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Reportaje:

Los genios del agua

El Níger es un río obstinado y suicida. Nace en las montañas de Guinea-Konakri, y en vez de lanzarse hacia el mar, como corresponde a un río con sentido común, el Níger toma el camino del desierto y opta por un destino propio, errático, desafiante con las leyes de la gravedad y la geografía. Durante más de mil kilómetros, sus aguas parecen discurrir en dirección a una muerte segura, agónica. Pero entonces, a la altura de Tombuctú y sin previo aviso, el río se reinventa a sí mismo, fuerza un giro y crea una curva que evita el desierto para dirigirse hacia el mar. El Níger claudica ante la lógica de los hombres, como si su efímera resistencia sólo hubiese sido una concesión a los caprichos del cartógrafo.

Tombuctú era una ciudad misteriosa. La Sociedad Africana de París ofreció 10.000 francos al primer europeo que la visitara
La gran sequía de los ochenta azotó Níger como a ningún otro país. El río casi desapareció y hoy fluye algo renqueante

Además de obstinado y suicida, el Níger es un río antiguo, uno de esos pocos ríos que aún desconocen la palabra contaminación. Demasiada pobreza en sus orillas para estar contaminado. El Sahel es el territorio más miserable de la Tierra, y el Níger lo atraviesa como una daga cargada de esperanza. No es casual que en sus orillas se den cita algunas de las formas más tradicionales y radicalmente distintas de entender la subsistencia: el sedentarismo agrícola, la pesca artesanal y el pastoreo nómada. Tres mundos compartiendo una frontera invisible cuyo punto de encuentro es el agua. El Sahel es justo la franja donde acaba el territorio de los nómadas y empiezan las tierras de labranza, el estrecho cinturón que cierra las puertas del desierto y las abre al corazón de la sabana que anuncia las selvas de África. El río es la costura que vertebra esa transición.

Y no sólo es obstinado, suicida y antiguo. El Níger es el hogar de los genios del agua, unos seres invisibles que tienen poder sobre cuanto ocurre en el río. Ellos viajan por las aguas sin respetar jurisdicción, guardianes del tiempo, castigando y protegiendo a quienes se acercan a sus orillas. Los genios son poseedores de un conocimiento que abarca las ciencias de la tierra y las ciencias acuáticas, las propiedades medicinales de las plantas, los movimientos de los astros, las pasiones que mueven al hombre y las luchas internas de los dioses. Son dueños de la llave que da entrada a los secretos de la vida en el río y la inviolable relación que une a éste con el resto de los mundos siempre presentes. Porque en el río no hay pasado ni futuro, sino un ahora perpetuo que se repite eternamente bajo el gobierno de los genios.

Ellos, los genios, son los protectores de las mujeres comerciantes que recorren el río. Es una escena que se ha repetido desde que existe la memoria histórica. Ellas se han ocupado de manejar el pequeño comercio, comprando aquí y vendiendo allá, en un carrusel viajero que las ha hecho independientes, cargando con hijos y mercancías, sobreviviendo con la casa a cuestas en un deambular sin fin. Los nómadas tradicionales desaparecen con la misma celeridad con la que se agotan los pozos del desierto. Las mujeres nómadas aún son el corazón palpitante del Níger.

Viajan en cualquiera de los cientos de piraguas que surcan el río. También en el Kankan Musa, uno de los tres barcos que, llegada la temporada de lluvias, recorren el Níger comunicando las ciudades de Bamako y Gao. Entre medias, los barcos paran en Ségou, en Mopti, en Tombuctú y en decenas de pequeñas aldeas ribereñas donde suben y bajan pasajeros y mercancía. La aparición de estas grandes barcazas traídas desde Europa se remonta a los tiempos de la colonia, y está relacionada con la construcción de la vía férrea que une Dakar con Bamako. La intención del gobierno colonial francés era unir la cuenca del Níger con el océano Atlántico, permitir que el comercio y el correo fluyesen con regularidad entre Europa y las cálidas tierras del interior de África occidental. Con la llegada de la independencia, tanto el tren como los barcos siguieron funcionando, y aún lo hacen; pero ahora se arrastran, sobreviven de un modo cansino, decadente, como presa de una enfermedad del sueño que parece instalada para siempre en el corazón apacible de África.

Kankan Musa es el nombre del barco y del más conocido de los reyes bambara que consiguieron crear un imperio negro a orillas del Níger. Ségou fue su capital. Los bambara, hoy todavía el grupo que ostenta el poder en Malí, siempre han sido agricultores que han vivido alrededor del río. Y de él, de la ciudad de Ségou, partió el Kankan Musa en el siglo XIV para protagonizar la más famosa peregrinación a La Meca. Cuentan que el rey salió de la ciudad con una caravana de millares de cortesanos y tal cantidad de oro que a su paso por El Cairo dejó tambaleándose durante años la cotización del metal.

