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Columna
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El pecado de la prosperidad

Una profecía catastrofista, surgida a mitad del siglo XIX, aseguraba que el futuro de Occidente iba a ser infernal, que los ricos serían pocos y cada vez más ricos mientras que los pobres serían muchos y cada vez más pobres. La profecía ha resultado un fiasco. Los indicadores demuestran no sólo que en los países desarrollados el progreso, en los dos últimos siglos, se ha disparado y extendido a todas las capas sociales, sino que involucra a partes cada vez más grandes del planeta.

Según datos del economista del Banco Mundial Surjit Bhalla (Imagine There's No Country, Institute for International Economics) la meta de la ONU de reducir la pobreza mundial por debajo del 15% para 2015 ya ha sido alcanzada y sobrepasada. La pobreza absoluta ha caído de un 44% en 1980 al 13% en el 2000. El PIB per cápita de los países pobres, tomados como un todo, creció un 3,1% entre 1980 y 2000. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, en los países ricos el Índice de Desarrollo Humano ha subido, entre 1960 y 2000, de 0,80 a 0,93, mientras que en los países pobres casi se ha triplicado, pasando de 0,26 a 0,65. Xavier Sala i Martin y Maxim Pinkovskiy acaban de publicar un informe con el provocativo título: "La pobreza en África está cayendo... más rápido de lo que piensas".

Acosados por la realidad, los agoreros cambian de argumento, pero su amargura es idéntica. El libre mercado sigue repugnando, pero no ya porque nos hunde en la pobreza sino porque nos hunde en la opulencia, en la insultante y desaforada multiplicación de bienes y servicios. Al horror de acabar en la miseria le ha sustituido el horror de acabar en la abundancia. Definitivamente, nada más difícil para un adivino que admitir que se equivoca.

Impracticable el argumento de que nos comemos los unos a los otros, surge la ocurrencia de que nos comemos el planeta. Hasta hace poco nadie criticaba el hecho de poner los recursos naturales al servicio del ser humano, pero en este tiempo de depravación moral los falsos profetas dan el mismo valor a anchoas, cormoranes, osos panda y niños (al menos cuando han nacido: antes, por supuesto, los panda tienen prioridad). La preocupación por el medio ambiente deriva en un nuevo animismo, fundado en principios estrictamente reaccionarios: detengamos el avance de la humanidad, pues desoye la mística llamada de la naturaleza.

Hay un patológico rencor en quienes detestan que seamos ricos después de haber anunciado que seríamos muy pobres. En el odio al bienestar se hermanan diversas neurosis: teólogos que reivindican algo tan atroz como la pobreza, marxistas cuyo universo ha sido liquidado por la historia, ecologistas que nos exhortan a vivir del cultivo de nuestras propias zanahorias. Como ocurrió en el siglo XX, lo tranquilizador es que el futuro va en su contra; lo inquietante, que el precio de sus errores lo paga toda la humanidad.

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