Veleia como experimento
¿A quién no le enganchan las novelas de misterio? Y cuánto más cuando ni siquiera son novelas, cuando la realidad imita -y supera- a la ficción. No he podido evitar sentir esa fascinación por los descubrimientos arqueológicos de Iruña-Veleia, ya desde el momento en que se hicieron públicos los primeros revolucionarios datos del hallazgo en 2006, y más ahora que una prestigiosa comisión de expertos ha soltado, como una bomba, su veredicto de falsedad. Si me dijeran que es el argumento de un relato de Iban Zaldua, un adelanto para la inminente feria de Durango, casi hasta me lo creería...
Recapitulemos los hechos: los soportes parecen ser auténticos (del siglo III o próximos); los grafitos, recientes (si no, no se entiende que contengan sentencias latinas de la época moderna, todo tipo de anacronismos en la grafía, etc.). La deducción más lógica, por tanto, es que nos hallamos frente a un fraude. Bien, pues es aquí donde el asunto se pone más interesante. Si fueran auténticos, esos huesos y cerámicas con inscripciones serían reveladores de algunos aspectos de la vida de esa comunidad romana en el siglo III y, sobre todo, nos harían revisar la historia del euskera y del cristianismo en tierra vasca. Pero si fueran falsos, no serían menos reveladores: reveladores de esta comunidad vasca de principios del siglo XXI.
Si le dijeran que es el argumento de un relato de Iban Zaldua, casi hasta me lo creería
La hipótesis del fraude es casi tan misteriosa como su contraria. No sólo por el quién, cómo, con qué fin, sino por el por qué añadir algunas inscripciones tan burdas y arriesgadas, tan poco verosímiles. ¿Por qué sumar jeroglíficos egipcios, que luego se han demostrado que ni siquiera son jeroglíficos? ¿Por qué arriesgarse con esta profusión incontinente de dibujos y textos, cometiendo errores de anacronismo garrafales? Cuesta creer que no sean excesos buscados, es decir, que el autor o los autores no pretendieran, precisamente, que más tarde o más temprano se descubriera el pastel.
Las personas que sugieren que el vil metal, una vez más, lo explica todo, no toman en consideración esta cuestión. La suposición de que la excavación necesitaba avalar con hallazgos sorprendentes la continuidad de la millonaria subvención que venía recibiendo no me parece muy satisfactoria. Entonces, precisamente, los falsificadores habrían sido más prudentes, más verosímiles.
Otros han hablado de que se trata de una "gigantesca broma", o incluso de que puede tratarse de una "venganza" contra el director del yacimiento u otras personas. Nos faltan muchos datos para apostar por una hipótesis clara. En todo caso, algo parece evidente: el autor nos ha facilitado un espejo, no del siglo III, sino del siglo XXI. Una especie de experimento sociológico, o de psicología social.
¿Qué pasa cuando una excavación arqueológica aporta novedosos indicios históricos y lingüísticos sobre la persistencia de una lengua como la vasca y de su territorio de habla? ¿Cuántos pueden resistirse a la magnífica oportunidad que ofrece de dotar de base histórica demostrada a tantos argumentos sobre la especificidad vasca? Un buen relato de las tramas tejidas en torno a este ferviente deseo de creencia (tramas que explican el silencio de prácticamente todos los expertos conocedores de las tablillas y que debían de dudar de su autenticidad), compondría, sin duda, un apasionante retrato de nuestra -poco arqueológica- contemporaneidad.
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