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Columna
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Tenía que pasar

Tal como están las cosas resulta casi de mala educación, como si nuestra existencia fuera la de un lugareño en el siglo X, remitirse a comentar hechos y susedidos de nuestro entorno euskalherriako. Tengo un poco de pudor al iniciar estas líneas sin comentar la crisis, esa crisis por la que nos enteramos de la peor manera posible qué es eso de la globalización, que empieza por la hipoteca de un granjero en Alabama, pasa por los paquetes de derivados tóxicos y acaba repercutiendo en nuestra sucursal bancaria. La desconfianza nos embarga. Mi bondadoso papá me decía que no me fiara ni de mi padre, lo que no es nada malo, y así quizás volvamos a ser adultos. Saldremos de ésta, y, esperemos, con la lección aprendida. No digas nunca de este agua no beberé: hasta los liberales se están poniendo a nacionalizar bancos. Si hace un año nos lo dicen, le hubiéramos llamado loco a nuestro informante. Aprendamos de la crisis; no es sólo un consuelo, nos hacía falta este revolcón en la realidad.

A los partidos les molesta el desconfiado sistema de control que les impone la democracia

En lo doméstico, una alegría humilde, casi franciscana: al Portu le han emparejado en la Copa con el Valencia. También el Real Unión ha salido muy bien parado, pero yo le tengo especial cariño al Portugalete por su presidente. Nunca a persona alguna le ha ido mejor su nombre. El presi del Portu se llama Amable, y de verdad que es una buena persona. Ahora lo que hace falta es que el equipo defienda sus colores.

E introducido amablemente el tema doméstico, pasemos a la política. El 25 de octubre, fecha que iba a ser la del referéndum por el que los vascos y vascas íbamos a decidir nuestro futuro, se ha ido reduciendo de una larguísima cadeneta humana -kalejira para los euskaldunes-, a unas modestas concentraciones. 25 de octubre, fecha mágica de cuando aprobamos el Estatuto, porque, con cierto aire pretencioso, aquel PNV foralista y muy moderado, que estaba a partir un piñón con la UCD de Suárez, decidió aprobar el Estatuto el mismo día del calendario que la ley de Reforma de los Fueros de 1839, tras la victoria liberal que dio lugar al Abrazo de Vergara. Si en la historia, hasta el momento, las repeticiones se convierten en farsas, lo sentenció aúlicamente Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, aquí, de tanto repetir, no llegan ni a cadeneta humana. No sólo las acciones y valores se deprecian, también lo hacen nuestras fechas históricas.

Y para acabar, lo que tenía que pasar. Hasta hoy los enfrentamientos entre la judicatura y el Gobierno vasco han sido escaramuzas momentáneas en el fragor de la tensión a la que nos tiene acostumbrado el nacionalismo. A partir de la inauguración, la semana pasada, del año judicial en el Palacio de Justicia de Bilbao, ya no se trata de una escaramuza. Es, definitivamente, el enfrentamiento de dos discursos. Uno, republicano, ortodoxo e ilustrado, el del magistado Ruiz Piñeiro, recordando la función del contrapoder judicial en todo sistema liberal. El otro, el del consejero de Justicia, Joseba Azkarraga, es ajeno a la doctrina democrática. Y es que los partidos -no sólo le pasa a los nacionalistas- tienen una tendencia natural al totalitarismo; les molesta el desconfiado sistema de control que la democracia les impone con el poder judicial. Una vez domesticado el legislativo por un cuartelero sistema de partidos, solo queda el judicial como contrapoder. Cuidado, el tema puede ser también pedagógico, la democracia no es un sistema de mayorías, es un sistema pactado en donde la ley obliga a todos. De ahí las prerrogativas del poder judicial. Lo otro es dictadura, y Azkarraga hacía, quizás sin darse cuenta, ese discurso. El poder judicial, desde Montesquieu, es una imprescindible institución política.

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