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Los pecios de nuestros amigos

Javier Marías

Aún no hace diez meses que publiqué aquí un artículo titulado "Como un caballero bueno", en el que hablaba de la muerte de mi viejo amigo de Oxford (casi noventa y tres años cuando falleció) Sir Peter Russell. Como entonces preveía, para mí ha seguido excepcionalmente vivo, y lo ha estado aún más desde hace unas semanas, cuando me ha tocado hacerlo hablar largamente en la parte final del tercer volumen –que ya se acerca a su fin– de mi novela Tu rostro mañana. O bueno, más que a él, al que él fue y no fue a la vez. El personaje no ya inspirado en Russell, sino con buena parte de su biografía, que él me dio permiso para utilizar, lleva incluso el nombre que Russell tuvo originalmente, cuando nació en Nueva Zelanda, Peter Wheeler, y que se cambió más tarde, a los dieciséis o diecisiete años.

Hace unas semanas, otro amigo de Oxford mucho más joven, Eric Southworth, me anunció por carta que la biblioteca del difunto iba a ser subastada el 24 de abril por Bonhams, y que había un lote por el que pensaba pujar. Confiaba en que no se pusiera demasiado caro. Al decirle yo que contara con mi ayuda económica si le hacía falta (siendo Peter y él hispanistas, suponía que querría hacerse con algunas obras españolas antiguas), me contestó que no podía aceptarla, ya que precisamente el lote en cuestión incluía varios libros míos enviados a lo largo de los años a Russell, la mayoría con dedicatorias autógrafas, y él quería comprarlo para que yo los recuperara. Le agradecí mucho la intención, pero le pedí que no hiciera tal cosa. No sólo recibir de vuelta esos ejemplares me provocaría melancolía, sino que además no sabría qué hacer con ellos. Eran de Peter, y si Eric insistía en pujar y lo hacía con éxito, prefería que se los quedara él o los regalara a otra persona a la que pudiera gustar conservarlos. Eric era pesimista, con todo: los ejemplares en varias lenguas de los dos primeros volúmenes de Tu rostro mañana que yo le había ido enviando a Russell (Fiebre y lanza y Baile y sueño) eran lo que los libreros anticuarios británicos llaman "dedication copies", los más valiosos al ser "únicos" por fuerza: se trata del ejemplar dedicado a mano por el autor ("inscribed", en inglés) a la persona a la que va dedicado el libro en letra impresa ("dedicated"). Y aunque ni Eric ni yo creamos que una obra mía pueda llegar a tener nunca un valor alto, él se imaginaba que los profesionales no dejarían pasar la oportunidad, "por si acaso". Poco después me mandó fotocopia del catálogo de Bonhams, en el que se reproducía una de mis dedicatorias autógrafas: "Para Peter, a quien el baile y el sueño deben casi tanto como la fiebre y la lanza. Con mi gratitud y el afecto grande de … Octubre del 2004". No hace tres años que yo escribí eso, y ahora estaba a la venta, para el mejor postor literalmente.

El 27 de abril Eric me informó del resultado. Al final no había asistido a las sesiones, de lo cual se alegraba. Una de las bibliotecas de la Universidad, la Tayloriana, que bien conozco, había decidido pujar por varios lotes: de libros de los siglos XVI y XVII, de papeles varios y el "mío", y él le había cedido cien libras para ayudarla en el empeño. También un joven de St Peter's College, Gareth Wood, planeaba pujar si la Biblioteca agotaba su presupuesto en los primeros y más importantes lotes. Pero Eric sí se había pasado antes por la sala, para echar una ojeada a las existencias. "Una visita descorazonadora", me decía, "porque resulta doloroso ver las épaves o pecios de la biblioteca de un amigo metidos en cajas y en un espacio extraño, y porque todo estaba concebido con vistas a la ganancia rápida". Los comerciantes, al parecer, habían pujado con tanto ímpetu por todos y cada uno de los lotes, que la Tayloriana no había logrado quedarse con ninguno, adjudicados todos "a precios astronómicos". Ni los coleccionistas privados ni las instituciones (las Universidades británicas llevan sufriendo brutales recortes de fondos desde Thatcher hasta Blair, "el del puño cerrado" cuando se trata de educación y cultura) tienen hoy posibilidad de competir con quienes compran para revender luego por cuatro o cinco veces más (como mínimo) de lo que pagaron. El joven Wood, pese a su generoso esfuerzo, aún pudo competir menos. Eric se sentía frustrado y algo asqueado. No sé por cuánto se vendió "mi" lote, pero en todo caso no estuvo al alcance de los postores cercanos.

Supongo que dentro de poco (recibo muchos catálogos de libreros de viejo ingleses) veré cómo se ofrece alguno de esos ejemplares por mí regalados a nuestro anciano amigo. Para consolar a Eric le dije lo que por lo demás pienso: no es tan grave. No está mal del todo que los libros que una vez fueron nuestros o de nuestros amigos vuelvan a circular y regresen al mercado. "Al fin y al cabo, tú, y yo, y Peter", le escribí, "nos hemos sentido felices al encontrar, en el último rincón de una vieja librería, un ejemplar 'inscrito' por el autor a alguien que para nosotros es un completo desconocido, pero que tal vez para aquél fue un ser querido. Y ten en cuenta que son probablemente esos ejemplares, que no ocultan del todo su pasado, y que nos consta que al menos una vez el autor tuvo en sus manos, mientras los dedicaba, los que más queremos y atesoramos".

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