_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La paz

Hacía algún tiempo que en Euskadi nos inquieta, más que la violencia, la liturgia de su terminación (eso que denominan "el relato"). El cese definitivo del terrorismo de ETA sitúa el conflicto en un espacio nuevo: lo litúrgico, lo simbólico. Y el conflicto se mantendrá (terco, interminable), pero circunscrito al universo de los símbolos, a la pugna por conseguir el monopolio del pasado y de su interpretación.

En política no existe el arrepentimiento. En política no existe el perdón. La moral cristiana ofrecía útiles herramientas para la reconciliación, a pesar de una dificultad de origen: que el arrepentimiento, como el perdón, exigen una disposición personal, una conversión interior. Y son actos privados, actos profundamente individuales. No colectivos. En general, de lo colectivo nunca surge la verdad, sólo propaganda y sugestión.

La cultura moral que ahora se impone rechaza el examen de conciencia, la introspección, la humildad de saberse débil e imperfecto. Extirpada la noción de pecado, la única justificación para censurar públicamente una conducta es su carácter delictivo. Pero ¿quién admite que ha cometido un delito? El carácter alicorto de ese universo ético sólo admite, al margen del delito, una categoría estúpida e irreal: la del error, haber cometido un "error". Con el tiempo, algún etarra acabará reconociendo entre nosotros el "error" de haber asesinado a concejales, profesores o periodistas.

Sin embargo, entre el delito y el error, entre la trasgresión objetiva de la ley y la mecánica de la equivocación, se halla el espacio de la conciencia, ese lugar del que el hombre moderno huye como de la peste, aterrado ante la posibilidad de verse sin retoques ante el espejo. Cómo podemos reconciliarnos si nadie recuerda el fundamento de la reconciliación. Cómo podemos asumir que hemos obrado mal cuando se nos enseña que ya no existe el mal. Cómo perdonar a nadie si en la escuela ni se menciona siquiera la palabra perdón.

Los conflictos escenográficos que va a traer el cese de la violencia son una mera consecuencia del castrado universo moral en que vivimos. Por eso, al margen de él, de espaldas a él, en contra de él, yo susurro a mis hijos que nunca dejen de saberse responsables de sus actos, que el mal y el bien existen, aún más, que ambos anidan dentro de ellos, y que deben ser leales a su conciencia antes que a los charlatanes del camino. Les recuerdo que son seres imperfectos y que a lo largo de la vida harán daño a sus semejantes, a veces conscientemente y a veces sin querer. Y que el único modo de liberarse del mal que hayan infligido será pidiendo perdón. Del mismo modo en que, cuando ellos hayan sido dañados, la verdadera paz sólo será posible si tienen el coraje y el valor de perdonar.

Ya, hoy día todo esto suena extraño. De hecho nadie puede entenderlo. Nadie recuerda qué quiere decir, ni siquiera Quién lo dijo. Lástima.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_