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Columna
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José de Arteche, un escritor olvidado

Se cumplen hoy cien años del nacimiento de José de Arteche, escritor guipuzcoano que nació en Azpeitia el 12 de marzo de 1906 y falleció en 1971. En la reciente polémica guipuzcoana sobre las conmemoraciones, nadie se acordó de él, quizá porque la sombra de Pío Baroja sea demasiado poderosa y capaz de absorber el recuerdo cuando se lo pretende relegar, aunque puede que el olvido de Arteche no sea inocente.

Baroja no necesita de celebraciones para seguir estando presente en nuestra vida cultural, para seguir siendo leído. Continúa vivo, sin duda por méritos propios, aunque tampoco debamos minusvalorar el hecho feliz de que haya sido incorporado a esa institución denominada Literatura, circunstancia que fortalece su figura y la ampara de manipulaciones por parte de otras instituciones más proclives al mercadeo ideológico. A Baroja no lo puede tumbar ya ninguna instancia política y su suerte futura depende de otros factores, incluso, si se quiere, de otras fuentes de poder. A José de Arteche, por el contrario, sí podría recuperarlo una institución política, sobre todo porque son éstas las que poseen una mayor capacidad para hacerlo y también la responsabilidad de salvaguardar y promover nuestro patrimonio cultural. Quisiera decir que esa tarea de tutelaje sería innecesaria si otras instituciones, a las que de forma genérica denominaré Academia, afrontaran esa tarea, pero, por desgracia, poder político y Academia se hallan hoy tan inextricablemente unidos, que la segunda parece ser más bien una instancia al servicio del primero.

Si la obra de Baroja continúa viva, la de Arteche digamos que se halla cuando menos en hibernación
El escritor ansía estrechar la mano del otro. Quizá haya llegado el momento de que se la tiendan

Si la obra de Pío Baroja continúa viva, la de José de Arteche digamos que se halla cuando menos en hibernación. De ahí la importancia que puede revestir la conmemoración de su centenario para recuperarla. Habiendo disfrutado en vida de un merecido prestigio, el silencio que se ha cernido tras su muerte sobre la persona de Arteche y su obra sólo encuentra justificación en motivaciones sectarias. Colaborador desde su juventud en diversas publicaciones periódicas de ámbito provincial y nacional, Arteche publicó más de una veintena de libros, entre los que destacan los estudios biográficos dedicados a importantes personalidades vascas -San Ignacio de Loyola, Elcano, Lope de Aguirre, Saint-Cyran, entre otros- y los de naturaleza autobiográfica, entre ellos Un vasco en la posguerra y, sobre todo, El abrazo de los muertos, libro que él consideraba el mejor de los suyos y que ya por sí solo justifica su memoria.

Euskaldun de leche, escribió también en euskera en la prensa periódica, un quehacer que conviene destacar para hacerle justicia y quizá también para comprender mejor la afrenta que parece conllevar su figura para quienes están dispuestos a olvidarlo.

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Hay, creo, dos constantes temáticas que dan urdimbre a toda su obra, y ambas se hallan en mi opinión íntimamente unidas: el catolicismo y la naturaleza problemática del ser vasco. Lejos de mí toda intención de querer salvar su figura acercándola al redil de la vasquidad, un empeño que se repite con frecuencia entre nosotros ante toda figura cuestionada y que sólo sirve para reforzar el celo de los inquisidores. Como si quienes quisieran silenciarlos no supieran de qué tratan sus libros.

Arteche es un escritor vasco, sobre todo, porque nació en Azpeitia y, también, porque además quiso serlo. No cabe ninguna duda de que quería a su tierra y de que la quería con esa punta de incomodidad que resulta más fértil que cualquier entrega embelesada. El ser vasco es para él un ser problemático, y sus libros mejores poco tienen que ver con la tradición apologética vasca de finalidad propagandística, tan al uso en el pasado y en el presente.

Su contribución a la tipología heterodoxa vasca pienso que fue decisiva, con la diferencia de que los heterodoxos barojianos contaban con la simpatía de su autor, algo que difícilmente se podría afirmar en el caso de Arteche. Es curioso, a este respecto, la importancia que tuvieron estos escritores cuya vasquidad se cuestiona en la creación del renovado friso heroico del vasquismo de nuevo cuño, tan curioso como que se convirtieran en héroes positivos personajes que para Arteche poseían un halo más bien negativo.

