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Columna
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Como otras pintadas

El reportaje de la prostitución ejerciéndose en público y en directo en la Boquería barcelonesa ha trascendido nuestras fronteras. Los medios de comunicación y la Red lo han difundido ampliamente, con el consiguiente e imaginable impacto sobre la imagen de esa ciudad y de su atractivo (también, pero no sólo) turístico. Porque me parece evidente que sobre esas tristes imágenes, que para ahora ya han dado la vuelta al mundo, se pueden sustentar muchos debates y muchas interrogaciones dramáticas acerca del modelo de sociedad en el que se insertan.

Dejo hoy al margen el tema de la prostitución -resumiré en cualquier caso mi postura diciendo que me sitúo en el lado de los abolicionistas, término éste de abolicionismo que evoca, creo que con la mayor pertinencia y justicia, lo que de esclavismo encierra ahora mismo esa práctica; y la noticia reciente de que en unos locales de Castelldefells se hormonaba a las mujeres para que "trabajaran más y mejor" resulta en su escalofriante expresividad una prueba más que elocuente-, pero dejo hoy este tema de lado para centrarme en las imágenes que pueden ser diagnóstico o reflejo de un modelo de sociedad, o al menos de una variable de la convivencia social que merece ser atendida e interrogada.

Y no me voy a ir muy lejos, ni en el espacio ni en el tiempo, porque sucede aquí mismo cualquier día, y especialmente en fines de semana, fiestas o similares. Y es que las calles de los barrios más concurridos, por ejemplo de San Sebastián, acaban convertidas en auténticos vertederos de basura y secreciones humanas. Yo no creo que la ética y la estética estén nunca demasiado lejos; pienso por el contrario que el trenzado que reflejan sus nombres es también el de su fundamento. Y, por ello, que hay fealdades sociales que son maldades de la misma naturaleza. O lo que es lo mismo, que una calle cubierta de papeles, de bolsas o de vasos de plástico, y apestada de orines, es la repulsiva forma que adopta un inquietante fondo social, construido en ausencias, en carencias cívicas.

No pretendo comparar lo incomparable, ni desde luego disparatar la escala de las cosas, pero creo que a estos signos de irrespeto e incivilidad debería aplicárseles algo o bastante de la atención que se les está dedicando a las pintadas y carteles violentos; algo o bastante de esa tolerancia cero con la que se busca hacerlos desaparecer de nuestros espacios públicos. Y por razones o argumentos parecidos. Desde el más básico respeto por la legalidad (las ordenanzas municipales suelen ser claras y detalladas al respecto), hasta la más sutil correspondencia entre la estética y la ética urbanas. Pasando por la consideración de que acabar con el aquí te pillo aquí te mato de las ganas de orinar o de tirar al suelo lo que ya no me sirve, acabar con ese contraejemplo constante, es, no sé si la única, pero sí una excelente manera de asentar los cimientos y la pedagogía de una auténtica cultura del civismo.

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