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Columna
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Diez años

Eduardo Madina

El 10 de julio de 1997, ETA secuestró a Miguel Ángel Blanco. Dos días después, le asesinó. Entre una y otra fecha, la mayoría de la sociedad vasca y española mantuvo el aliento mirando el reloj y contando las horas. Entre concentraciones y manifestaciones de protesta y solicitud de liberación, un escalofrío nos recorrió por dentro, algo en el estómago, en el corazón, en algún lugar indeterminado de un nosotros consciente de asistir a un asesinato lento, que nos hacía sus testigos y nos interpelaba. Lo vergonzoso, en aquellos días de 1997, debió ser no llorar.

Las muestras de identificación y solidaridad con el concejal secuestrado y con su familia se repartieron a lo largo y ancho del país. También las del compromiso con la convivencia, derivadas de una forma pacífica de protesta frente al crimen ensayada ya mil veces antes, en una rebelión cívica que, aunque nació frente a las sedes de Batasuna, germinó sobre un principio de no agresión a los agresores y a quienes les excusaban.

La sociedad se levantó, por fin, frente al miedo y frente al silencio con todas las consecuencias y con una fuerza nunca vista antes. Era como si la clásica indeferencia práctica ante el asesinato, tan bien cuajada, tan bien construida y tan bien adornada en algunas zonas de la sociedad vasca, cediera sus compuertas ante un tsunami social de dolor y de rabia que lo invadía todo.

Cuando Carlos Totorika pronunció la frase "Miguel Ángel ha sido asesinado", descendió sobre nosotros una lluvia fría de cuchillos afilados. Bajo el balcón del Ayuntamiento de Ermua, en aquel instante de dolor, en aquella comunión colectiva de rabia, en aquel grito brutal, estaba la cuna de algo. Una intrahistoria del desgarro que, en su proyección en el tiempo, quizá fuera lo que se conoce como el espíritu de Ermua.

Hoy, algunos de los ciudadanos que pertenecemos a la generación de aquel concejal del Partido Popular al que no conocimos, los que seríamos más o menos de su edad, sabemos que a partir de su asesinato empezamos a formar parte de algo, que nos sentimos pertenecientes a una época, un espacio de tiempo en el que la violencia totalitaria de quienes le asesinaron nos convirtió para siempre en testigos y nos interpela de forma permanente. Ni queremos ni podemos mirar para otro lado, porque nuestra forma de ser conscientes de los objetivos y la mecánica totalitaria ha conformado mucho más nuestra identidad que las lenguas que hablamos o la ciudad en la que nacimos. Somos mucho más nuestra reacción a la barbarie y sus consecuencias que cualquier otra cosa, pertenecemos -con Zubero en el recuerdo de Joseph Roth- a una patria de tiempo que, para muchos de nosotros, empezó en Ermua con él y termina en ninguna parte.

Se han cumplido ya diez años desde aquellos días y entre tanto hemos vivido ya dos procesos de paz. El primero, dirigido por el Gobierno del Partido Popular y que comenzó meses después del asesinato de Miguel Ángel Blanco.

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En los meses que duró aquel intento de final dialogado de la violencia terrorista, el Gobierno Aznar hizo lo que tenía que hacer, intentarlo. Una de las medidas que adoptó, consistió precisamente en el acercamiento de presos a las cárceles del País Vasco. Tan sólo unos meses después de los días que ahora recordamos, el PP movió a más de 120 presos de ETA a cárceles de la comunidad autónoma. Nadie se lo echó en cara. Todo el mundo entendió que era una medida de flexibilización de la política penitenciaria, apoyada por todos los grupos en el Congreso de los Diputados y orientada a tratar de hacer inviable la vuelta a la violencia por parte de ETA. Nadie dijo que aquello era una traición a Miguel Ángel Blanco.

Finalmente, aquel proceso no salió bien y ETA volvió a matar.

El segundo proceso de paz, derivado de la declaración de alto el fuego de marzo de 2006, se ha caracterizado por el ataque permanente del PP al Gobierno por haber intentado acabar de forma dialogada con el terrorismo. Las acusaciones de traición a los muertos, de claudicación ante los terroristas, de cesión permanente, de pacto con ETA, han llenado páginas de periódicos a lo largo de estos tres últimos años. Nos acusan y nos insultan los que hablaban con el MLNV, los de los acercamientos de presos a unos meses del asesinato de Miguel Ángel Blanco, los de los "valientes pasos hacia la paz" y los del "sabremos ser generosos". Así de triste es la historia reciente del PP. Su tentativa de privatización del dolor por las víctimas y de la respuesta al terrorismo, su insulto permanente, su visión electoral del laberinto de la política antiterrorista es un ataque tan directo al centro de gravedad del espíritu de Ermua y un desprecio tan brutal a la ética del comportamiento democrático que ya tan sólo nos dan pena.

A diferencia de ellos, somos nosotros los que seguimos donde siempre, bajo nuestro particular balcón, viviendo con Ermua por dentro. Cuando esos otros se marchen, nosotros seguiremos igual, manteniendo un profundo respeto por todo lo que nos ha pasado.

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