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Columna
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Dominó (des)educativo

Leo que los padres de los jóvenes implicados en los incidentes de Pozuelo han apelado la sentencia que condenaba a sus hijos a tres meses sin salir por la noche. Si estuviéramos en otro tiempo o en el interior de uno de esos monólogos humorísticos de la televisión, podríamos pensar que los padres han recurrido esa decisión judicial porque les parece blanda, porque quieren un castigo más serio: una buena temporada de trabajo en favor de la comunidad, o al menos un periodo más largo sin juergas nocturnas para esas criaturas suyas, convertidas esa noche de autos en auténticos vándalos. Pero lejos del humor, y en este presente, sabemos que esa hipótesis no tiene sentido; que si hay recurso es porque los padres estiman que la sentencia es excesiva, injusta por arriba; que quemar coches, destruir el mobiliario urbano o atacar una comisaría, no es para tanto, no merece tantos meses sin salir. Aunque tampoco parece del todo descabellado imaginarle al asunto otra razón, tan poco tranquilizadora como la anterior, y es que esos padres hayan interpuesto el recurso mayormente forzados, impulsados por el temor a la reacción de sus hijos, al "calentamiento global" que éstos pudieran organizarles a domicilio (donde el mobiliario no es común sino privativo, o donde la autoridad agredida no es la pública sino la propia); obedeciendo, en fin, al práctico principio de dejar que en la calle hagan lo quieran con tal de tener en casa "la fiesta en paz".

Sea cual sea la razón última, la sentencia ha sido recurrida, y ese recurso constituye un ejemplo más de que la educación de los más jóvenes necesita, tanto en lo teórico como en lo práctico, reconsideraciones y reparaciones urgentes, porque está tan averiada que anda dando tumbos, por no decir que en muchos casos ha dejado de andar. Toparse aquí con menores asilvestrados, que no sólo no respetan sino que no (re)conocen ningún tipo de norma, límite, criterio de autoridad, o de empatía o consideración por el otro, no constituye un fenómeno aislado ni periférico (atribuible a la exclusión social), sino continuo y central. Y tan amplio que forma parte de la experiencia de cualquier día y casi de cualquier lugar.

Es seguro que las causas y las responsabilidades no son únicas, que este descalabro educativo tan extenso y explícito sigue una lógica en dominó, con derrumbes encadenados y sucesivos. Pero parece evidente que la primera pieza, la que origina las demás caídas, hay que buscarla en la familia. En tantos padres y madres, desentendidos (término que elijo porque abarca tanto lo consciente como lo involuntario) de la tarea de educar a sus hijos. Remediar este guión es imprescindible y pasa, en mi opinión, por un urgente debate-pacto de re-definición de las responsabilidades parentales y de regulación de estas responsabilidades, es decir, de establecimiento de criterios y mecanismos actualizados para su cumplimiento y exigencia.

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