Ya no hay oro en las bodegas del barco. El oro es negocio de hombres. A las mujeres sólo les queda negociar con ropa interior, plátanos o jabones?, artículos menos luminosos, sin duda. Dos terceras partes de los viajeros del río son mujeres, y algunas viven en los barcos, nunca se apean. No venden la totalidad de su mercancía en Tombuctú, sino que por el camino van ofreciendo parte de lo que compraron en Bamako y, a su vez, comprando otros productos que ofrecen más adelante o de regreso.

Para ellas, el viaje no es un trámite al encuentro de una Ítaca llamada Tombuctú. El viaje es un fin en sí mismo, una excusa. Ellas no quieren llegar a Tombuctú; ellas quieren ir, acercarse con lentitud a una ciudad que, ante sus ojos, nunca estuvo cargada de misterios. Para las mujeres comerciantes del río, Tombuctú no es más que lo que siempre ha sido: la capital de un norte remoto, la última parada de un camino sembrado con promesas de intercambio.

En la mente de quien nunca estuvo en Tombuctú, la ciudad no era un lugar, sino una idea, una palabra mágica que abría el cofre del misterio y el anhelo de aventura. Para los habitantes del río era sólo el punto donde terminaban las caravanas que cruzaban el desierto, el sitio estratégico hasta donde llegaba el oro de las montañas del sur para ser intercambiado por sal. Para el resto era una ciudad pavimentada de mármol, una villa fastuosa con palacios de oro y marfil? Esa ciudad jamás existió; el oro iba y venía, partía hacia el norte en caravanas que un día también dejaron de acudir a su cita.

En el siglo XIX consideraban a la ciudad misteriosa, junto a las fuentes del Nilo, como el último gran secreto africano por desvelar. La Sociedad Africana de París ofreció 10.000 francos al primer europeo que visitase y trajese noticias ciertas de Tombuctú. René Caillé, desde el Atlántico, y Alexander Gordon Laing, saliendo del Mediterráneo, iniciaron la carrera casi al unísono. Laing llegó primero, pero al regresar fue atacado por unos bandidos que le quitaron la vida. Caillé, hombre de ascendencia humilde, alcanzó el objetivo dos años más tarde, el 20 de abril de 1828. Volvió para contarlo, cobró el dinero e inició con su relato una apología de la decepción que se mantiene hasta nuestros días: "Tombuctú es todo lo contrario que una ciudad fastuosa y cubierta de oro".

Y es que el esplendor de Tombuctú, entonces un oasis a orillas del Níger, se había vivido en los siglos XVI y XVII. Oro, sal, tejidos y esclavos se intercambiaban en cantidades impresionantes; aunque, según los cronistas de la época, no eran éstos los productos que alcanzaban mayor valor, sino los libros que eran usados por los imanes y alfaquíes que inundaban la ciudad. En Tombuctú, en el siglo XVI, vivían 250.000 personas, y una cuarta parte eran estudiantes. Los comerciantes que traían sal, oro, nueces de cola o ricos paños de seda también se encargaron de introducir el islam. Ahora el comercio se ha limitado a la subsistencia, pero el fervor religioso se mantiene con la misma fuerza que hace 300 años.

En aquella época se calcula que en el imperio de Malí vivían entre 40 y 50 millones de personas. Tombuctú era el centro del comercio y la cultura en la cuenca del Níger. Todas las mercancías y los ritmos recalaban aquí, sonidos de flautas y tamboriles se mezclaban con las percusiones frenéticas del sur, el crujir de los carruajes con las pisadas sordas de los camellos que esperaban por miles a las puertas de la ciudad.

Según el autor de una de las crónicas locales de la época, el Tarik al Sudán, el territorio del delta del Níger, algo más al sur de Tombuctú, era tan fértil y estaba tan poblado que las aldeas crecían muy cerca unas de otras, y cuando el sultán tenía la intención de que alguna persona de una aldea cercana viniese a su presencia, el mensajero se dirigía a una de las puertas de la muralla y desde allí gritaba el mensaje. Las gentes, de aldea en aldea, iban repitiendo el llamamiento.

