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Columna
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El día siguiente

La deriva que impone la modernidad debería llevarnos a encabezar esta pieza con el título "El día después". Pero, y aún siendo consciente de que los cambios del lenguaje son irresistibles, uno se dispone ahora a resistir y comportarse como el último de los últimos de Filipinas. En castellano ni puede ni debe decirse "el día después". Ese emplasto es una traducción literal del inglés "the day after". Por desgracia, la expresión ya ha alcanzado un gran prestigio: tiene vuelo épico, adquiere connotaciones míticas. En el día después sólo pueden ocurrir cosas importantes. En cambio, cuando nos dirigimos hacia el día siguiente, parece que, en vez de algo portentoso, apenas nos espera un cursillo o una merienda.

Bien, "el día siguiente" al que se alude en esta ocasión es el siguiente a la desaparición de ETA. Y la larga introducción adquiere ahora otro sentido. Porque, a lo mejor, el día siguiente no va a ser algo tan grave y ampuloso, tan marcadamente histórico, como para merecer la hipérbole expresiva que denota "el día después". Muy probablemente, tras la desaparición de ETA sólo nos espera el día siguiente. Por fin un día siguiente, un día normal, un día como los que siempre hubo en el resto del mundo. Y la normalidad de ese día impondrá su ley a los veteranos de la lucha terrorista, a pesar de que con ellos habrá que tener la paciencia y la piedad de escuchar que su vida no fue en vano y que consiguieron muchas cosas, aunque sepamos a ciencia cierta que no les debemos nada que no sea un dantesco cúmulo de cadáveres.

Pero la normalidad del día siguiente nos afectará también a los demás. Nos obligará a modificar hábitos mentales, a deshacernos de prejuicios, a reconciliarnos no sólo con aquello que fuimos, sino también con aquello que podríamos haber sido si no hubiera existido ETA. El Estado nacional, ese invento atroz, responsable de tanta sangre derramada a lo largo de dos siglos, por fin se desdibuja. A los que les duela que Euskadi no organice sus fronteras debería consolarlos que las fronteras de España y de Francia, y con ellas sus almas nacionales, son una realidad cada vez más ridícula, más folclórica, más patéticamente futbolera. El terrorismo de inspiración nacional pierde todo el sentido, si alguna vez lo tuvo, cuando Euskadi comparece en Shanghai con su economía y su cultura de dos millones de habitantes frente a un gigante de más de mil millones.

Tras el fin de la violencia, lo que se avecina no es el gran día después. Conviene asumir que apenas nos espera el día siguiente, y con él la levedad de una nueva jornada de trabajo, seres humanos invadidos de pequeñas esperanzas, seres humanos que procuran ser un poco más felices. Eso es lo que nos espera después de tanta sangre: la normalidad de un nuevo día, aunque ese día falten centenares de personas, asesinadas por culpa de un mal sueño.

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