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Columna
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La mordaza en la universidad

Todas las instituciones tienen algo de lo que avergonzarse, pero pocas en una medida tan pequeña como la universidad. La historia de la universidad, en términos comparativos, es presentable. A pesar de periodos de silencio, de miedo o de vergüenza, la universidad es el foro natural para la discusión y el tránsito de ideas. En la universidad, el debate ha sido siempre libre y fragoroso. Y lo ha sido desde su origen, en la Edad Media, cuando las disputas teológicas no eran menos relevantes (y virulentas) que los actuales debates políticos.

Pero esa larga trayectoria de ebullición dialéctica y verbal atraviesa un periodo de crisis. ¿Qué pasa en las universidades que ya no se puede hablar en libertad? De un tiempo a esta parte, un creciente número de energúmenos patrulla por la academia, atribuyéndose funciones de policía política.

Los que gritan fascista u oscurantista a su adversario para que no abra la boca viven en la más completa oscuridad

Un personaje público es invitado a hablar en la universidad y de los árboles del campus descienden iracundos monicacos dispuestos a silenciarlo. Benedicto XVI en La Sapienza; Ibarretxe en Stanford; María San Gil en Santiago; Dolors Nadal en la Pompeu Fabra; Rosa Díez en la Complutense. Actos suspendidos, insultos, agresiones y amenazas. O, cuando menos, maquinaciones del adversario para que las conferencias anunciadas no puedan llevarse a cabo (Y no estaría mal preguntar a algunos de estos represaliados qué opinan de que a sus contrincantes les apliquen en otros foros la misma medicina).

No sorprenden estas cosas, pero sí que ocurran, de forma sistemática, en instituciones académicas. Y no sólo sorprende que en la universidad ya no se pueda hablar con libertad, sino que sean universitarios los que apliquen la mordaza. Es vergonzoso que hoy suscite más altercados el anuncio de una conferencia en la universidad que la expresión de ideas en cualquier otro contexto. Antes el estudio, el pensamiento, tenían como efecto principal una moderación en las conductas. Ahora, muy al contrario, la universidad alberga los cráneos más endurecidos, los más impermeables a las ideas ajenas.

Parte de lo que ocurre quizás pueda explicarse porque la universidad, que siempre ha estado llena de jóvenes, es víctima ahora mismo de una de las más atroces corrientes de la modernidad: la que impone que a los jóvenes, según dicta una horrenda pedagogía, no se les lleva la contraria. Ese sí que es un fenómeno inédito en la historia: ahora los jóvenes se socializan sin correctivos morales. Pasan del descontrol horario a la grosería política. Rechazan cualquier forma de contención y de autocrítica, depositarios de una inocencia fundacional, autónoma y suficiente.

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Así se explica la conducta nacionalsocialista de colectivos cada vez más numerosos, por mucho que apliquen el soniquete de "fascistas" a sus atemorizadas víctimas. El nacionalsocialismo, por definición, predica una nietzscheana desinhibición moral. El nazi no es nada remilgado a la hora de insultar, intimidar o agredir. Hemos cultivado una juventud sin remilgos, de modo que, si aparece por el campus cualquier sujeto ajeno a su paisaje mental, el rechazo no adopta la forma de un argumento, sino la velocidad de una pedrada.

Los que profieren gritos de fascista u oscurantista a su adversario, con el exclusivo fin de que no abra la boca, viven en la más completa oscuridad. Son los mayores retrógrados. Jean-François Revel, que luchó contra los nazis, pero que en la posguerra no cedió un milímetro ante las enaltecidas dictaduras comunistas, tampoco perdió el tiempo en halagos gratuitos: "De forma colectiva", escribió, "la juventud nunca tiene ideas jóvenes".

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