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Columna
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A la búsqueda del centro

El problema surge cuando el proceso adaptativo alcanza a sus más íntimas esencias

Tras el resultado de las últimas elecciones generales, el PNV se halla en la encrucijada característica de toda fuerza hegemónica que ha sufrido una severa derrota en las urnas. ¿Qué debe hacer un partido mayoritario al que la mayoría da la espalda? ¿Cómo reconquista la hegemonía? En pos de ese objetivo, ¿debe reafirmar sus principios o debe difuminarlos?

En las democracias modernas, los partidos gestionan, administran. Por eso mismo, la búsqueda del centro político es un imperativo para toda fuerza que aspire a gobernar. El problema es que la definición del centro no está en manos de las cúpulas partidistas. Definir el centro (una labor difusa, que muda con el tiempo, al ritmo de los valores sociales) corresponde a la ciudadanía. Los partidos, como mucho, interpretan el curso de esa centralidad ideológica y deciden si luchar o no por ella. Hoy sólo dos formaciones están en condiciones de ocupar el centro político en Euskadi: PNV y PSE. Y lo cierto es que, por primera vez en mucho tiempo, el PNV lleva las de perder.

Perder supone, en este contexto, enfrentarse al dilema del principio: ¿un partido a la baja debe reforzar sus principios fundacionales o debe atenuarlos, con el fin de recuperar cuota electoral? En contra de lo que piensan sus detractores, el PNV no es una formación rígida, incapaz de evolucionar; muy al contrario, ha dado muestras de una enorme flexibilidad a lo largo de su existencia. Como todos los partidos mayoritarios (aún más, como todos los partidos a los que corresponde, en algún momento de la historia, vertebrar una sociedad y nutrirla de símbolos e instituciones), el PNV se ha transformado de forma radical, hasta el punto de que hoy sería irreconocible ideológicamente no ya para sus militantes de hace cien años, sino para los nacionalistas de hace apenas una generación. De ser una formación conservadora se ha instalado en un modelo de gestión socialdemócrata; las declaraciones del lehendakari, quizás por su parentesco moral con los socios del tripartito, sorprenden a veces por su radicalidad; el PNV es víctima propiciatoria para los intereses particulares de todo grupo de presión con ínfulas progresistas; y los comentarios de su prensa afecta dejan pálido al virulento anticatolicismo de la prensa de la izquierda española.

Es decir, el PNV ha negado el sustrato político que le vio nacer a cambio de mantener intacto su núcleo principal: la idea de nación vasca. Por decirlo de otro modo, ha sacrificado todo lo accesorio para garantizarse la hegemonía política y social. En su lucha por mantener la nación vasca en la centralidad simbólica de Euskadi ha liberado a su proyecto político de todos los fardos que lastraran esa prioridad. Nadie dice que eso sea bueno o malo (de hecho, para mantener la mayoría, era inevitable); simplemente ha sido así. En la dinámica de las sociedades modernas, los partidos que se enrocan en principios innegociables corren el riesgo de ser engullidos por el tiempo o de ser proyectados a un extremo del espectro. Deben adaptarse a los tiempos, en consecuencia, si quieren alcanzar el gobierno o si quieren mantenerse en él. El problema surge cuando el proceso adaptativo alcanza a sus más íntimas esencias. Porque si para conservar la centralidad el PNV abandonó la derecha democrática para convertirse a la socialdemocracia, ¿qué va a ocurrir ahora si la centralidad también exige abandonar la integridad nacionalista y optar por un vago vasquismo?

La política está llena de crueles paradojas. Y de respuestas difíciles. O imposibles.

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