Hoy, en Tombuctú sólo hay arena, calor y muros decrépitos con aspiraciones de arquitectura fantasma. Los pozos se secan y el desierto se apodera de los muros como un asesino del misterio. Si alguna vez hubo secretos que guardar, también han sido devorados por la arena. Tombuctú es un lugar que lleva tres siglos muriéndose, pero aguanta sostenido por una extraña fuerza que le insufla la necesidad de existir. Agoniza de aislamiento, pero, sobre todo, por la tragedia del agua. Los canales del río ya no alcanzan la ciudad y es muy difícil conseguir agua potable. Las posibilidades de supervivencia pasan por el éxito de los proyectos agrícolas y de lucha contra el avance de la arena que se han puesto en marcha desde hace algunos años. Y una vez más, son las mujeres, las asociaciones de mujeres de Tombuctú, las que están sacando los proyectos adelante.

No es casualidad que África sea nombre de mujer. El 80% de las labores productivas en el continente recae sobre las espaldas de las mujeres. A ellas se debe que este intrincado laberinto de etnias, lenguas y mestizajes se mantenga en pie, a pesar de las dificultades.

En la actualidad hay cerca de seis millones de peul distribuidos a lo largo y ancho de África occidental, pero sólo los wodabe (unos 40.000) conservan casi intacta la tradición nómada y el universo cultural que los distingue desde hace 4.000 años. En las pinturas rupestres del Tassili, en Argelia, se ve un Sáhara cubierto de pastos y tribus de pastores nómadas cuidando su ganado. Las figuras de esos hombres son alargadas, con el pelo largo y trenzado, y las vacas que cuidan son del tipo cebú. Esos hombres que aparecían en los dibujos eran peul wodabe.

La gran sequía de los años ochenta azotó Níger como a ningún otro país del área, matando a más de la mitad del ganado y sumiéndolo en una crisis económica de la que aún no se ha recuperado. Por primera vez en la historia, el Níger dejó de correr por Niamey. El río que ahora transcurre renqueante desapareció como si no fuese a volver más. Las lluvias pasadas han sido buenas, pero la tendencia de los últimos 15 años es la disminución dramática de las aguadas del norte. Los wodabe se han visto obligados a trashumar cada vez más cerca de las zonas agrícolas. Hace años, la franja de terreno entre el desierto y las tierras de labor era lo suficientemente ancha como para moverse sin problemas. En la actualidad, esa franja es muy estrecha, los conflictos se multiplican y son cada vez más los hombres que emigran a Niamey o incluso a Europa. Mientras tanto, las mujeres permanecen en el campo con el ganado.

Según la división wodabe del trabajo, ellas se encargan de cuanto ocurre dentro del campamento, y ellos, de lo que ocurre fuera. Para las mujeres, es un caso de auténtica mala suerte que casi todo suceda de los límites hacia dentro. Allí se cocina, se cuida a los niños, se ordeña las reses o se corta la leña. Fuera pasta el ganado; pero como durante gran parte del año pasta solo, ellos se dedican a cuidar su aspecto físico. Si algo es conocido de los wodabe es su obsesión por la belleza masculina. Fueron los primeros metrosexuales de la historia.

El gerewol es su gran fiesta anual, una celebración profana, sin dioses a los que agradecer ni culpas que redimir. No se trata de una ofrenda a divinidades invisibles, sino un homenaje que los wodabe se hacen a sí mismos por haber sido capaces de soportar un año más el duro trance de la temporada seca. Durante siete días y siete noches, los jóvenes más bellos del clan compiten en elegancia y simpatía frente a las mujeres de la comunidad. A lo largo de la fiesta se baila, se bebe y se cierran tratos de matrimonio en un acontecimiento que da por concluido el último ciclo del año.

Muy por encima de las consideraciones geográficas, el Níger es una idea, de perseverancia, de hombres que luchan a diario por salir triunfantes del acecho de la muerte. Sobrevivir en sus riberas es un ejercicio de apego a la vida, la demostración palpable de que ser y existir, participar del juego perverso de vivir, es sólo una cuestión de talante.

Ellas, las mujeres del Níger, esperan? Como la tierra, como el desierto. Parecen inmóviles, eternamente expectantes. Ellas son lo que permanece, la consistencia en un mundo que se derrama a bocanadas de abandono. Pero el río es una madre inmensa, una paridora eterna de hombres con ojos de distancia. En el río, el tiempo es una ilusión de la mente. En el Níger, el tiempo no fluye ni se transforma, no corre, no se acomoda para engañar al mañana; no se divide en instantes, ni se pierde, ni se esquiva. En el Níger, el tiempo no pasa, se queda. Como ellas, instaladas sin tregua a la orilla del desastre, fertilizadoras perennes de la esperanza. Sólo ellas le otorgan permanencia a un universo a la deriva. En el Níger siempre habrá una madre para seguir amamantando a la vida. Ellas, las mujeres del Níger, son los verdaderos genios del río.

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