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Columna
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65 horas

No hace mucho asistí a una reunión en que dirigentes políticos, intelectuales y periodistas hacían un diagnóstico sobre la realidad vasca y apuntaban impresiones acerca del futuro. Abordaron cuestiones de todo orden: inmigración, demografía, sexualidad o crisis económica. Pero en algún momento asomó una reflexión sobre la cultura del trabajo y con ella el polémico proyecto de aumentar en la Unión Europea la jornada laboral hasta un máximo de 65 horas semanales. La posibilidad de que se aprobara ese proyecto suscitó en la reunión un unánime rechazo. Invadidos de sentimiento solidario, paladines de los débiles, humillados y oprimidos de la Tierra, los participantes en el exclusivo convite condenaron sin paliativos esa neoliberal y salvaje y neocon y ultraliberal y mercantilista pretensión de trabajar las horas que uno quiera.

Asombra ver a las clases altas predicar a los demás que no trabajen demasiado

Entonces me puse a pensar cómo sería la semana de aquella buena gente. Imaginar a cualquiera de los directores de periódico trabajando siete horas al día era en sí mismo una broma. En cuanto a los políticos, abogados y economistas, yo conocía los horarios de algunos, y de otros podía imaginarlos. La expresión "trabajar de sol a sol" no les sería aplicable por mor de la luz eléctrica. Se trataba de personajes implicados en tareas de gobierno, intelectuales cuya voz era escuchada, profesionales influyentes, o periodistas que orientaban cada día la opinión pública del país.

En comparación con esa gente, yo era el que menos trabajaba, sin la más mínima duda, y aún así, lo reconozco, hay días en que me despisto. Claro que a lo mejor eso explicaba que me hubieran invitado a una reunión importante para charlar de cosas importantes con tipos importantes. Y me pregunté entonces por qué aquellos importantes individuos que trabajan tantas horas a la semana reclaman que la gente no trabaje más de, digamos, treinta y cinco. Me pregunté por qué gente que se pasa el día y parte de la noche trabajando acepta, e incluso reclama, que a los demás les esté prohibido hacer lo mismo, aún en contra de su voluntad. Sobre el trabajo se ha erigido un discurso tan hipócrita como el que inspiran la patria, la familia o la riqueza. Se habla de conciliación familiar, pero a los que la defienden nadie les ve por casa; los políticos, sin ir más lejos, viven en la autopista (la maldita autopista de peaje que articula o desarticula este paisito), al límite de un infarto fatal, entre ruedas de prensa, reuniones en Lakua, firmas de convenios y aperturas de congresos en Euskalduna o el Kursaal.

¿Por qué esa gente tan trabajadora pone límite al trabajo de los demás? Dejemos de lado la notable hipocresía de que el derecho que reconocen a la Humanidad Entera, pero que se niegan a sí mismos, también suelen negárselo a sus subordinados, y centrémonos en una perspectiva algo infrecuente: asombra ver a las clases altas, ya sea en un sentido político, económico o intelectual, y que casi siempre (hay aristocráticas excepciones) han alcanzado tal estado gracias a su trabajo, predicar que los demás no trabajen demasiado. Eso de constreñir el trabajo ajeno es tan escandaloso como ver a millonarios dictaminando cuál debería ser el límite permitido al ahorro de los pobres.

Los líderes infatigables defienden que los demás no se fatiguen, y difunden el deben moral de trabajar como a poquitos, según las limitaciones que impongan (al pueblo, no a ellos) burócratas y sindicalistas. Y así se prohíbe a la mayoría de los seres humanos desmarcarse de la atonía impuesta, decidir en libertad, marcarse proyectos individuales y, de paso, hacer sombra a los que mandan.

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