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Columna
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No héroes

Los héroes tienen buena prensa. Frente al villano, o malvado, que opera al servicio del mal, el héroe sería aquél que, oponiéndosele, restablece el equilibrio alterado y devuelve a la comunidad por la que se sacrifica el bien que le había sido hurtado. Hasta ahí la vulgata, y resulta problemático oponerse a cualquier invocación al heroísmo sin toparse con reproches diversos que incluyen términos como apaciguamiento, consentimiento, entrega, claudicación, y nos describen el desolador panorama de sus consecuencias para nuestra civilización y nuestra cultura. Ocurre, sin embargo, que la distinción entre héroe y villano no es apenas sino cuestión de perspectiva, como nos ha podido enseñar el ethos heroico del que se revistieron los totalitarismos del pasado siglo, y del que se revisten los fundamentalismos del actual, de modo que cabría pensar, o al menos preguntarse, si los heroísmos, todos ellos, lejos de ser agentes restauradores del bien, no serían portadores, fuera cual fuera la secuenciación temporal de sus efectos, de la semilla del mal.

En el origen de nuestra cultura habitan los héroes. Junto con la Biblia, los cantos homéricos ocupan ese lugar fundacional de lo que denominamos tradición cultural de Occidente. Y en ellos se nos cantan las hazañas de los héroes griegos. El profesor de la UPV Juan Carlos Rodríguez Delgado acaba de publicar en la editorial Katz un hermoso y apasionado libro, El desarme de la cultura, en el que cuestiona la interpretación tradicional del valor que se atribuye al ethos heroico en la Iliada. Considerada como un canto a la guerra de Troya que celebra la gloria de los héroes y de los dioses, lo que Juan Carlos nos muestra en su libro, con erudición y solvencia, ciñéndose a una lectura escrupulosa del texto, y criticando los prejuicios primitivistas de cierta etnología y filología académicas, es que la Iliada, lejos de ennoblecer el modelo heroico, se dirige a socavarlo, expresando "una nueva concepción de la condición humana que invalida los fundamentos de la conducta heroica y, por extensión, de toda construcción cultural que legitime la acción de matar o morir por una Causa".

Fruto de una cultura oral, la Iliada no sería el resultado de una mera yuxtaposición de cantos, sino que poseería una línea argumental unitaria. La acción que unifica la obra sería el devenir reflexivo de Aquiles, desde la ira inicial hasta su aceptación final de la finitud como condición general de los humanos, amigos y enemigos, y la preeminencia que les otorga a los afectos. El proceso de transformación de Aquiles va de querer ser como un dios a reconocerse limitadamente humano y la universalidad de la Iliada residiría en la consideración del hombre, no como criatura de dios o ente de razón, sino como ser vivo que siente. Que esta perspectiva haya sido arrinconada por nuestra tradición de pensamiento en beneficio de ideas y de dioses no deja de parecerle a Juan Carlos Rodríguez lamentable.

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