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Columna
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Canción vasca de protesta

Hace poco, en un bar del centro de San Sebastián, me encontré ante una escena muy inhabitual, una rareza: en torno a una mesa estaban reunidos varios tunos, con su atuendo y sus instrumentos más tradicionales. Me acerqué a charlar con ellos. Me contaron que solían juntarse en ese local para ensayar y que, efectivamente, esa tuna donostiarra actuaba por aquí y por allá, en fiestas, despedidas e incluso rondas. También me llamó la atención que no estuvieran ensayando canciones del repertorio típico, sino uno de esos clásicos de la canción protesta latino-americana que para muchos adolescentes de mi generación significaron el primer motor y el primer catón ideológico, un despertar o un contagio de preocupaciones y solidaridades sociales no por elementales menos fundamentales. Todavía aún, cuando las escucho, siento que encierran en su voluntarismo lírico-político ("la vida es eterna es cinco minutos"), mucha más verdad y más capacidad de motivación y movilización que las que se pretenden en la mayoría de los discursos públicos, orientados, en principio, a la consecución de los mismos fines.

Ese encuentro con la tuna me alegró, aunque tal vez sea más preciso y más justo decir que me animó, que me hizo recuperar un punto o un tramo nuevos de confianza. Y pensé entonces y pienso ahora mismo que hay pocas canciones vascas de protesta contra la barbarie de ETA, desatada otra vez en estos entristecidos días de verano; que no estaría nada mal que nuestros jóvenes cantaran más contra ella, como cantamos contra las dictaduras de todas partes o contra los salvajes dictados de la discriminación y la miseria. No estaría nada mal que se pusieran a esa labor, que cogieran las guitarras y compusieran textos decididos y emocionantes contra el terrorismo; con mensajes capaces de contagiar aliento, exigencia solidaria, compromiso empático y moral. Capaces de situar con toda claridad las líneas de la infamia, las fronteras de lo infranqueable ("perfecto distingo lo negro del blanco").

Se han subrayado, y con razón, las conclusiones del último informe del Ararteko según el cual el 15% de los adolescentes vascos justifican la violencia etarra y otro 14% se muestra ante ella indiferente. En estos días, después del atentado que ha costado la vida a Diego Salvá Lezaún y Carlos Sáenz de Tejada, no puedo dejar de pensar en todos esos adolescentes a los que estos asesinatos no van a conmover o que no van a poder expresar públicamente sus, ojalá, nacientes interrogaciones. Pero quiero pensar sobre todo en los otros jóvenes vascos, en ese 70% que condena el terrorismo. Quiero pensar en ellos e imaginarlos haciendo oír con fuerza su protesta; su canción vasca de protesta, emocionante y contagiosa. Muy contagiosa, como aquella que decía: "para hacer esa muralla tráiganme todas las manos". Una muralla abierta al "corazón", cerrada al "veneno, al puñal, al diente de la serpiente".

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