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Reportaje:

Los herederos de Elcano

Santiago González Zunzundegui emprendió con su familia la aventura de recorrer el mundo en velero durante 17 años

"Salimos a probar una nueva forma de vida, nada más. El planteamiento era sencillo: vamos a ver cómo vive el resto del mundo". Y zarparon de Hondarribia un día de verano de 1983. Santiago González Zunzundegui (Hondarribia, 1948), su esposa, Mayi Errazkin, y sus hijos Urko y Zigor, de nueve y ocho años, respectivamente, se embarcaron en su velero Jo ta ke para cumplir el deseo de aventura que le había obsesionado desde su infancia y que había inoculado a toda su familia.

Santiago tenía la voluntad de emprender la vuelta al mundo en un velero desde muy pequeño, quizá por la lectura de varios tomos de la revista Mundo ilustrado que había heredado de su padre. "Recuerdo las tardes que pasaba hojeando aquellas páginas que hablaban de otros países, de gentes diferentes, de culturas distintas". Y luego había un hartazgo del modo de vida occidental, de la sociedad de consumo. "Es cierto, nos movía en buena parte el inconformismo".

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Un inconformismo sincero y tenaz, como él demostró día a día, durante cuatro años, en la construcción de su velero Jo ta ke, sin vacaciones ni fines de semana, robándole horas al sueño; un velero financiado con su trabajo en la fábrica de biscottes Recondo. "Es cierto que soy mañoso, pero un velero como el que construí cuesta un pastón; entonces no habríamos salido nunca", comenta entre risas.

Con la despensa llena y mil dólares, su apuesta pasaba por ir empleándose en lo que saliese para continuar financiando el viaje. "En las Canarias, después de varios sustos por la costa de Portugal, ya me puse a trabajar en la pesca submarina. Con lo que ganamos, compramos cuatro cajas de whisky y emprendimos rumbo a América", recuerda. La travesía atlántica fue un poco accidentada, porque tuvieron que hacer escala en Dakar debido a que un pesquero coreano casi acaba con la aventura apenas comenzada.

Ya en el norte de Brasil canjearon el whisky por dinero y fueron sobreviviendo una temporada recorriendo las hermosas costas del país americano. Hasta que un día se encontraron con 70 dólares en el bolsillo y dos niños de 10 y 11 años, en ese momento. "Lo cierto es que teníamos resuelto el porvenir. La fraternidad del mar es extraordinaria. Las comunicaciones por radio entre los barcos te permiten mantener contactos que te pueden ayudar".

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Con aquellos 70 dólares, el matrimonio tenía una alternativa: cargar víveres para adentrarse en el Amazonas o comprar artesanía india, llegar al Caribe y venderla. Eligieron la primera. Con latas de sardinas y de carne se pasaron tres meses viendo el mayor río del mundo. "Y también uno de los lugares más difíciles para ejercer la navegación", apunta González Zunzundegui. "Basta comentar que el Gobierno brasileño actualiza cada tres meses las cartas de navegación debido al continuo cambio del curso del río. Y luego están los piratas. Quizás las pirañas eran lo menos peligroso".

Tras pasearse por el Amazonas durante meses, la tripulación del Jo ta ke consiguió salir al océano y llegar a la Guayana francesa, donde Santiago se puso a trabajar de inmediato, al mismo tiempo que escolarizaba a sus hijos. "Trabajé de todo. Monté muebles de oficina, hice soldaduras en una central térmica, arreglé instalaciones de aire acondicionado..." Pero la aventura tenía que continuar, y emprendieron rumbo hacia Panamá. Constataron entonces que tenían que cambiar de barco, y no porque aquel Jo ta ke sufriese averías irreparables, ya que no en vano todavía navega y se utiliza como barco de pesca de tiburones en el Pacífico. El cambio de embarcación llegó impuesto por el crecimiento de los niños. Urko y Zigor ya eran unos adolescentes y requerían su espacio. "Cuatro personas pueden vivir en un barco de 12 metros de eslora un tiempo, pero a partir de determinada edad las cosas se empiezan a complicar", comenta Santiago.

La solución: un catamarán de 14 metros de eslora, que suponía un espacio para vivir de unos 120 metros cuadrados. En su construcción emplearon cinco años, ya con la colaboración de toda la familia, tiempo en el que residieron en su propia casa, en Guatemala. González Zunzundegui se dedicó a la pesca y abrió un astillero, mientras su esposa trabajaba en la artesanía y los chavales seguían estudiando. "Fueron años duros, muy duros, en los que tuvimos que trabajar sin descanso y a la vez luchar para defender nuestra vida como los pioneros del Oeste americano, con la pistola al cinto", escribe él en su libro Aventura a toda vela. Por fin, un día de febrero de 1996 pusieron rumbo a las islas Galápagos y de allí hacia las Marquesas, a cruzar el Pacífico y reiniciar después de recorrer el Sur de Asia, el regreso a casa el 19 de agosto de 2000.

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