_
_
_
_
_
Reportaje:

Los últimos mineros

Jesús Rodríguez

En cuanto presienten los rayos del sol, en la misma bocamina, después de siete horas en tinieblas, los mineros respiran con ansia. Saltan de las vagonetas en marcha e inician la estampida. Es imposible hablar con ellos. No se detienen. La salida de la mina transcurre en segundos. Es casi una huida. Mudos y ciegos. Sin palabras ni sonrisas. Sucios, cansados, empapados, con el rostro tiznado e inexpresivo, entregan sus lámparas sin mirar al lampistero y corren a las duchas. Allí los músculos y gestos se relajan. Tras media hora de ascenso por el frío túnel de salida, donde la corriente creada por la ventilación hiela el sudor de una jornada, los vestuarios, opacos por el vapor del agua caliente, son el paraíso. Ruedan por el suelo el mono, la camisa y los guantes; la áspera ropa interior; el pañuelo a cuadros y los calcetines; el casco, las rodilleras y las botas. El carbón se agarra al cuerpo como alquitrán. Se cuela por todos los orificios. Se pega en la garganta. Cuesta deshacerse de él. Algo que sorprende a los dos periodistas que han bajado por primera vez a la mina. Hay que emplearse a fondo con el cepillo y la esponja. Corre el agua negra. Sobre las taquillas, páginas centrales de Interviú y Playboy. Comienzan las bromas. Hay muchas risas. Es gente joven. Los más viejos apenas superan los 40. Cruzado ese límite, la mayoría accede a la prejubilación. Un año por cada dos trabajados. Un día más en la mina. Un día más con vida.

Los mineros más viejos apenas superan los 40 años, luego se prejubilan
En la mayoría de las minas aún se trabaja con el martillo, el hacho y la madera
Todos son nietos, bisnietos, hermanos y sobrinos de mineros
Los municipios mineros han vivido una sangría de habitantes
Más información
Los últimos mineros: FOTOGALERÍA

Ya en la calle, sin lámpara ni carbón, nada indica que los mineros sean mineros. Son tipos corrientes y educados; de una fortaleza física difícil de visualizar fuera del tajo; visten de urbanitas: vaqueros y deportivas; inmaculados tras una ducha a conciencia. Buenos coches. Su próxima estación es cualquier bar de esta zona del manchón del Bierzo o de la comarca de Villablino. No quedan muchos. Nada que ver con los 32 que se contabilizaban en Tremor de Arriba en los años gloriosos del carbón. Hoy sobrevive un par. Y dos minas de las 28 que había en funcionamiento en 1990.

Religiosamente, en Tombrio, Páramo, Langre, Torre, Fabero o en cualquiera de los otros 20 municipios que históricamente han vivido de la minería en esta provincia, los trabajadores conjuran el polvo ingerido en los tajos a base de calimocho, cervezas con limón y banderillas. Se suceden las rondas. Arrastran fama de borrachos y pendencieros. Ellos dicen que es una leyenda: "Ahora la gente se cuida. No se fuma ni se bebe como antes. Hace unos años iban al tajo con la bota de vino y el paquete de tabaco; ahora llevan agua y está prohibido fumar. Los mineros se jubilaban para marchar al cementerio. Yo me cuido. Cuando me jubile, me dedicaré a vivir la vida", explica Horacio, de 35 años, minero desde los 18: "A esa edad me metí en la boca del lobo". Como su padre. Como su abuelo.

Laudino García, un viejo minero de Igueña, prejubilado con dos tercios de invalidez, esboza un rápido perfil del minero: "Es gente dura, rara, que siempre ha estado en sitios jodidos. Que ha pasado miedo. Ha visto morir. Y ha desarrollado ese carácter extraño, forjado por el riesgo, que te hace vivir al día. Éramos de no ahorrar un duro por si no había un mañana. Los mineros somos así. Educados para picar carbón. Somos difíciles de reciclar. Y lo mismo pasa en Polonia o Ucrania. Los polacos que han venido a trabajar aquí se pegan 10 horas en el tajo y luego se sientan en una tasca, y hasta que no tienen la mesa repleta de cervezas vacías, no se levantan. La empresa manda directamente la mitad del sueldo a sus familias en Polonia, para que no se lo gasten todo aquí en juerga".

