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El rostro que nos vamos construyendo

Rosa Montero

El otro día estuve leyendo el último número de la revista literaria Barcarola, dedicada a Borges. Y de pronto caí sobre una foto del escritor porteño que creo que jamás había visto, un retrato maravilloso de cuando era adolescente. Increíble, me dije: resulta que Borges fue joven alguna vez. Y no sólo joven: ¡incluso fue atractivo! En la foto aparenta unos dieciséis años y es un chico muy triste y muy guapo, con una boca sensual, la nariz recta y unos ojos inolvidables y distintos, ojos de hurí melancólica encerrada en un harén o quizá simplemente ojos de futuro ciego. Una mirada profunda marcada por la acechante oscuridad.

Me quedé tan impactada con la foto que la recorté. Aquí la tengo ahora, delante de mí. Siempre me han conmovido esos testimonios fotográficos que, como en este caso, muestran a un ser completamente distinto del que conocemos. Es decir, aquellos retratos que dan fe de lo que la vida puede llegar a hacer con nosotros. Hay casos en los que se diría que la existencia se ha ensañado. Que los años han pasado por encima del sujeto como un tren expreso, arrollando, triturando y machacando. Claro que uno es responsable, al menos en parte, de la cara que termina instalándose en tu cara. Ya se sabe que, de joven, tienes el rostro con el que has nacido, y, de mayor, el rostro que te has hecho; y ese rostro tuyo puede ser mejor o peor que el heredado. El aspecto que tienes en la madurez, en fin, no es más que el resultado de un viaje interno. Me pregunto qué secreto, íntimo camino, recorrió el gran Borges para convertirse en la elegante, impasible y sabia tortuga que todos recordamos. En un hombre aparentemente asexuado y prematuramente envejecido, tras haber sido ese muchachito lindo y de aspecto romántico. En principio parecería que ahí hubo un gran destrozo; que ese cuerpo fue un campo de batalla en donde se perpetró una carnicería. Pero nunca se sabe, tal vez no fuera así. Tal vez ese muchacho lindo de mirada horriblemente triste era una realidad de la que salir corriendo a toda prisa. Tal vez convertirse en tortuga (y en un enorme escritor) le salvara la vida.

Sea como fuere, a medida que vamos haciéndonos mayores nos va emergiendo nuestra verdadera cara desde el interior, de la misma manera que emergen, con el paso de los días, los cadáveres de los ahogados en un estanque, hinchados y con cenefas de limo, irreconocibles muchas veces. No sé por qué una cosa tan tonta y fraudulenta como las caras de Bélmez (¿recuerdan?, aquellos rostros que empezaron a aparecer en 1971 en las paredes de un pueblecito de Jaén) llamaron tanto la atención de la gente, cuando la aparición progresiva y fantasmal de nuestra cara adulta es algo mucho más extendido, más verdadero e infinitamente más inquietante. Asomarse un día al espejo y no acabar de reconocerte; o bien mirarte de pasada en un escaparate y ver aflorar los rasgos de tu madre o de tu padre por debajo de las maduras líneas de tu cuerpo y tu cara, eso sí que son unos fe¬nómenos paranormales de aúpa.

No estoy hablando sólo de envejecer. No me refiero a ese pequeño trauma inevitable de ir descubriendo las muchas e insospechadas maneras en que puede irse deteriorando el físico: calvicies, arrugas, flaccidez, manchas cutáneas, dientes que se pierden o se liman, ojeras abolsadas, párpados caídos, el blanco de los ojos enrojecido y demás estropicios. No, todo eso es normal y a menudo tampoco altera tanto tu aspecto primero. Lo interesante es que, mientras algunas personas simplemente envejecen, otras cambian tanto que parecen transmutarse en alguien distinto. Hay obesos que han sido delgados de jóvenes y que, al enseñar sus fotos antiguas, dejan intuir la melancolía del prisionero interior, pues de algún modo el individuo que un día fueron está atrapado dentro de ellos. La política, en especial, parece una actividad arrasadora, porque muchos políticos se construyen unas caras que dan miedo. Recuerden el físico de Fraga, por ejemplo: qué le habrá pasado por dentro para acabar así. O Felipe González: no es que haya madurado, es que es otra persona. Sí, el rostro que nos vamos tallando día tras día no sólo es un resultado de nuestra vida, de nuestros actos y nuestras experiencias, sino que además es un mensaje que el cuerpo nos envía. Es como si la carne nos dijera: así eres por dentro. Y tú, lector, ¿has cambiado mucho en tu trayecto?

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