, el cierzo en el valle del Ebro, el llebeig en el cabo de Sant Antoni y de la Nao, el levante en el Estrecho. Todos los vientos de la costa del Mediterráneo llevan dentro una clase de locura. Dalí se hizo famoso en el mundo soltando las animaladas surrealistas que oía a los payeses en el casino de Figueres después de varios días de tramontana. Con el violentísimo ventarrón que sopla a veces en la depresión del Ebro, los olivos nacen ya torcidos porque saben de antemano lo que les espera, y también la alta mar se llena de mandarinas arrancadas de los nuevos naranjales que se cultivan en tierras de Alcanar, Vinaroz y Benicarló. El llebeig de Denia y de Xàbia se precipita desde los acantilados como un látigo. Y el levante hace que las bolas del golf en toda la Costa del Sol lleguen muchas veces a África o se pierdan en el infierno.

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La naturalidad es el don de nuestros dioses. En la costa del Mediterráneo, esa sabiduría la imparte el silencio de los viejos marineros en las solanas del puerto, el labrador de pocas palabras en los casinos de los pueblos. Ellos son nuestros ascetas, nuestros místicos, sufíes, brahmanes y maestros taoístas. Navegaciones y naufragios, semillas y cosechas constituyen su caudal. Ese Mediterráneo ya no existe. En los bares de la costa se ve multiplicada hasta el infinito esta escena: dos paisanos gordos y un extranjero rubio alrededor de un plano extendido sobre la mesa. Uno de ellos traza una raya y dice: "Toda esta montaña es lo que hemos comprado. Aquí irán los tres mil adosados". Lo más escandaloso es lo barato que hemos vendido el paraíso.

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Una hamaca de rayas azules; una cala rodeada de pinos con varios veleros fondeados; una escalera encalada que da a una terraza con geranios; una calle estrecha peatonal llena de tenderetes con ropa blanca de lino, sombreros de paja y viseras, trajes de baño, tarjetas postales, escafandras, flotadores, gafas de sol y cremas bronceadoras; redes tendidas en el muelle con gatos dormidos; paredes blancas, parras con avispas y marquesinas verdes; barcas varadas en la arena con nombres de mujer; puestos de sandías a la sombra de la plazoleta de la iglesia; bares con mesas pringosas y sillas de plástico en la acera; gritos desde los balcones por la mañana, silencio a la hora de la siesta con los visillos hinchados, una mosca zumbando en el cristal, sonido de fichas de dominó en el mármol del casino; pasacalles de la banda de música a media tarde y cenas con la barriga al aire; verbenas, fuegos artificiales, tubos de escape de motocicletas hasta la madrugada. Y al final, el orgasmo de una mujer cuyos gritos salen por el balcón abierto y llegan hasta el fondo de la calle. Este placer siempre sucede como un reloj todas las noches a la misma hora. Algunos payeses, que toman el fresco en sillas de enea a la puerta de casa, se dicen entre ellos:

-Ya se ha corrido la alemana. Vámonos a dormir. Buenas noches. Hasta mañana.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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