A los mineros en activo se suma en este bar un puñado de prejubilados que hacen un alto en su partida de cartas para charlar con los viejos compañeros de fatigas. Son un muestrario de dedos, piernas y brazos machacados en el tajo. De silicosis, "la enfermedad del oficio" (una dolencia pulmonar que aún diagnostican a una veintena de mineros cada año); lesiones oculares; de espalda, codos y rodillas. "En la mina nadie se va de rositas". No se lamentan. Relatan sus accidentes con profesionalidad. Como Alíder, un minero de 35 años que describe cómo se rebanó la falange con su hacha mientras entibaba una rampla. Aún trabaja en Antracitas de Brañuelas. O este otro picador que se pilló la mano con el panzer (una cinta metálica arrastrada por cadenas que transporta el carbón del tajo a la galería); apenas sintió dolor, pero al quitarse el guante descubrió que la tenía seccionada por la mitad. No ha vuelto a la mina. O este otro que pasó horas enterrado tras un derrumbe. Y aún tiene pesadillas. Todos describen las caídas de costeros (rocas), "que si son de 20 kilos, te rompen algo; pero si son de 80, te machacan". "Lo primero que aprendes en la mina es a mirar lo que tienes sobre tu cabeza". Gajes del oficio. Son nietos, bisnietos, hermanos y sobrinos de mineros. De niños pasaban por la bocamina mientras apacentaban el ganado y escuchaban las peripecias de sus héroes. Jugaban con las lámparas y probaban a levantar el martillo picador de ocho kilos, que los veteranos manejan con un solo brazo en ratoneras de 30 centímetros. Antes de los 18 años ingresaron de pinches. La mina ha sido su vida. Su única salida. "La mina engancha; un minero es el dueño de su tajo, no tiene al jefe detrás. Y también nos enganchó por el sueldo: era la única forma fácil que teníamos de ganar".

-¿Fácil?

-Bueno, yo le digo fácil.

-¿Quiere que sus hijos bajen a la mina?

-Sí, pero de ingenieros.

Son los últimos mineros. Una raza condenada a desaparecer. Estamos en su territorio, en el alma de la provincia de León, la gran despensa de antracita de nuestro país. Los expertos hablan de reservas probadas para 50 años. En estas cuencas olvidadas, tan duras y aisladas como su gente, en el interior de estas oscuras montañas descansan los yacimientos más ricos de ese mineral que ya Gaspar Melchor de Jovellanos definió hace dos siglos como "más precioso que el oro y la plata".

No exageraba. Fue durante décadas la única energía. El motor de la economía. Del progreso. De la revolución industrial. Del transporte y las guerras. Incluso de la lucha obrera. A finales de los años sesenta, el carbón comenzaría su imparable declive en Europa. Siempre amortiguado por las ayudas del Estado. En 1990 aún había en la industria del carbón española 45.000 trabajadores y 234 empresas; hoy, 8.000 y una veintena de compañías. La mitad, en este reducto berciano; el resto, entre Palencia y Asturias. En esa última región, la mayoría engrosa la plantilla de la pública Hunosa, creada en 1967 como salvavidas para la minería del Principado.

Según estipula el último Plan del Carbón ?la biblia del sector, firmado el año pasado?, España no podrá tener más de 5.300 mineros en 2012; la producción no podrá superar los 9,2 millones de toneladas al año, que contarán con la imprescindible subvención del Estado. "No es una producción que permita el autoabastecimiento", explica Juan Carlos Álvarez Liébana, responsable de Minería de CC OO. "En España, las centrales térmicas consumen 32 millones de toneladas, de las que sólo 11 son de carbón autóctono; el resto se importa. La cuestión es que no muera nuestro carbón". ¿Por qué? "Por equilibrio territorial y razones estratégicas".

