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Reportaje:NUESTRA ÉPOCA

Canadá en la UE

Por qué debería acercarse al Viejo Continente

Timothy Garton Ash

Esta semana, mientras conducía por Toronto, vi un reluciente 4×4 negro con una bandera inglesa que salía de una ventanilla y una bandera alemana de la otra. Seguramente se trataba de una familia canadiense de origen mixto, inglés y alemán, que demostraba así su apoyo a las dos selecciones en la Copa del Mundo. Poco después vi un coche con la bandera portuguesa a un lado y la italiana al otro. Pensé que aquello resumía bastante bien lo que intentamos conseguir en Europa desde la II Guerra Mundial. Bienvenidos a la Unión Europea... en Canadá.

En realidad, ¿por qué la Unión Europea no propone a Canadá que se integre ya? Desde casi todos los puntos de vista, encajaría mucho mejor que Ucrania, y no digamos Turquía. Satisface sin problemas los llamados Criterios de Copenhague, incluidos los del Gobierno democrático, el imperio de la ley, una economía de mercado regulada y el respeto a los derechos de las minorías (en este aspecto, Canadá es uno de los primeros países del mundo). Canadá es rico, así que sería eso que tanto necesita la Unión Europea: un contribuyente neto a su presupuesto, en un momento en el que ha llegado a la Unión un montón de Estados pobres. Las diferencias entre británicos y franceses son una de las grandes debilidades de Europa, pero en este asunto los dos rivales históricos estarían inmediatamente de acuerdo. El Canadá de habla inglesa reforzaría al grupo anglófono de la UE, y Quebec, al francófono.

Pensar en Canadá y sus valores es darse cuenta de la tontería que es tratar de definir Europa en función de unos 'valores europeos' supuestamente únicos
Después de decir 'sí' a Turquía, a la UE le está costando buscar razones claras y coherentes para decir 'no' a otros países todavía más remotos
En vez de quejarnos del comportamiento de EE UU deberíamos reflexionar sobre lo que podemos hacer para cambiar las cosas más allá de nuestras orillas

Pensemos en la lista de cosas que muchos europeos consideran que más nos caracterizan, en contraste con Estados Unidos. Los europeos creemos que el libre mercado debe estar moderado por los valores de la justicia social, la solidaridad y la voluntad de inclusión, plasmados en un Estado de bienestar sólido. No tenemos pena de muerte. Creemos que la fuerza militar debe emplearse sólo como último recurso y con la autoridad de las leyes internacionales. Respaldamos a las organizaciones internacionales. Nos encanta el multilateralismo y aborrecemos el unilateralismo. En general, pensamos que hombres y mujeres deben poder vivir más o menos como quieran y con quien quieran, independientemente de su sexo y su orientación sexual. Estamos orgullosos de nuestra diversidad. De acuerdo con toda la lista: bienvenidos a Canadá.

Rasgos diferenciadores

Si examinamos con más detalle los sondeos de opinión, vemos algunos rasgos diferenciadores. Los canadienses suelen dar más importancia a la independencia y el espíritu aventurero que la mayoría de los europeos. Suelen ser un poco más religiosos que los europeos, aunque no en el caso de los polacos o los ucranios. Y sobre todo, tienen una actitud más positiva respecto a la inmigración y las minorías étnicas que la mayor parte de los europeos. Pero estas diferencias podrían encontrar sitio fácilmente en el amplio espectro de la Unión Europea actual, y el estilo canadiense de acoger a la inmigración y las minorías étnicas sería enormemente beneficioso para Europa.

Ya sé, ya sé que no va a ocurrir. Después de decir sí a Turquía, a la UE le está costando encontrar razones claras y coherentes para decir no a otros candidatos todavía más remotos; pero estar más o menos en las inmediaciones de Europa parece seguir siendo un requisito. Supongo que un ágil indígena inuit canadiense podría atravesar témpanos de hielo hasta llegar a Groenlandia -que perteneció a la Unión Europea durante 12 años y hoy tiene un acuerdo de relación especial con ella-, y desde allí es un trayecto en barco relativamente corto hasta Islandia, que suele estar considerado como un país europeo. Pero no es fácil decir con seriedad que Canadá es Europa. Además, con el 85 % de sus exportaciones dirigido a Estados Unidos y sus numerosos vínculos de negocios, energéticos y humanos con el sur de la frontera, Canadá está cada vez más integrado en la economía estadounidense. El precio que exige la UE para abrir sus fronteras internas a nuevos miembros es que éstos refuercen sus fronteras externas con los vecinos que no pertenecen a la Unión. Y ésa sería una tarea muy complicada para Canadá, que comparte la frontera más larga de la Tierra con el vecino más poderoso del mundo.

