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La patria, la gloria y la mortadela

Javier Cercas

Dios santo: desde que murió Umbral no hago más que acordarme de unos versos que escribió Nicanor Parra, quien, a diferencia de Umbral, nunca ganará el Cervantes, pese a ser ahora mismo, en la humilde opinión de quien suscribe, el mayor poeta de la lengua: "Así pasa la gloria del mundo / sin pena / sin gloria / sin mundo / sin un miserable sándwich de mortadela".

Escribo este artículo viendo por el rabillo del ojo el partido España-Croacia del Eurobasket. Estos chicos de la selección son raros: llevan 28 partidos y dos años invictos, pero actúan con una humildad de franciscanos; se divierten muchísimo jugando juntos y carecen del menor afán de protagonismo individual; en la pista parecen bestias engendradas y paridas por tigres, pero en cuanto salen de ella se comportan con una educación exquisita: son simpáticos, articulados, se ríen sin parar y, pese a que el baloncesto es un deporte que se juega con la cabeza, muchos dedican sus ratos libres a la lectura; por lo demás, atienden a los periodistas sin vanidad ni falsa modestia, realizan labores sociales sin poner repugnantes caras de buenos y, cuando un plasta consigue arrancarles una declaración política, las palabras que pronuncian son de una sensatez abrumadora. Mientras veo cómo España va ganando sin problemas a Croacia, pienso que no es verdad que los deportistas no vivan en el mundo real: a lo mejor el suyo es más real que el nuestro. También me acuerdo de una cosa que le oí contar una vez a Millás. Hace unos años acompañó a Ronaldo en un viaje por Israel y comprobó con asombro que aquel chaval de veintitantos años, de origen humilde y sin estudios, se comportaba como un estadista enorme: rodeado a todas horas de una nube de admiradores, prodigó sonrisas, palabras amables y discursos de un sentido común sin fisuras, hasta el punto de que, cuando se marchó del país después de pasar en él apenas 24 horas, la estela de cordialidad, inteligencia y sensatez que dejó tras de sí a punto estuvo de provocar la reconciliación entre palestinos e israelíes. "48 horas más tarde aterrizaron en Israel Pascual Maragall y Carod-Rovira", continuó Millás. "Y, como dos gamberros, volvieron a poner el país patas arriba: Carod montó una guerra de banderas, y entre los dos se gastaron unas bromitas de ex seminarista con las que los clericales organizaron un escándalo que obligó al presidente de la Generalitat a pedir disculpas a las autoridades eclesiásticas en cuanto aterrizó de vuelta en Barcelona?". "En fin", concluyó Millás, "que como Israel es un aburrimiento de concordia desde hace años, los políticos se ofrecieron a animar un poco el ambiente".

Mientras sigo viendo cómo la selección resuelve con comodidad su partido ante Croacia y me digo que a lo mejor deberían mandar a estos chicos a Irak, a ver si resuelven el entuerto, me pregunto, avergonzadísimo, si sus canastas no me estarán convirtiendo en un patriota. Por supuesto, cuando ha sido necesario yo he fingido bastante bien ser un patriota, especialmente en la mili, pese a que mi escandalosa falta de espíritu castrense y el hecho de que me hiciera un lío tremendo con el Cetme cada vez que presentaba armas me hicieran acreedor al Premio Cascorro al peor soldado español del año; pero eso no me impide aceptar lo evidente, y es que el patriotismo ya no tiene redención posible: cuanto antes suprimamos la palabra del diccionario, mejor para todos. Entiendo que gente de buena voluntad nos recuerde que al fin y al cabo las palabras no son culpables y que Cervantes llamaba patriotismo simplemente al amor al pueblo o la ciudad natal, y que Orwell ?quien, por cierto, consideraba que el deporte no hacía más que atizar el odio entre las naciones? distinguía entre patriotismo, que sólo es la devoción por determinadas gentes, lugares y modos de vida, y nacionalismo, que es algo así como el uso ideológico del patriotismo con el fin de obtener más poder para la nación en que uno ha elegido disolver su individualidad. Es inútil: como las banderas, la palabra patriotismo está tan llena de sangre y de mierda que es imposible no darle la razón al personaje de Bernard Shaw que afirmó: "Nunca habrá un mundo tranquilo a menos que extirpemos el patriotismo de la raza humana".

Tratando a duras penas de extirpar mi incipiente patriotismo baloncestístico, vuelvo a la televisión. Y entonces, Dios santo, sobreviene lo increíble. Los españoles, que en el descanso ganaban de 10 puntos, se confían, y los croatas, que se juegan su pase a la siguiente ronda, se crecen; el partido se traba: convertido en un energúmeno sin dignidad, dispuesto a hacer un uso ideológico del patriotismo y hasta a presentar armas a la bandera si hace falta, a grito pelado animo a los nuestros y atizo el odio de mi perra contra los croatas. A tres segundos del final, un cabrón mete un triple y pone por delante a Croacia; a un segundo del final, Rudy entra a canasta y le hacen falta, y el árbitro, cabrón, no la pita: Croacia, 85-España, 84. Fin de la imbatibilidad. Sin soltar una sola lágrima, plantando cara a la adversidad como un valiente, pienso: así pasa la gloria del mundo; y, pensando en los chicos de la selección, pienso también: ojalá les quede a ellos un sándwich de mortadela.

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