Es la palabra clave: estrategia. Que las minas sigan con vida y mantengan una producción mínima para que, en caso de crisis energética, aún se pueda acceder in extremis a esas reservas carboníferas. Cuando una mina se cierra, económica y técnicamente es muy difícil recuperarla. Se trata, por tanto, de mantener operativas las más rentables. Y esperar. El futuro energético mundial está cubierto de nubarrones. La dependencia energética española es del 85%. Treinta puntos por encima de la media de la UE. Y nuestros principales proveedores de petróleo y gas (Argelia, Arabia Saudí, Rusia, Liberia, Nigeria, Irán) son Estados que no están consolidados democráticamente y muestran una gran inestabilidad. El corte del flujo de gas de Rusia a Ucrania a comienzos de este año hizo saltar las alarmas. ¿Qué pasaría en España si se interrumpiera el suministro del gasoducto marroquí que conduce la mayor parte del gas que consumimos? ¿O si el barril de petróleo superara los 100 dólares? Sólo nos quedaría nuestro oro negro.

Y más allá de 2012, nadie se atreve a pronosticar el futuro del carbón español. Francia, Bélgica y Portugal cerraron sus pozos a comienzos de 2000. En el Reino Unido, Margaret Thatcher humilló a los mineros a mediados de los ochenta y castigó a las cuencas mineras del país con la clausura de la mayoría de las explotaciones. La herida social nunca se ha cerrado. En Alemania, el horizonte del cierre de las minas está fijado en 2018, lo que supondría el ocaso del carbón, el motor del milagro económico alemán. Sin embargo, esa tendencia no es compartida en todo el mundo. En China, Australia o EE UU es aún una industria pujante. Sobre todo en China, donde representa el 70% de su producción energética. En ese entorno de incertidumbres, un experto afirma: "Vivimos el penúltimo capítulo de la larga y lenta agonía del carbón español".

Primero fue la guerra de precios. El carbón barato de India, Rusia o Suráfrica ?"donde se lavaba con la sangre de los mineros que trabajaban en condiciones de esclavitud", explica un minero leonés; "en esos países, las medidas de seguridad no existen; en China fallecen 6.000 mineros al año"?, o de otros países donde su extracción resultaba más fácil y barata que en el nuestro, en el que los yacimientos siempre han sido los más difíciles de explotar de Europa. El carbón español de yacimientos subterráneos es un 25% más caro que el que viene del exterior. Una situación que corrige el Gobierno subvencionando a las centrales térmicas esa diferencia de precio entre el carbón autóctono y el importado.

A partir de los sesenta, el auge del petróleo barato relegó al carbón a la segunda división. Y después, el gas natural. En los setenta llegarían las primeras reconversiones de las minas poco productivas. Y en los ochenta, las directivas de la UE, que exigían el final de las ayudas públicas a la minería. La puntilla la propinó en 1997 el Protocolo de Kioto, que comprometía a los países firmantes a reducir sus emisiones de dióxido de carbono. Y el carbón produce en su combustión más dióxido de carbono que ningún otro combustible fósil. En sólo tres décadas, el carbón ha pasado de ser el rey del progreso a convertirse en una rémora cara, sucia e impopular.

Sindicatos, políticos y empresarios coinciden en que cualquier atisbo de futuro para el carbón pasa por su respeto con el medio ambiente. Hay que reducir su impacto sobre la atmósfera. Se investiga a toda máquina la captura y el almacenamiento del dióxido de carbono que produce en su combustión. El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero (leonés y con fuertes intereses políticos en la provincia), se ha involucrado de pleno en su futuro con la creación de la Ciudad de la Energía, en Ponferrada (la capital del Bierzo), que investigará la combustión limpia del carbón. Y formará científicos. En la comarca son escépticos. La Ciudad de la Energía es, por el momento, un viejo solar industrial a las afueras de Ponferrada.

