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Columna
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Yo voy con Tuvalu

No sé si leen la sección de Deportes o no, si son olímpicos por naturaleza o pasan olímpicamente, aunque lo dudo, porque el resto de los noticiarios o noticias de agosto no permiten esbozar una sonrisa, ni una mueca: la financiación autonómica, el turismo de De Juana Chaos, la guerra de Georgia (habría que decir el abuso ruso de Georgia) son bastante menos divertidos que un combate de esgrima, una transmisión de foso olímpico o un ejercicio de doma (ahí si que los hombres y las mujeres hablan a los caballos). Así que doy por supuesto que sí, que los Juegos Olímpicos les interesan y, por lo tanto, seguramente se habrán fijado en las memorias de un tío alto, un epígrafe que agrupa los artículos de Paul Shirley en este periódico, un jugador americano de baloncesto, inteligente, divertido y transgresor. Reunir esos tres talentos en una persona es algo fuera de lo común. Ataca a menudo Shirley el patriotismo deportivo, para el personificado en los EE UU , su país, pero como ha jugado en muchos equipos españoles, el argumento le vale cuando habla de nuestro país, con la libertad de un extranjero, es cierto, pero es éste un país poco entrenado en la autocrítica.

Falta el mismo tiempo para que superemos el nacionaldeportivismo como para ganar los 100m

La Eurocopa que ganó España hizo temer lo peor. Fútbol y éxito son dos palabras que juntas producen explosiones poco recomendables. El fútbol siempre ha sido un nada oscuro objeto de deseo para los nacionalismos. La Eurocopa, pues, amenazaba con un explosión nuclear. La actitud de los jugadores (sencillos, humanos, campechanos, ajenos a filias y fobias, jóvenes sin heridas) evitó que algunos apretaran el botón. El segundo test eran los JJ. OO. España, espoleada por el fútbol y el ciclismo, y el triunvirato mágico Nadal-Gasol-Alonso que nos ha hecho un hueco en el firmamento, eran la prueba de fuego. Y nos hemos quemado. Probablemente, dos decisiones acertadas, en las que prevalece la cabeza sobre el corazón, era mucho pedirle a un país que ante la falta de éxitos deportivos se conformaba con criticar a Italia para ser feliz.

Me lo empecé a oler la primera vez que enchufé la televisión (vuelta a las noches de insomnio, esta vez obligatorias) y he ratificado mi dolor todos y cada uno de los días. "¡Vamos, vamos chicas, que hay que ir despertando!", "¡Venga Samu!, ¡Hala venga!, ¡A por ellos!", "¡Oh, jo, jo, jo, qué pasada!" Al principio, pensé que la BBC había hecho escuela. La televisión pública inglesa ganó el premio a la mejor retransmisión del Mundial de Alemania cuando decidió dejar el sonido ambiente como único sonido, sólo interrumpido al término de cada acción por un comentario puntual y corto de un especialista. Juro que pensé que, por una vez, habíamos copiado bien. Pero no, era el sonido del narrador y del comentarista, supuesto especialista en el asunto. Definitivamente, habíamos caido en el nacionaldeportivismo y chapoteábamos en él como un niño en una ciénaga. Añadan a eso las luchas intercomunitarias sobre si Samuel es vasco o asturiano, si los catalanes sacan más medallas que los madrileños (aunque sólo llevemos dos). Falta tanta tiempo para que superemos el nacionaldeportivismo, como para que ganemos los 100 metros de atletismo. Shirley, tenías razón. Si a ti te asfixia el patriotismo estadounidense, a mi me ahoga el español, el vasco, el catalán o el chino.

Así que voy con los atletas de Tuvalu, dos ciclistas y un levantador de pesas, que seguramente no tienen este tipo de problemas. Un atolón de siete islas en el Pacífico, que debuta en unos Juegos, rodeado de playas bajo el sol no puede tener este tipo de problemas.

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