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Tribuna:DEBATE SOBRE EL TERRITORIO
Tribuna
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Qué es y qué no es autodeterminación

Afirma el autor que un referéndum de autodeterminación no significaría un acto cívico de libertad, sino la cesión a un chantaje.

Hace algo más de un año, en estas mismas páginas, intenté promover un debate sereno sobre el concepto de autodeterminación. Tuve la mala fortuna de que uno de mis artículos fue publicado el 12 de septiembre de 2001, justamente el día en que el mundo entero estaba mirando al otro lado del Atlántico, macabramente sorprendido por la masacre de las Torres Gemelas. Así que mi propuesta de desdramatizar ese manido concepto pasó completamente desapercibida.

Hoy vuelvo a la carga. Y lo hago sobre la misma premisa que entonces: para hablar de autodeterminación tenemos que saber primero de qué estamos hablando. No es fácil definir ese principio, ya de por sí complejo y que políticos y tertulianos de uno y otro signo se empeñan en convertir en algo tan ininteligible como los dogmas teológicos. Así que antes de disertarles sobre qué es autodeterminación voy a dedicar un largo párrafo a explicar qué no es.

La independencia no solucionará ningún problema real de los ciudadanos vascos
El origen del principio de autodeterminación no convierte en demócratas a todos sus promotores

En primer lugar autodeterminación no se identifica con el principio de las nacionalidades, según el cual toda nación debe poseer su propio estado. Cuando se realiza la unificación de Italia y Alemania en la segunda mitad del siglo XIX a Cavour y a Bismarck les importaba más bien poco la opinión que los italianos y alemanes de carne y hueso tuvieran al respecto.

En una época en que la opinión pública no estaba articulada como en la actualidad, estos estadistas no tuvieron que contar con la voluntad de sus compatriotas, sino que ambos se basaron para realizar sus designios en una interpretación muy concreta de la historia, en la lealtad a su dinastía respectiva y en la defensa de una serie de intereses políticos, económicos y estratégicos. En segundo lugar, el autodeterminismo no es tanto una creación de los movimientos nacionalistas como de la Segunda Internacional y del presidente estadounidense Woodrow Wilson. En tercer lugar, no está de más señalar que el origen democrático del principio de autodeterminación no convierte en demócratas a todos sus promotores. Recuérdese que por medio de un plebiscito, celebrado en 1935, los habitantes del Sarre decidieron libremente unirse a la Alemania nazi. Y finalmente, y esto es fundamental, ni autodeterminación significa necesariamente independencia, como pudo comprobarse en su día en Québec, ni la independencia tiene por qué partir de un acto previo de autodeterminación. Sin salir de Europa, Chequia, Eslovaquia y Bielorrusia son hoy sujetos de derecho internacional pero para su constitución como estados no se realizó referéndum alguno (de hecho, según las encuestas, la mayor parte de sus poblaciones era contraria a la independencia) sino que bastó con un pacto entre bastidores de sus elites políticas.

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El fundamento del derecho de autodeterminación es el respeto a la voluntad de los habitantes de un territorio. Desde un punto de vista estrictamente democrático no hay nada que objetar a tal principio. Lo que ocurre es que la motivación real de muchos nacionalismos, mucho más que la autodeterminación a la que suelen apelar, es lo que Alfred Cobban ha denominado "determinismo nacional". Aplicado a nuestro país este principio se puede enunciar más o menos así: Vasconia es una nación, con una cultura y una lengua propias, y que incluso, según algunos, ha sido independiente hasta las guerras carlistas (mucho me temo que el que este último axioma sea falso no desalienta a sus mentores), y por lo tanto tiene no ya el derecho sino la obligación moral de conseguir -o recuperar- su independencia.

Es decir, muchos nacionalistas se escudan en la coartada democrática que les confiere la autodeterminación para, como Bismarck, Cavour y las camarillas de los países eslavos a los que antes aludía, colocar a la Nación y a la Historia por encima del deseo de las personas. Yo personalmente no reconozco más derecho colectivo que aquél que emana de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos. Ni la historia, ni la geografía, ni la posesión de una lengua privativa son fuente de derechos. Y esto vale tanto para los separatismos vasco, catalán y gallego como para el vergonzante irredentismo español sobre Gibraltar.

Porque evidentemente los nacionalismos periféricos no son los únicos que obvian la voluntad de los individuos en cuyo nombre dicen actuar. El fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera, proclamaba que "Aunque todos los españoles estuvieran conformes en convertir a Cataluña en país extranjero, sería el hacerlo un crimen merecedor de la cólera celeste". Coincidirán conmigo en atisbar una línea de continuidad entre estas palabras y el artículo segundo de la vigente Constitución Española, que establece, de un modo más laico pero no menos metafísico, la "indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles".

No hará falta señalar que entre el esencialismo determinista de algunos nacionalistas vascos y el esencialismo joseantoniano de algunos nacionalistas españoles (y los intereses de grupo que ambos encubren) no queda mucho margen para la negociación. Es imposible llegar a acuerdos cuando son los Principios con mayúscula lo que está en juego. Yo, en cambio, dejándome los Principios a un lado, les voy a ser sincero: no creo que la independencia solucionara un solo problema real de los ciudadanos vascos. Es más: estoy convencido de que muchos de sus problemas se verían agravados. Pero aun así sigo pensando que un territorio no puede formar parte eternamente de un estado contra la voluntad de la mayoría de sus habitantes.

Como ya expuse en su momento, una cosa es el reconocimiento del derecho de autodeterminación -que ni siquiera tiene que ser explícito- y otra muy distinta es la aplicación de ese derecho.

Para la primera hipótesis bastaría con suprimir una parte del artículo de la Constitución al que he hecho referencia y modificar la desafortunada redacción del octavo, que convierte al ejército en garante de la integridad territorial de España. Para la segunda hay que tener muy claro cuál es el sujeto que se autodetermina. Y ahí es donde percibo un salto de gigante en el Plan de Ibarretxe respecto al Acuerdo de Estella: ese sujeto no es ya el Pueblo Vasco (lo que no era más que un eufemismo para justificar la anexión de Navarra y la Vasconia francesa), sino la Comunidad Autónoma del País Vasco. El siguiente paso podría ser por ejemplo éste: permitir a Álava descolgarse del proceso soberanista.

El reconocimiento del derecho de autodeterminación me parece algo en sí mismo impecable. Una cuestión diferente es qué condiciones deben darse para su aplicación. Reduciendo mi argumentación al absurdo, les diré que sería perfectamente congruente con la idea que he intentado desarrollar en este artículo celebrar mañana mismo consultas populares en 46 de las 50 provincias españolas. Pero es obvio que en las cuatro restantes no se reúnen las garantías necesarias para ejercer tal derecho con un mínimo de ecuanimidad. Para una parte imprescindible de nuestro pueblo un referéndum de autodeterminación en las actuales circunstancias no significaría un acto cívico de libertad, sino la pura cesión a un chantaje. Y mientras el derecho a la vida, el Derecho por antonomasia, causa y fundamento de todos los demás, dependa del color de una bandera, la primera prioridad del conjunto de la sociedad vasca no será precisamente autodeterminarse.

Xabier Zabaltza es historiador.

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