De las biografías escritas por José de Arteche, las dos que posiblemente tuvieron mayor recepción tratan sobre dos de estos héroes, Lope de Aguirre, traidor (1951) y Saint-Cyran (1959). El segundo es un libro sobresaliente bajo muchos aspectos y en él están presentes todas las líneas de fuerza que articulan su tarea de escritor. Su indagación sobre el ser vasco halla en Saint-Cyran, el abad bayonés amigo e inspirador de Jansenio, una personalidad que cree aplicable a una forma de ser vasco: el hombre de la "contra", de la idea fija, el fanático, aunque no lo considere desprovisto de algunas cualidades. Hablando de él, llega a decir: "La egolatría es vicio bastante frecuente en el vasco. El vasco es totalitario y más a menudo de lo que parece le anima el espíritu de venganza". Esta caracterización se halla muy alejada de la imagen idealizada y universal del vasco, si bien Saint-Cyran se erigirá en contrafigura de otra forma de ser vasco, que para Arteche viene personificada por alguien que no ha gozado de la querencia de nuestra modernidad y a la que él le dedicará otra biografía y lo convertirá en guía permanente de su vida: su paisano, Ignacio de Loyola. El jansenismo vasco del que nos habla Arteche, y del que tanto se ha hablado después de él como de un rasgo específico ligado a nuestra naturaleza, brota más como una intuición del escritor que como una tesis sólidamente fundada, intuición que permite seguir su método para indagar en la realidad y para dar forma a la honda preocupación que aquélla le plantea. Lo vasco se torna complejo en Arteche, y sería hacerle un flaco favor tratar de reincorporarlo a una simplicidad que su obra cuestiona. Hay muchas formas de ser vasco, entre otras la de ser vascos de dentro y vascos de fuera. Se intuye que él percibe cierto gregarismo en el ser vasco de dentro, mientras que he aquí una perla dedicada al vasco de fuera: "El vasco da la verdadera medida de su capacidad precisamente fuera de su tierra natal".

Arteche militó en el PNV y llegó a ser secretario del Gipuzku buru batzar. Fue la Guerra Civil la que lo separó de su partido, esa guerra que aún sigue pesando tanto sobre todos nosotros, mucho más de lo que él hubiera deseado. Me cuesta encontrar una motivación estrictamente ideológica en su obra, y tampoco la encuentro en ese libro fundamental suyo que es El abrazo de los muertos (1970), su diario de la guerra. Arteche no fue un "pasado", como denominará a quienes en el transcurso de la guerra y al albur de los acontecimientos se pasaban de un bando al otro. Estuvo donde estuvo desde el comienzo, pese a que para ello tuvo que tomar una decisión contraria a la que adoptó su partido ante la sublevación franquista, decisión que puede hallarse en el origen de su mala fortuna actual. Llama la atención la escueta referencia que hace en su diario a ese momento: "La experiencia, todavía no muy lejana, me dicta no seguir a remolque de situaciones opuestas a mi forma de pensar, o tratando, completamente en vano, de frenarlas". Pese a ello, no se encuentra en su libro rastro alguno de acritud hacia quienes fueron sus correligionarios, ni tampoco referencia alguna a motivaciones ideológicas o políticas que pudieran fundamentar su toma de partido. No las hay a lo largo de todo el libro, lo que constituye para mí uno de sus rasgos notables.

Arteche parece fundarlo todo en su catolicismo, aunque no como argumento de razón o como fundamento ideológico, sino como experiencia viva que recorre la terrible realidad de la guerra misma y se ofrece como camino único de su superación. En su catolicismo existencial, José de Arteche ansía estrechar la mano del otro. Quizá haya llegado el momento de que se la tiendan.

Una extensa obra literaria

El abrazo de los muertos, un relato autobiográfico de los tres años que estuvo en la guerra, es el libro más ambicioso y profundo de José de Arteche, pero su obra publicada es extensísima y abarca numerosos registros. De formación autodidacta -abandonó sus estudios a los 14 años-, comenzó a colaborar muy pronto en periódicos y revistas, tanto en euskera como en castellano. La revista Zeruko Argia, el boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País o Vida Vasca, o los periódicos La Voz de España, La Hoja del Lunes de San Sebastián, Hierro, La Gaceta del Norte o Informaciones, entre otros publicaron sus colaboraciones.

Más trascendencia tienen sus biografías de vascos ilustres: San Ignacio de Loyola (publicada en 1934), Elcano (1942), Urdaneta (1943) Legazpi (1947), San Francisco Javier (1951), Lope de Aguirre, traidor (1951), Saint-Cyran (1959), El Cardenal Lavigerie (1963) y El Cura de Areyzaga. De ellas sobresalen sobre todo las dedicadas a Lope de Aguirre y al abad de Bayona Saint-Cyan, en quienes explora en clave de ensayo el alma vasca.

Además de numerosos apuntes constumbristas y paisajísticos, Arteche escribió cuatro obras autobiográficas: Diario 1935 - 1936 (inédito), Mi viaje diario (1950), La paz de mi lámpara ( 1953), Siluetas y recuerdos (1.964), Canto a Marichu (1970), El abrazo de los muertos ( 1970). El gran asombro (1971) y Un vasco en la posguerra. Diario 1939-1971 (1975).

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