La lenta agonía del carbón está suponiendo, además, la decadencia de una comarca que jamás encontró una alternativa al monocultivo de las minas; el fin de una cultura y una forma de vida; de una identidad, un lenguaje y una economía. El ocaso de una actividad que ha marcado durante más de cien años unas relaciones sociales forjadas en la miseria y basadas en el compañerismo y la integración del forastero. "Nunca hemos preguntado a nadie de dónde viene. Primero fueron los perseguidos por Franco tras la guerra los que se refugiaron aquí; luego, los andaluces, extremeños y portugueses en busca de una vida mejor. Y más tarde, los paquistaníes y caboverdianos. El minero, sea de donde sea, desarrolla una gran solidaridad con sus camaradas. Tu vida depende de ellos. Cuando algo va mal, haces sonar tu martillo neumático y sabes que alguien vendrá a por ti".

La minería era el único horizonte laboral en un territorio cuyos habitantes pasaron de cuidar cabras y ovejas a picar en los tajos por sueldos dignos. Una sociedad que mutó de agrícola a industrial en un suspiro. Y adquirió cierta conciencia de clase. Hoy, el éxodo es irreversible. Los municipios mineros han sufrido una sangría de habitantes. Sobre todo de mujeres y gente joven. A comienzos de los sesenta había en estas comarcas 100.000 vecinos; hoy, poco más de la mitad. El PIB por habitante está por debajo de la media nacional, y el desempleo la supera. La economista Fredeswinda Díaz cifra el impacto del estrangulamiento de la minería en León en un aumento del paro del 20%.

El fin del carbón supone también el fin de una actividad que ha marcado profundamente la fisonomía de la comarca con pozos, escombreras y lavaderos; explotaciones a cielo abierto; ferrocarriles hulleros, y poblados de viviendas baratas nacidos en torno a la mina. Incluso el paisaje adopta en ciertas zonas el tono del carbón; es polvo de carbón lo que bordea muchos caminos, y carbón, las vetas negras que afloran en los desmontes junto a la carretera. Por todas partes surgen oxidados y desolados grúas y castilletes, raíles y vagonetas, rudimentarios funiculares que transportaban el mineral sobre los valles inaccesibles, pistas sin retorno y bocaminas selladas. Arqueología industrial en los valles, junto a los ríos, colgada de las cumbres. Las montañas esconden kilómetros de galerías abandonadas. Nadie sabe qué hacer con ellas.

Muchas de estas minas se abandonaron de la noche a la mañana. Como el Pozo Julia, cuya torre preside el perfil de Fabero. Creada en 1945, llegó a tener 3.000 mineros en plantilla. Fue de las primeras en mecanizarse. En 1991 echó el cierre. No era rentable. Un recorrido por sus instalaciones acongoja. Está tal y como la dejaron. En las perchas permanece la ropa de faena de los mineros; en la lampistería, sus lámparas cubiertas de polvo; en las paredes, la propaganda sindical; la sala de máquinas está impecable. Se pueden ver incluso las bañeras de los capataces en sus cuartos de baño individuales, que contrastan con las duchas comunitarias de los picadores. El guarda es un minero al que le falta un brazo. Lo perdió en el tajo. Se despide saludando con el que le queda.

Agapito Fidalgo nació en Tremor de Abajo en 1931; su abuelo, propietario de una pequeña mina, ya transportaba el carbón con carros de bueyes hasta la estación de tren de Brañuelas, de donde partía con destino a Madrid. Tardaba días en llegar. Después fue su padre. Y más tarde él. Un empresario respetado. Se retiró en 2000. A su lado recorremos infinidad de instalaciones abandonadas en el valle de Boeza y paralelas al curso del río Tremor. Cerca de Tremor de Arriba está la última mina que administró, se llamaba El Porvenir. Hoy está sellada. Agapito se emociona: "No sabes la pena que me da ver esto cerrado. Aquí hubo vida, gente joven; se creó empleo, empresas de transporte, de suministros, talleres, carpinterías. En los poblados había escuelas y hospitales. Vino gente de todos los lados. Ya no queda nada, sólo viejos. Esto se acaba".

