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Columna
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Aquí no dimite ni Dios

Mi amigo (a la par que pariente lejano) Ángel María Ortiz Alfau me dijo, nada más ser elegido concejal del Ayuntamiento de Bilbao, que su nuevo cargo le permitía "tener una dimisión gloriosa. Es lo único bueno de estos cargos". José Julián Lerchundi solía decir que lo mejor de ser presidente del Athletic es que "te permite ser algún día ex presidente", que es mucho mejor y se supone que más gratificante.

La dimisión siempre ha tenido buena literatura y muy mala prensa. Más aún en un país que ha hecho de la envidia su becerro de oro y ha convertido el apego al cargo en una presunta voluntad de servicio. La dimisión se ha convertido en una consecuencia extrema de lo jurídico o de lo político y no en un acto consecuente con uno mismo. Es decir, se dimite si no queda más remedio, en vez de dimitir para poner remedio a errores o desavenencias personales.

Me viene todo esto a la cabeza pensando en Federico Trillo y su impasible ademán en el caso del Yak-42 tras la sentencia condenatoria de los mandos que organizaron la (des)identificación de las víctimas: la chapuza fue monstruosa y varios militares van a pagar cárcel por ello. Hasta ahí llega el trabajo de los jueces, porque a ellos no les compete derivar responsabilidades políticas de aquel desastre. Conocida la sentencia, Trillo no debería haber permanecido ni un instante más en el hemiciclo del Congreso ni en la política activa. Se lo debía a los familiares de las víctimas, en primer lugar; al país, en segundo, y a los que fueron sus subordinados, en tercer lugar. Al único al que no se lo debía con tanta urgencia fue al que consultó, al presidente de su partido, Mariano Rajoy, que, atribulado por los armarios roperos de Camps y el espionaje madrileño, es decir, por la trama de corrupción, no podía aceptar una muesca más en la credibilidad actual de su partido.

Es curiosa esta actitud de muchos pre dimisionarios de "poner el cargo a disposición del presidente o del partido", como si no lo estuviera ya desde el preciso instante en que uno es elegido para ello. Salvo los cargos vitalicios (haberlos, haylos), todos los demás están a disposición de algo o de alguien. Y Trillo no es una excepción: sencillamente, sabía que Rajoy jamás aceptaría su dimisión como diputado y le parecía que así quedaba bien ante no se sabe qué parroquia que no fuera la suya.

Cabe la posibilidad de que Trillo necesite el sueldo de diputado para vivir (aunque parece poco probable), o que sueñe con lanzar otro discurso como el de cuando España recuperó Perejil. Cabe que Trillo tenga aún horizontes de grandeza y que desconozca la delgadez patética de su figura política. Querido Ángel, aquí no dimite ni Dios, literalmente. Basta ver en lo que ha concluido su presunta obra.

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