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Columna
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El derecho a no hacer nada

Uno de los escasos relatos épicos del verano (bueno, de cualquier estación) es el que emprenden los ciclistas. Con el verano llegan las grandes vueltas y la crónica diaria de estos esforzados, que sudan lo suyo trepando cuesta arriba y que olfatean la muerte en el barranco cuando toca descender. Hace unas semanas, la televisión daba cuenta diaria del Tour de Francia, del Tour y de algo más, porque los comentaristas le tomaron afición a llenar los tiempos muertos con noticias sobre la nueva vida de las viejas figuras de este deporte.

Y así, en la retrasmisión, los comentaristas traen un día a nuestra memoria el recuerdo de Djamolidine Abdoujaparov, ciclista uzbeko, un velocista extraordinario que ganó innumerables etapas del Tour, al sprint, en los años noventa. Pues bien, parece que Abdoujaparov vive ahora en Trento, al norte de Italia. Pero aquello no era suficiente para nuestros cronistas:

- Y además no hace nada.

- ¿No hace nada?

- No, no hace nada. No hace absolutamente nada.

- Pues vaya.

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- Parece que algunos días va a pescar, pero aparte de eso no hace nada.

Una ecuménica decepción recorre el set de Televisión Española en la línea de llegada. Los comentaristas transmiten a la audiencia su tristeza, su reprensión moral. Abdoujaparov, ciclista legendario, excelente velocista, con un montón de maillots verdes en sus vitrinas e infinidad de victorias en el Tour, el Giro y la Vuelta, no hace hoy nada de nada. Como mucho, va a pescar alguna trucha en las torrenteras de los Alpes.

Da vergüenza (o peor aún, inspira coraje) esa presión social que exige que la gente "haga algo", incluso cuando cuenta con los medios suficientes para desistir de toda empresa. Da vergüenza, sí, que haya que justificar la existencia a cuenta de alguna actividad profesional digna o indigna, útil o inútil. Es absurdo que los comentaristas se duelan porque Abdoujaparov, tras tantos años a lomos de su bici, haya decidido bajarse y desistir de todo esfuerzo. Como si poner una tienda de ropa deportiva o trabajar de periodista redimiera de un pecado vergonzoso: el pecado de no hacer nada. ¿Qué tiene de malo no hacer nada? ¿Qué inquisición moral obliga a dilapidar el tiempo (el poco tiempo que nos ha sido dado) en una forzosa actividad? Ojalá Abdoujaparov, que salió un día lejano de las áridas estepas de Uzbekistán, pueda vivir de las rentas hasta el fin de sus días. Ojalá siga pescando en los lagos del Trentino italiano y llevando a casa alguna pieza. Y si no la lleva, tanto da. Por de pronto, tiene todo el derecho a no hacer nada, el derecho que quizás ahora mismo disfrutamos nosotros, por ser verano, y que nos asiste moralmente desde el día de nuestro nacimiento, haya o no posibilidad de ejercitarlo y guste o no a los demás.

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