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No se puede vivir del amor

Javier Cercas

Modestia aparte, este verano que he pasado en un pueblo catalán donde la única bandera que ondea es la española y donde todos los vecinos se dan los buenos días por la calle ha sido un verano muy intenso. De entrada me dediqué a meditar durante siete horas diarias sobre No se puede vivir del amor, una canción que demuestra que Andrés Calamaro es, junto con Jünger Habermas, uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo.

La canción argumenta sin posibilidad de réplica que, como le dicen "un soldado romano a Dios" y "Romeo a Julieta en el balcón", no se puede vivir del amor: las deudas, sin ir más lejos, no se pueden pagar con amor, ni una guerra se puede ganar con amor. Fijada esta verdad inédita, Calamaro prodiga elegantes apuntes autorreflexivos ("Por qué cantamos canciones de amor / si suenan mal / y nunca tienen razón") y aforismos no indignos de Voltaire: "Qué difícil es vivir sin amor, / pero sin fortuna es mucho peor". Como no se puede vivir sólo de Calamaro, cuando creí agotar la canción empecé a meditar sobre otras cosas. Medité, por ejemplo, sobre P. G. Wodehouse, quien consiguió la hazaña de llegar a viejo sin haber escrito más que chistes y quien a principios de 1941, mientras era conducido por los nazis a un campo de internamiento, le confesó a un compañero de desdicha: "Quizá después de esto debería escribir un libro serio". Por supuesto, Wodehouse fue incapaz de escribir un libro serio; Tolstói, en cambio, apenas consiguió en toda su vida escribir un solo libro que no fuera serio. Sobre Tolstói también medité muchísimo, porque leí un panfleto suyo en el que asegura que Shakespeare es un escritor malo a matar cuya reputación incomprensible sólo se explica por "una especie de hipnosis masiva". Por fin, cuando me cansé de Calamaro y Wodehouse y Tolstói y Shakespeare me dediqué a pensar sin parar en una frase que George Orwell escribió sobre Gandhi, quien casi consiguió ganar una guerra con amor, y además ligerito de ropa: "Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario, excepto los santos".

Bien es verdad que mi vida afectiva no fue menos intensa que mi vida intelectual. El verano empezó de forma dramática, cuando un imprevisto me obligó a separarme de mi perra, que es el único ser vivo que se alegra de que yo llegue a casa y el único que me ríe los chistes; dado que no quería que se sintiera como Wodehouse, tirando la casa por la ventana la interné en una guardería canina de cinco estrellas, y al cabo de tres días, cuando fui a buscarla, la perra no salió de su confinamiento con la idea de escribir un libro serio, sino peinada y perfumada y con unos humos de marquesa dieciochesca, resuelta a castigar con su desdén mi abandono; traté de que se aviniera a razones, explicándole que no se puede vivir del amor, pero no hubo manera y se pasó una semana entera sin dirigirme la palabra. Para entonces ya llevábamos un mes de veraneo durante el cual mi hijo había consagrado sus horas de ocio, que eran todas, a llevar un cómputo exacto de las meteduras de pata diarias de su padre (media final del verano: siete meteduras de pata al día), afición de la que me defendía refugiándome en mi intensa vida intelectual y acordándome de una dama dieciochesca amiga de Voltaire que declaró: "¿Un hijo? Una enfermedad de nueve meses y una convalecencia de toda la vida". Ignorado por mi perra y escarnecido por mi hijo, llamé a mi madre, que acudió de inmediato, presta al rescate, y cuando la vi bajar del tren en la estación me emocioné tanto que abrí los brazos y lancé un escalofriante alarido de júbilo; en ese momento apareció junto a ella un crítico literario que hace tiempo escribió una reseña un tanto reticente de uno de mis libros y a quien desde entonces persigo para degollarlo: el crítico pegó un respingo tremendo, seguro de que había llegado su hora y de que todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario, excepto los críticos; en cuanto a mí, pensé magnánimo qué difícil es vivir sin amor (aunque sin fortuna es mucho peor), y también que al fin y al cabo el crítico no me había tratado tan mal como Tolstói a Shakespeare, así que lo ignoré con más humos que si yo fuera una marquesa dieciochesca. Mientras caminaba cogido del brazo de mi madre, enormemente feliz y seguro de que ya nada malo podía ocurrirme, ella me contó que aquella noche había tenido dos sueños: en uno cosía a navajazos a Rocío Jurado, que había vuelto de la tumba para llevarse a mi padre, y en el otro publicaba un artículo en mi columna de El PAÍS donde contaba la historia simpatiquísima de su primo Telesforo, que mató a una vaca de un cabezazo. "Eso sí que es un artículo", la felicitaban sus amigas. "Y no la mierda de cosas que escribe tu hijo". Me sentí un rey de Shakespeare, un príncipe de Tolstói, sintiendo en mis carnes que la virtud no triunfa nunca, pero sintiendo también que el hombre es más noble que las fuerzas que lo destruyen. El verano acabó y dejé el pueblo y volví a Barcelona. Al principio fue agotador, no porque echara de menos la bandera española, sino porque daba los buenos días a todo el mundo en el autobús y el metro; por suerte, pronto comprendí que no se puede vivir del amor y me tranquilicé. Me tranquilicé bastante. Pero yo creo que después de este verano debería escribir un libro serio. Modestia aparte.

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