Fidalgo es muy crítico con la clase empresarial que gestionó el boom del carbón en esta región. "Éste era el único sitio de España donde había trabajo. En los cincuenta y luego a comienzos de los setenta, tras la crisis del petróleo, hubo mucho dinero. La gente venía a lo que hiciera falta. Aparecieron empresarios sin formación ni escrúpulos. Especuladores sin cultura empresarial que no pagaban a Hacienda, pero cobraban las subvenciones; que no modernizaron sus empresas y esquilmaron la tierra. Esas explotaciones, que no eran más que chamizos, no han sobrevivido".

Y cuando llegó la hecatombe, Vitorino Alonso, un ingeniero leonés de 55 años, fue el único que apostó por el carbón. Se la jugó. Y se hizo muy rico. A mediados de los ochenta, a partir del embrión de las empresas heredadas de su padre, comenzó a comprar pequeñas explotaciones para hacerse con su cupo de carbón subvencionado por el Estado. Cerró muchas y trasladó esos cupos a explotaciones más modernas y rentables de su grupo minero, la Unión Minera del Norte (Uminsa), que hoy cuenta con un cupo de carbón de 2,5 millones de toneladas. En 1994 obtuvo el control, con la ayuda del Gobierno socialista, de la joya de la corona: Minero Siderúrgica de Ponferrada (MSP), creada en 1918 y declarada en quiebra a mediados de los noventa. Aplicó sus métodos. La sacó adelante. Y siguió comprando. La última presa que se ha cobrado este gran aficionado a la caza es Coto Cortés, que cuenta con algunas de las minas más rentables de España. El poder de Vitorino Alonso en el carbón español es absoluto. Él pone las reglas. Y si no se cumplen, no hay carbón.

Duro, carismático, inflexible y con aspecto de galán latino; un populista aficionado a recorrer durante jornadas sus posesiones subterráneas dando ejemplo a sus trabajadores, Alonso afirmaba en una entrevista: "Cuando baja un periodista a la mina se echa a llorar. Pero la verdad es que ahora, con la tecnología, la vida en el tajo no es difícil ni peligrosa. Lo digo yo, que sé picar, barrenar y cargar con la pala?". Estos dos periodistas bajaron a la mina. A una de sus minas. Y tuvieron ganas de llorar. La vida a 1.000 metros de profundidad no es fácil. Diga lo que diga su propietario, Vitorino Alonso.

Es cierto, la mina Santa Cruz es una explotación moderna. Nada que ver con otras minas del mismo Alonso y otros pequeños grupos empresariales de la comarca, "donde se trabaja como en tiempos de mi abuelo", explica un minero del grupo. "Puedes modernizar donde puedes modernizar, pero en el 70% de las minas del Bierzo se trabaja con el hacho, el martillo picador y la madera; con la diferencia de que mi abuelo estaba en la primera planta de la misma mina en que yo trabajo, y yo en la sexta, mucho más abajo: el aire está más viciado, la temperatura llega a los 32 grados y la humedad al 90%. Me llevo cinco litros de agua en hielo cada día para no deshidratarme. Salgo empapado. La mina no es ningún plato de gusto. Si no fuera por los 2.000 euros que cobro, no seguía en esto ni loco".

Estamos en la mina Santa Cruz, de la que se extraen un millón de toneladas de carbón al año. Nos acompañan dos número uno: el ingeniero, Enrique Fernández (de 52 años y 25 en la mina), y Marcelino (de 42, el minero de seguridad; le queda un mes para prejubilarse tras 23 años entre tinieblas). Enrique es un tipo escueto, didáctico y concienzudo. Empeñado en la modernización de la minería y la dignificación del minero. Baja al tajo a diario. Marcelino es un tipo enorme y juicioso; hijo y nieto de mineros. Lo sabe todo de la mina. Se mueve con autoridad. Le gusta su trabajo, "pero cuento los días que quedan para largarme".

Tras 20 minutos de recorrido en vagoneta por galerías frías y húmedas, a 2,5 kilómetros del exterior, en el centro de la montaña, llegamos a uno de los tajos. Al corazón del carbón. A una grieta de 200 metros de largo por tres de ancho y 80 centímetros de alto. Es como un sándwich: arriba y abajo hay roca; en medio, el carbón, "que es el jamón", dice Enrique. Para penetrar en el carbón hay que ponerse de rodillas. Centenares de pequeñas vigas metálicas impiden el derrumbe de la cavidad y la convierten en una especie de tela de araña en la que es difícil moverse. La única luz es la de la lámpara que cada uno porta en su casco. Y nos surge una duda: un tajo no es un lugar apto para claustrofóbicos. Una especie de ataúd. ¿Entramos o no entramos?

