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Reportaje:

El primer pupitre a los 12 años

Ernesto Santolaya dirige la editorial Ikusager tras una infancia analfabeta y una madurez vendiendo tractores

Nació el 14 de octubre de 1935 en Huérteles, un pueblo de la sierra de Soria, a 1.500 metros de altitud, cuya escuela habían reconvertido las autoridades franquistas en cuadra. Su padre estaba preso en un campo de concentración, y el niño que era Ernesto Santolaya ayudaba a la familia como zagal en la cuadrilla de pastores del pueblo. Aún se practicaba la trashumancia. "Por supuesto, había clases: los ganaderos ricos trasladaban las ovejas en tren; nosotros teníamos que llevarlas andando, mil kilómetros hasta el sur de Badajoz".

En su último viaje, el día que cumplía 12 años, todavía analfabeto, Santolaya descubre el pupitre. "Fue el regalo del capataz de la cuadrilla de pastores: la víspera casi me ahogo al pasar un río y, creo yo, para animarme me llevó a la escuela del siguiente pueblo y le dijo a la maestra: 'Aquí le traigo a este zagal, que nunca ha visto un lugar como éste". El pupitre, mueble desconocido para aquel pequeño pastor hasta entonces, se le reveló sin ayuda de nadie: dónde se dejaba el tintero, el hueco para el plumier o la tapa de madera inclinada que guardaba los libros.Ese mismo año, su padre fue liberado y la familia se instaló en Haro. El niño Ernesto Laya (su padre había eliminado el "Santo" del apellido, que no recobró hasta la mili) correteaba por las calles porque su padre no se decidía a mandarle a la escuela de Franco. Ernesto se entretenía con los tebeos de Cuto, Roberto Alcázar y Pedrín o El Coyote. "Siempre tenía a un amigo que me leía los rótulos y poco a poco aprendía a leer".

Al final, fue a la escuela, pero sólo año y medio. "Se acabó cuando mi padre me preguntó qué había aprendido. Yo empecé a decir: 'A leer, sumar, restar y multiplicar, los 27 principios de la Falange, el rosario en latín,... Y en ese momento me dijo que no volviera más". Su madre, empeñada en que el niño estudiase para conseguir un trabajo en un banco, le llevó a las clases particulares de Antonio Paternina, un prohombre de Haro venido a menos, pero con una biblioteca magnífica.

"Áhí empezó mi verdadera afición por la lectura: pasé de Cuto a Dostoievsky. Pensaba que le robaba los libros a don Antonio, hasta que un día, 20 años después, me presentó a su mujer como el mozo al que el matrimonio le seleccionaba las lecturas por las noches para dejarle los mejores títulos cerca y que fuesen éstos los que yo cogiera". Así, sin pretenderlo, Santolaya recibió una formación literaria nada autodidacta. Eso se nota en su oficio de editor, pero también en el de memorialista, pues desde hace unos meses anda reordenando sus recuerdos por encargo de otra editorial.

Entre esos recuerdos destaca aquel viaje que realizó a Austria cuando ya trabajaba en su empresa de maquinaria agrícola. Iba a la ciudad de Wels, en el Norte de ese país, pero su 600 acabó en un pequeño pueblo de igual nombre en los Alpes. Aún recuerda las risas del aldeano cuando le preguntó por la fábrica de tractores. Cualquiera en una situación similar se habría desesperado, pero él se presntó en la Embajada española en Viena ("al fin y al cabo, son empleados nuestros", apostilla).

Rellenó el formulario para entrevistarse con el embajador y en la casilla de "motivo" escribió: "Asunto confidencial". "Me vendría de alguna novela de espías o detectives, pero funcionó. Le hizo gracia al embajador y hasta me invitó a comer para que le explicase mi problema". Ingenio nunca le ha faltado a Santolaya, aunque él reitere que "la columna vertebral" de su vida "ha sido el fracaso".

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Lo cierto es que tan mal no le ha ido, aunque alguna vez haya recibido palos y no sólo metafóricos. Fue el 3 de marzo de 1976, cuando cinco trabajadores murieron por disparos de la policía en la iglesia de San Francisco, en el barrio vitoriano de Zaramaga. "Aquella mañana llegó un piquete al comercio para anunciarnos que había asamblea. Decidimos acudir para conocer los problemas que tenían, pues llevaban 90 días en huelga. Y nos vimos involucrados en la matanza. Me acuerdo de los tiros, de los gases lacrimógenos, las hostias que nos dieron, que nos dábamos también, todos corriendo como pollos sin cabeza".

Un recuerdo triste para quien era entonces vecino del barrio. Ya en aquellas fechas pensaba en fundar una editorial. Quería cambiar radicalmente de vida. Empezó por los cómics, cuando nadie se dedicaba a ello, como homenaje a los tebeos de su infancia analfabeta. Y acertó. Supo escoger ilustradores de calidad, como Bataglia o Enric Sió, además de optar por asuntos imperecederos como la recreación de la historia.

Más tarde llegó la literatura, donde el olfato del superviviente se mantuvo: ahí está, entre otros, Michel del Castillo y su Tanguy, reivindicado por Antonio Muñoz Molina, desde entonces un buen amigo. Ahora, a sus 70 años, medita la retirada, que podría ser con una bomba editorial: la edición de lujo de uno de sus libros de cabecera, la Historia de la Revolución Francesa de Jules Michelet, en la traducción revisada de Vicente Blasco Ibáñez e ilustrada por Daniel Urrabieta Vierge.

De London a Dovlátov

La cristalera de la fachada de la editorial Ikusager da buena idea del carácter de su propietario: un gran cartel con la leyenda Nunca mais, famosa por la catástrofe del petrolero Prestige, recibe al visitante. Dentro, dibujos originales de los ilustradores que han publicado con ella presiden los dos pequeños despachos en los que trabajan Ernesto Santolaya y su colaboradora Ainhoa Beltrán de Nanclares y luego libros, originales y una máquina de escribir Olympia, recuerdo de aquella Olivetti con que fundó la firma.

Santolaya mantiene su amor por las apuestas comprometidas. Si publicó a Paco Ignacio Taibo II, Arthur London, Antonio Altarriba o Michel del Castillo, su último descubrimiento es un novelista ruso, un maldito de la perestroika, Serguey Dovlátov, de quien acaba de publicar la contundente El compromiso, una cruda revisión de la última realidad de la antigua Unión Soviética.

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