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Reportaje:

El actor que fue contable

Txema Blasco dejó un trabajo en una fábrica para lanzarse a la escena, en donde ha triunfado en televisión, cine y teatro

La conversación se produjo en 1991, nada más terminar el rodaje de Vacas, la primera película de Julio Medem. Para entonces, Txema Blasco (Vitoria, 1941) ya había participado en una decena de cortometrajes y en algunos largos como Tasio, de Montxo Armendariz o La fuga de Segovia, de Imanol Uribe. Blasco, quien había interpretado el personaje de Manuel Irigibel, interpeló a Medem: "Julio, tengo que hacerte dos preguntas; la primera, ¿cómo ha salido mi interpretación?" "De puta madre", le respondió el director donostiarra. "Entonces le pregunté a ver si valía para actor, si me veía futuro, y Julio me respondió: 'No lo dudes'. Con aquella respuesta me marché a casa y decidí dejar la empresa", recuerda ahora Blasco.

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El actor alavés, quien durante aquel rodaje de Vacas cumplió los 50 años, es lo que suele llamarse un hombre hecho a sí mismo. Tras quedarse huérfano de madre, a los 13 años, tuvo que ponerse a trabajar. Entró como botones en la empresa Aranzábal y continuó con sus estudios por las noches. Bachillerato, Comercio, Psicología... y, al mismo tiempo, iba ascendiendo en la empresa. En aquel 1991, ya gozaba de con un puesto reconocido, que compaginaba con su trabajo como actor y payaso.

"Siempre he tenido una vis cómica, desde niño. Recuerdo que los compañeros del Colegio Samaniego me preguntaban: 'Qué, ¿vas a hacer hoy función?', porque por las tardes nos juntábamos en el portal de mi casa en la calle Rioja y yo interpretaba algo, improvisaba hasta que nos echaban los vecinos", rememora Blasco, un bicho raro en su familia, porque no contaba con antecedentes artísticos, a excepción de la afición de su padre por la música: "Tocaba el piano y había cantado en la Escolanía de Tiples de Vitoria".

Aquel hombre, al ver las inclinaciones de su hijo por la interpretación, le llevó a que le hiciesen una prueba de canto en dicha coral. "El director me pidió que cantara el Himno Eucarístico Internacional y, claro, con ese título, no me extraña que me saliera fatal", apunta el actor vitoriano. Aquel día se frustró la carrera musical de Blasco, pero la interpretativa siguó su curso. Empezó a colaborar con grupos de teatro y fundó un dúo de payasos con Fernando Aldama. Txema Blasco guarda un grato recuerdo de aquella época. "Nos llamábamos Hermanos Chetti, en homenaje a los Tonetti. El hacer el payaso es una de las cosas más bonitas que existen al comprobar cómo puedes hacer feliz a la gente un rato".

Al mismo tiempo comenzaba a trabajar en el incipiente cine vasco de los años 70, en los primeros cortometrajes en super ocho de Juan José Cuadrado o José Ramón Aguirrezabal. El primer largo en que participó fue El sacamantecas, de Jesús María del Val y Juan Carlos Ruiz de Gordoa, ya en 1979. Blasco compagina entonces a la perfección su trabajo como contable y su afición por las tablas. "Lo llevaba bien. El teatro y el cine eran la válvula de escape de mi trabajo monótono en la oficina".

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Poco a poco, esa afición comenzó ganarle terreno a la fábrica, hasta que en un momento dado decidió dedicarse por completo a la interpretación. "Ese día, después de hablar con Medem, reuní a la familia y les comenté mis intenciones. Se quedaron estupefactos. Lógico", explica entre risas, con la seguridad que le da el que le hayan salido las cosas bien, 14 años después de que tomase aquella decisión. "Yo me comprometí a que no iba a faltar un sueldo en casa, fuera como fuera, y a mis hijos les prometí que la herencia serían los estudios. Afortunadamente, todo ha salido muy bien", manifiesta.

Blasco inició entonces una carrera de currante de la escena; se fue a Madrid a buscar trabajo y no rechazaba ninguna oferta. Un día, se presentó en la oficina del director Enrique Urbizu, con quien ya había trabajado en Todo por la pasta, y quien entonces estaba preparando Cómo ser infeliz y disfrutarlo. Urbizu le dijo que ya había cerrado el elenco de protagonistas, que no tenía nada para él. "Y yo le comenté que no me importaba un secundario, que lo que quería era trabajar. Entonces Enrique cogió el guión, refundió dos papeles en uno y me lo dio".

Con ese arrojo, se fue forjando una carrera ahora reconocida. "No puedo fallar en ningún momento. Eso era lo que más se diferenciaba de mi anterior etapa. Cada papel es imprescindible, porque ya sólo soy actor", indica. Y aquella tensión continúa todavía. Hoy mismo comienza en San Sebastián el rodaje de Todos estamos invitados, el último filme de Manuel Gutiérrez Aragón, y anteayer ya se mostraba inquieto ("esta noche estaré dándole vueltas al tema", confesaba) ante el que será el 66º largometraje en que participa.

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