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Columna
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Europa por elección

La Comisión Europea ha abierto al fin la puerta para que, a partir del año 2005, comiencen las conversaciones dirigidas a la integración de Turquía en la UE. Con ello se ha reavivado la polémica entre partidarios y detractores de la medida. Muy posiblemente, la perspectiva cierta de que Turquía pueda, en un breve futuro, formar parte de la Unión ha herido muchas susceptibilidades, esas susceptibilidades que no estaban tan despiertas cuando semejante integración era sólo una retórica posibilidad.

En contra de Turquía como parte de Europa juegan los prejuicios. Para muchos es ahí donde empieza esa tenebrosa parte del mundo que no puede denominarse Occidente. Y los prejuicios, como siempre, se refuerzan con la ignorancia. Con motivo de la reciente visita del Trabzonspor a Bilbao, una persona me comentaba, sorprendida, que tanto los jugadores turcos como los aficionados que había visto por la calle le habían parecido "tan blancos como nosotros". Pero, ¿qué esperaba? ¿camelleros sudaneses? Sin comentarios.

Turquía es un gigante demográfico, pero hay más: Turquía sería además el primer país musulmán que se integraría en la UE. Claro que esta sería una espléndida oportunidad para que los valores laicos de Europa obraran en consecuencia. Porque no debería importar tanto que Turquía sea un país musulmán, como el hecho, verdaderamente decisivo, de que ha consolidado una cultura laica, y lo ha hecho, desde los tiempos de Ataturk, con una convicción que resulta imposible encontrar en cualquier otro país islámico.

Mustafá Kemal Ataturk, el general reformador que enterró el antiguo imperio otomano y dio lugar a la moderna Turquía, no era precisamente un demócrata, pero habría que reconocerle su firme apuesta por hacer del suyo no sólo un país moderno, sino un país europeo. Entre otras medidas, estableció un Estado laico y republicano, y adoptó el alfabeto latino. Durante casi cien años Turquía ha sido fiel a ese modelo. Por otra parte, la Turquía moderna ha sido un firme baluarte de la OTAN y nunca ha cuestionado a qué parte del mundo quería pertenecer. En ese sentido, Turquía ha elegido ser Europa y sería un acto de mezquindad histórica no reconocerla como tal.

Otra cosa es que Turquía, que como Estado laico y como aliado de Europa durante los últimos cien años tiene derecho a formar parte de la misma, deba también convertirse en una verdadera democracia. Ahí sí que le es exigible un gran esfuerzo y ahí sí que cualquier debilidad debería ser sancionada con la exclusión. Porque curiosamente, y muy en contra de los apriorismos valorativos que se atribuyen los laicistas, no es cierto que por definición un Estado laico sea un Estado ilustrado, tolerante y democrático. Turquía es el mejor ejemplo de un laicismo consecuente que en modo alguno se ha visto correspondido por una cristalina trayectoria democrática.

El Estado que creó Ataturk fue un régimen militarista que reprimió a la oposición y buscó su cohesión nacional expulsando sin contemplaciones a los griegos y oprimiendo con desusada crueldad a los armenios y kurdos. Por eso importa poco que sea un país musulmán. Lo que importa es que garantice los derechos humanos, las elecciones limpias y los tribunales independientes. Que el ejército se someta a la autoridad civil y que la igualdad jurídica y social de la mujer esté garantizada.

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Si Turquía consolida su frágil democracia no hay modo de objetar una radical pertenencia a Europa. Porque además no estaríamos hablando sólo de interés: sería una verdadera opción histórica, afectiva, sentimental, avalada por casi cien años de voluntaria aproximación a unos valores que, aún siendo universales, no han encontrado mejor acogida que en Europa.

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