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Columna
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Problemas de nivel

Parece ser que el actual sistema escolar de modelos lingüísticos no garantiza que nuestros alumnos finalicen la etapa obligatoria de la enseñanza cumpliendo uno de sus objetivos, cual es el conocimiento suficiente de las dos lenguas oficiales de nuestra comunidad. Una prueba realizada por ISEI-IVEI a 1.191 alumnos de 4º curso de ESO dio unos resultados desalentadores: sólo un tercio de ellos mostraron un conocimiento del euskera equivalente al del First Certificate inglés.

Estos datos sancionaban lo que hacía tiempo era una sospecha, aunque convendría hacer una lectura de ellos menos finalista de la que se ha hecho -en el sentido de que se los ha interpretado en función de unos objetivos no definidos que se dan como no cumplidos- y sería preciso analizarlos de forma más matizada, justamente con el fin de establecer mejor esos objetivos para el futuro.

Euskadi tiene un reparto muy desigual en el conocimiento de sus dos lenguas
Los interrogantes que plantea el nuevo sistema son, como se puede ver, cuantiosos

Con este propósito, no puede ser idéntica la valoración que hagamos de los resultados obtenidos en esa prueba por los alumnos de los distintos modelos. Los alcanzados por los alumnos de los modelos A y B podían ser previsibles; lo novedoso y lo revelador son los resultados de los alumnos del modelo D, ya que más de un tercio de ellos no consiguió superar la prueba. Son estos últimos los que deben ser determinantes para fijar objetivos y definir los niveles de la nueva etapa. Quizá también para reconsiderar con realismo la orientación -excesivamente marcada por la obsesión lingüística- de nuestro sistema educativo en su etapa obligatoria.

Euskadi es una comunidad bilingüe con un reparto muy desigual en el conocimiento de sus dos lenguas. Prácticamente la totalidad de la población conoce y habla una de esas lenguas -el castellano- de forma más o menos depurada, mientras que no llegan a un tercio de la población quienes conocen y hablan la otra -el euskera- también de forma más o menos depurada. El castellano es, por tanto, la lengua fuerte de la comunidad, mientras que el euskera es la débil, debilidad que era aún más extremada en los años previos a la aprobación del Estatuto de Autonomía. Fue la superación de ese estado de postración del euskera uno de los objetivos que se propuso nuestra comunidad en la nueva etapa democrática, un objetivo loable dada la evidente inferioridad en la que se encontraban los vascoparlantes para hacer valer su derecho a expresarse en euskera en todas las circunstancias de su vida ordinaria. Un objetivo, por otra parte, de difícil consecución en una situación desigualmente bilingüe y que partía del dato objetivo incuestionable de que tres cuartas partes de la población ignoraban la lengua del tercio restante cuyos derechos se querían hacer efectivos. Había dos formas básicas de enfrentarse al problema: una de ellas era la de centrarse en la comunidad vascoparlante, tratando de garantizar su derecho a expresarse tras arbitrar las medidas oportunas para ello; la otra era la de intentar la euskaldunización progresiva de toda la población, primando por discriminación positiva la lengua minoritaria y utilizando las ventajas derivadas de su uso como señuelo.

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Sería incorrecto decir que entre nosotros se haya optado por una u otra de estas vías de forma clara y pienso que de hecho se ha recurrido a una mezcla de ambas, síntesis que sospecho que es ahora cuando se trata de corregir.

Una cosa son las intenciones y otras los hechos. Nuestro Estatuto habla de un derecho de los ciudadanos a conocer y utilizar el euskera, en ningún caso de una obligación a hacerlo. Cierto que atribuye al euskera la condición de lengua propia -a diferencia del castellano, que no lo sería-, atribución que puede denotar un cúmulo de intenciones y que ha podido servir de justificación a una posterior política discriminatoria: se trataría de restaurar lo propio expoliado. En los hechos, sin embargo, al menos en uno de los instrumentos fundamentales para esa restauración como era y es la educación, se optó por un modelo respetuoso de las diferencias, aunque con la prevención de que garantizara al menos un conocimiento mínimo de las dos lenguas -en la práctica, sobre todo, de la minoritaria, ya que el de la otra estaba garantizado- por todos nuestros alumnos. El sistema de los tres modelos lingüísticos respondía a ese deseo de garantizar los derechos de los hablantes respetando las diferencias: los vascoparlantes que lo quisieran podían cursar sus estudios en euskera y los catellanoparlantes que, igualmente, así lo quisieran, podían cursarlos en castellano.

No voy a negar que haya habido incentivos de discriminación positiva para alentar a los alumnos a inclinarse por el modelo vascoparlante o D, aunque esos incentivos, si bien los ha podido haber también dentro del propio sistema educativo, han proliferado más en el mundo laboral, especialmente en los puestos de trabajo dependientes de la Administración, abriendo o cerrando expectativas de futuro y actuando como señuelo. Esta interacción mixta entre respeto a las diferencias lingüísticas y discriminación social positiva hacia una de las dos lenguas, ha propiciado que el modelo de enseñanza euskaldun o D fuera fortaleciéndose y que las ratios vascoparlante-castellanoparlante en el sistema educativo no se correspondieran con las de la realidad social.

