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ANÁLISIS | OPINIÓN
Columna
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Diputados a tiempo parcial

¿Los diputados a Cortes deberían aislarse de la sociedad en la que viven? "Es bueno saber lo que pasa en la calle", argumenta el titular de un escaño, José María Michavila, ante la curiosidad suscitada por su actividad simultánea como jurista y su intención de dedicarse a la administración de patrimonios. ¿Qué razones podrían llevarles, a él y a otros, a dejarlo todo y consagrarse al Parlamento? Parece evidente que a muchos no les compensa. Pero si los titulares del poder judicial se ponen en huelga, y si los del poder legislativo no ejercen su tarea con la "dedicación absoluta" prevista en la ley -bien que con excepciones-, es fácil reconocer unos chirridos cada vez más irritantes en el funcionamiento del sistema constitucional.

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A los diputados del Congreso les corresponde aprobar o rechazar las leyes, autorizar el envío de tropas al exterior, investigar lo que estimen oportuno, controlar al poder ejecutivo; incluso pueden derribar al Gobierno de España (no ha ocurrido en 30 años, pero siempre hay una primera vez). Sin embargo, a muchos de ellos les sobran horas para arremangarse en despachos de abogados, puestos profesorales, fundaciones, tertulias radiofónicas o televisivas u otras actividades. De la compatibilidad llega a hacerse un valor de primer orden: "La gente, cuanto más trabaje, mejor", sostiene Manuel Pizarro -vinculado a una docena de fundaciones, academias y otras entidades-, un deseo tal vez chocante para muchos de los 3,5 millones de parados.

Cierto: repartidos por las comisiones, muchos diputados se limitan a hacer bulto junto al portavoz encargado de hablar y/o increpar; asisten a plenos normalmente tediosos, salvo los ratos que les deparan los vapuleos entre Zapatero y Rajoy, o entre Sáenz de Santamaría y De la Vega. Los padres y madres de la patria votan mucho, por descontado, pero votan lo que manda el portavoz (y si no, escándalo al canto), con ese antiestético espectáculo de las bancadas que se llenan cuando suenan los timbres y se vacían inmediatamente después de conocido el resultado. Los puestos de portavoces tampoco son tantos. De modo que ¿cómo ocupar todos los días de labor en la Carrera de San Jerónimo? Por no hablar de los sueldos; el Parlamento español no es de los mejor pagados de Europa; si se los suben, la gente protesta; si los mantienen moderados, difícil pedirse a sí mismos la renuncia a la profesión...

Tras la muerte del dictador Franco, muchos miembros de las primeras legislaturas se dedicaban con ahínco a la tarea. Pero ahora, cuando se espera de cada parlamentario que se comporte como un soldado del partido (so pena de ser tachado de rebelde o tránsfuga), la cosa ha perdido mucho encanto. Y los electores se ven prácticamente imposibilitados de tomar cartas en el asunto, porque el corsé de las listas cerradas y bloqueadas les impide distinguir entre los que se ocupan de intereses generales y los que se dedican a los propios.

Para colmo, los dictámenes sobre compatibilidades son secretos. Si piden permiso para hacer otras cosas, los colegas tienen que autorizarlo, y para eso han de discutirlo y votarlo a puerta cerrada, como ha ocurrido esta misma semana. Los biempensantes salen al quite: "La mayoría de los diputados vive modestamente", "por unos cuantos pagamos todos", etcétera. Pues la solución no parece difícil: transparencia, luz y taquígrafos. Así se podría diferenciar qué compatibilidades son meramente políticas (parlamentarios, a fuer de alcaldes o concejales), qué actividades son naturales en un diputado (conferencias, debates, tertulias), quiénes se dedican al lobby (si es regulado y transparente, por qué no), y qué señorías se aprovechan de su condición para dar lustre a los negocios. ¡Manía nacional, esa de retribuir mejor el talento con mucha ocultación y alto secreto...!

En este contexto reaparece la idea de aumentar en 50 el número de diputados al Congreso; desde los actuales 350 hasta 400. La sugerencia podría influir (algo) en una menor desproporción entre los votos depositados en las urnas y el número de diputados electos -sobre todo si se combina con un método más proporcional que el D'Hont para la distribución de escaños-. Por ejemplo, de haberse aplicado en las últimas elecciones generales, Izquierda Unida no estaría tan descalabrada. Pero sería muy complicado justificar ese aumento del gasto público, manteniendo la oscuridad sobre las condiciones en que ejercen el cargo y su dependencia absoluta de las oligarquías partidarias. ¿Cuatrocientos diputados, con las mismas facilidades de tiempo parcial que los 350 actuales? No merece la pena. -

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