Entramos. El ingeniero se mueve rápido, como un primate, con las piernas por delante e impulsándose con los brazos. Marcelino cierra el cortejo sin inmutarse. Los dos novatos lo tienen mucho más difícil: vamos a gatas. Nuestras cabezas impactan constantemente con las vigas de la parte superior que sujetan la montaña. Sudamos. Las rodillas sufren con los guijarros del suelo. La atmósfera está cubierta de polvo. No es fácil respirar. A un lado del túnel, a medio metro de nosotros, la rozadora automática va arañando la capa de carbón como mantequilla; el mineral sale del tajo sobre una cinta metálica. A medida que se penetra en la capa de carbón, varios mineros apuntalan el techo de la parte nueva con pequeñas vigas metálicas. Cada avance de 60 centímetros supone el derrumbe del terreno que ya se ha explotado. "Es más seguro". Un minero suelta las vigas del techo de un golpe de maza. Enfocas hacia arriba con tu lámpara y, de repente, todo ese confuso material rocoso que tienes sobre la cabeza cede "de forma controlada" a un metro de ti. Todo se llena de polvo y cascotes. "No se preocupen, que no pasa nada", explica El Chino, el vigilante del tajo. Tiene la cara negra, y en ella brillan dos ojos muy azules. Es como una ilusión óptica. Su tatarabuelo ya era minero. En el tajo trabajan 19 hombres más. Algunos usan mascarillas. "Por la silicosis". Recorrer 200 metros reptando nos lleva una hora larga. Sufren las cervicales. La posición más cómoda es sentado, pero hay que continuar. A un lado, la rozadora; al otro, los derrumbes. En medio, nosotros. Cuando salimos del tajo me prometo no volver.

Los mineros que trabajan en este tajo, en la capa inglesa, cobran entre 1.800 y 2.300 euros al mes, trabajan jornadas de siete horas y se prejubilan pronto. No todos tienen esa suerte: los trabajadores que provienen de las subcontratas cobran 1.100 euros por nueve horas en la oscuridad. Y su convenio es el de la construcción. Su única esperanza es ser contratados directamente por las minas, pasar al Régimen Especial de la Minería del Carbón, cobrar sueldos decentes y prejubilarse a los 52 años. Ser mineros, no esclavos. Entre tanto, son los grandes perdedores de esta historia. No todos aguantan.

El ingeniero Enrique Fernández recuerda que cuando empezó en la mina eran las mulas las que transportaban el carbón, los escombros se paleaban a mano y las ratas anunciaban los derrumbes con sus chillidos. Moría mucha gente en el tajo. "Hoy esto ha cambiado y tiene futuro. Pero sólo van a sobrevivir las minas modernas, automatizadas, rentables, con la imprescindible aportación de la minería a cielo abierto, cuya extracción es mucho más barata que la subterránea, y las necesarias ayudas del Estado".

Ésas son las reglas del juego. Pero la triste conclusión que se obtiene al abandonar estas montañas del Bierzo, donde hace un par de décadas había 140 empresas y hoy subsiste media docena, es que el porvenir del carbón es muy negro. Quizá sea una metáfora barata, pero es que cada apuesta por su futuro parece tener siempre su correspondiente contrapartida negativa. El carbón está gafado. Un ejemplo: el tremendo impacto medioambiental de los rentables yacimientos a cielo abierto que ya ha provocado el cierre administrativo de una explotación de Vitorino Alonso. En el carbón, siempre es un paso adelante y dos atrás.

Por eso da la sensación de que este es el punto final de una raza que vivió durante siglos en la mina, de la mina y para la mina. Pronto, los mineros del carbón pueden ser un simple recuerdo del pasado.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_