Nuestro sistema mixto ha evitado, o al menos moderado, la guetificación en dos comunidades lingüísticas, pero ha dado origen a una realidad simulada que no puede satisfacer a los partidarios del monolingüismo vasco ni a los del bilingüismo universal. Los vascoparlantes han visto incrementado su derecho a expresarse en su lengua, muchos jóvenes de lengua materna castellana se han euskaldunizado, pero el uso de la lengua vasca en la vida cotidiana apenas si ha experimentado un incremento. La integración ha actuado a favor de la lengua fuerte, esto es un hecho, y el sistema de los tres modelos se percibe en la actualidad como fracasado.

Lo que se propone como recambio tal vez sólo sea en realidad más de lo mismo, un empujón a las tendencias cada vez más manifiestas hacia el modelo integrador, el modelo único. Se habla de un modelo flexible, con el euskera como lengua vehicular, y que se pueda adaptar a las diferentes situaciones de partida en el conocimiento de las dos lenguas. Podríamos pensar que esta nueva propuesta redundaría a favor, precisamente, de las diferencias lingüísticas de partida, desde las que se podría optar, casi a la carta, a un mejor conocimiento de nuestras dos lenguas sin que éste tuviera por qué ser uniforme, es decir, el mismo para todos los alumnos.

Esto querría decir que, por ejemplo, un alumno de lengua materna castellana, en lugar de acogerse a un modelo rígido como en la actualidad, podría ir modificando su currículo con un incremento progresivo de materias en lengua vasca en función de su capacidad y de sus expectativas; y que lo mismo, pero a la inversa, pudiera ocurrir con un alumno cuya lengua materna fuera el euskera. La flexibilidad de este nuevo sistema, que se pretende flexible, dependerá, sin embargo, de los objetivos finales de competencia que se propongan -los niveles-, objetivos que van a ser universales, muy exigentes y muy poco flexibles. Un alumno de lengua materna castellana tendrá que alcanzar el mismo nivel que ése -el del First Certificate inglés, o nivel B- que más de un tercio de nuestros alumnos escolarizados en modelo D -con todas las asignaturas en euskera- han sido incapaces de superar.

Va de sí que el nuevo sistema, lejos de ser flexible, se puede convertir en inflexible y que puede significar en la práctica la generalización de ese modelo D y la supresión de los otros dos existentes. Si sólo un 57,2% de los alumnos de modelo D superó esa prueba, y sólo lo hizo un 27,5% de los alumnos de modelo B -y hay que tener en cuenta que en muchos centros, al menos en Guipúzcoa, la única diferencia entre este modelo y el D sólo afecta a las Matemáticas, que en el B se imparten en castellano y en el D en euskera-, y dado que ningún alumno del modelo A superó la criba previa al examen, parece claro cuál será el modelo que se ha de imponer para que en el futuro, como se pretende, todos nuestros alumnos superen esa prueba al finalizar la ESO.

Es verdad que todos nuestros alumnos tendrán que alcanzar un nivel similar en castellano, pero esta equivalencia es falaz, y lo es por varios motivos. En primer lugar, porque el conocimiento del castellano entre nuestros alumnos como situación de partida es casi general. Es muy posible que, como se ha dicho, no lo conozcan en el mismo grado los alumnos de Bermeo o los de Tolosaldea que los de San Sebastián, y que los primeros tengan que reforzar su conocimiento de esa lengua en la escuela. Pero que esos alumnos tengan que reforzar su competencia en castellano dista mucho de suponer un equilibrio compensatorio y justificativo del esfuerzo que habrán de hacer los alumnos castellanoparlantes para alcanzar en euskera el nivel exigido.

Entre otras cosas, no está claro que esos alumnos vascoparlantes vayan a hacer lo que debieran hacer, ni que los centros de esas localidades vayan a estar dispuestos a castellanizar sus currículos debido a la necesidad de sus alumnos de mejorar su competencia en esa lengua. Esto último dependerá, dejando a un lado las motivaciones políticas, de otro de los motivos que vuelven falaz cualquier equivalencia: las consecuencias derivadas -no sólo académicas, sino sociales- de superar o no el examen de nivel en castellano o en euskera. ¿Qué consecuencias tendrá para un alumno el fracaso de las pruebas de nivel en euskera al final de la ESO y cuáles serán las consecuencias si no supera la prueba en castellano? Al parecer, las consecuencias académicas serán las equivalentes a un suspenso ordinario en cualquier otra asignatura, lo que no obstaculizará el futuro académico del alumno. Ahora bien, queda por determinar cuáles puedan ser las consecuencias de no poseer ese nivel en su incorporación a la vida civil.

Es evidente que el hecho de no poseerlo en castellano no le va a suponer ninguna traba posterior, ya que nadie le va a exigir certificado alguno en esa lengua. ¿Ocurrirá lo mismo con el correspondiente certificado en euskera? Los interrogantes que plantea el nuevo sistema son, como se puede ver, cuantiosos. Conviene aclararlos antes de aprobarlo, no vaya a ser que en lugar de rectificar el fracaso y las consecuencias del actual sistema de modelos los ahonde, potenciando la discriminación a favor de los vascoparlantes y reforzando la realidad simulada actual, la del euskera como salvoconducto de una realidad social integrada y abrumadoramente castellanoparlante.

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