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Columna
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República de San José

A marchas forzadas vamos quemando etapas y superando a la república de San José, aquel país creado por la imaginación, nada calenturienta, de Woody Allen, en la película Bananas. Allí, en la república de San José, tras la victoria de la guerrilla liberadora el jefe declara que el sueco será el idioma oficial y los hombres llevarán los calzoncillos por encima del pantalón. Ahora, aquí, será el funcionario del registro, en caso de discusión entre el apellido del padre y el de la madre, el que se lo ponga al niño. No quisiera estar en su piel, los maridos celosos de su viejo poder machista pueden emprenderla a golpes. Buen destino para los escoltas que acabarán en el paro, ahora que ETA se acaba. También tiene la cosa guasa en lo de la grafía sabiniana para nuestras viejas provincias. El que manda, manda. Como en la república de San José, es él quien dice cómo llamar a las cosas.

Pero esto va a durar poco. La nueva izquierda, ésta que tantas complicaciones inventa, está en su agonía, se la ha cargado Obama matando expeditivamente sin contemplaciones a Bin Landen. Adiós al sueño exquisito, amable y de diálogo hasta el amanecer. No somos nada. Si aquí hacemos lo de Obama, o la cuarta parte, algún juez le procesa hasta al rey -recordad los viejos del lugar cómo acabó lo del GAL-. Pero, de momento, aquí, la nueva izquierda tiene que aceptarlo. Obama es Obama, no ha sido ni Bush ni Aznar. La nueva izquierda imagina demasiado, e idealiza cómo debieran de ser la cosas, y luego viene la realidad. No sólo se traga lo que haga Obama, sino que mandamos aviones a una disparatada operación militar que sólo desangra al pueblo libio (porque sin tropas en el suelo es la guerra inútil), y acabamos, para postre, haciendo la política económica que dicta Merkel. Y es que la imaginación tiene el inconveniente de hacernos aterrizar en picado chocando contra la realidad, y en el shock padecido acabamos haciendo lo que otros mandan. Hace muchos años a un trotskista, que acababa de descalificarme por pequeño burgués, le leí está exclamación: "¡maldita realidad!".

Tengo que aceptar mi limitada capacidad, evidentemente pequeño burguesa, de imaginación. Yo no llevé ropa ni comida a los detenidos, no pude imaginar cómo vivían dentro, porque me las llevaron a mí. Ni tengo un abuelo fusilado sobre el que imaginar un discurso heroico, me fueron a fusilar a mí. Eso marca, es la distancia entre la imaginación y la realidad; de ahí, quizás, mi ironía o mi sarcasmo, al que apenas tengo tiempo que dedicar. Porque me voy corriendo de prisa a coger las papeletas de Bildu, aceptando los argumentos de los míos: que son demócratas. Y hay que creer que han hecho un esfuerzo, lo avala el Constitucional. Y hay que aceptar con Urkullu que no ha habido auténtica democracia hasta que ellos han llegado. Ha sido tan bueno que los legalicen, que, finalmente, voy a votarles. Me han convencido.

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