Este experimento mental -Canadá como miembro de la UE-, más o menos entretenido, pretende señalar algo en serio. Pensar en Canadá y sus valores es darse cuenta de la tontería que es tratar de definir Europa en función de unos "valores europeos" supuestamente únicos. Los valores son importantes, pero esos "valores europeos" son algo que la mayoría de los canadienses asume en mayor medida que muchos europeos. Y muchos estadounidenses de los Estados azules, los más liberales de su país, también tienen en común gran parte de esos valores. Sin embargo, otra cosa en la que coinciden canadienses y europeos es en la obsesión por Estados Unidos y por diferenciarse de ese país, frecuentemente a base de burdos estereotipos.

Un escritor canadiense dice que a sus compatriotas "les encanta decir a gritos lo modestos que somos". Como a los europeos de hoy. Los canadienses y los europeos nos regodeamos en un sentimiento de superioridad moral frente a la hiperpotencia imperial, al tiempo que hacemos bien poco para mejorar el mundo fuera de nuestras fronteras. El gasto de defensa de Canadá, aproximadamente del 1,2% del PIB, es mínimo incluso en comparación con los europeos (de los miembros de la OTAN, sólo Luxemburgo e Islandia gastan menos). Lo mismo ocurre con su presupuesto de ayuda exterior, un mero 0,27 % del PIB en 2004, a pesar de que fue el estadista canadiense Lester B. Pearson el que, hace más de 30 años, hizo la propuesta que ahora se ha convertido en la meta de la ONU para los países desarrollados: que dediquen a ayuda exterior el 0,7 % del PIB. Existe la arrogancia del poder, pero también existe la arrogancia de la impotencia.

Impotencia autoimpuesta

Ahora bien, en este caso, la impotencia es autoimpuesta. El poder hipotético -militar, económico y blando- de las democracias liberales establecidas, independientemente de Estados Unidos, es enorme. Los tres grupos fundamentales son las democracias europeas, en su mayoría -aunque no todas- reunidas en la UE; las democracias de la Commonwealth y la esfera de influencia inglesa, con Australia, Nueva Zelanda, Canadá (que se cruza con la francosfera), Suráfrica e India (la mayor democracia del mundo), y las democracias latinoamericanas de influencia hispana y portuguesa. Entre todos nosotros tenemos un PIB muy superior al de Estados Unidos y unos recursos naturales y otras ventajas concretas que la hiperpotencia no puede igualar. En vez de quedarnos sentados como un grupo de primos pobres, quejándonos sin parar del comportamiento del tío rico de América, deberíamos reflexionar sobre lo que podemos hacer para cambiar las cosas más allá de nuestras orillas.

Canadá, por ejemplo, tiene una tradición de misiones de paz que ahora está ampliando (en medio de la controversia) a una acción de pacificación más combativa en Afganistán. Con su profusión de riquezas naturales y su condición de ser uno de los principales frigoríficos del mundo, puede contribuir de forma excepcional a la elaboración de políticas ambientales internacionales y a la lucha contra los efectos del cambio climático. Su modelo federal, de un minucioso equilibrio y que garantiza los derechos de una sociedad multicultural en un marco bilingüe, le permite aportar una experiencia constitucional extraordinaria a todos los países multiétnicos que existen en el mundo y que intentan impedir que sus democracias incipientes se conviertan en tiranías de la mayoría y, por consiguiente, en catalizadores de nuevos conflictos étnicos. ¿Por qué no compartir esa experiencia, en una versión específicamente canadiense de la promoción de la democracia? ¿O acaso pensamos que la promoción de la democracia debe ser algo de lo que se encargue exclusivamente el Gobierno de Bush, mientras nosotros nos sentamos a abuchearle desde las gradas?

En este aspecto, por lo menos, vuelvo de Toronto pensando que me gustaría que los canadienses fueran un poco menos europeos. Claro que, en este aspecto, también me gustaría que los europeos fueran un poco menos canadienses.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

La bandera canadiense ondea enfrente de la Torre de la Paz en Parliament Hill, Ottawa.
La bandera canadiense ondea enfrente de la Torre de la Paz en Parliament Hill, Ottawa.REUTERS

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