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UN ASUNTO MARGINAL | OPINIÓN
Columna
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Piratas

Enric González

El segundo imperio británico, que culminó a mediados del siglo XIX, fue propenso a reinventar la historia. Inventó su propia tradición, que ya es mérito: ceremonias reales como el Trooping the Colours, títulos como el de príncipe de Gales, edificios aparentemente góticos como el Parlamento se crearon en el siglo XIX con la ambición de parecer antiquísimos. El imperio también inventó la figura del pirata romántico. Casi todo lo que hoy creemos saber sobre los piratas procede de una novela de Stevenson (La isla del tesoro), de una opereta cómica de Gilbert y Sullivan (Los piratas de Penzance) y, más tardíamente, de una obra de teatro de Barrie (Peter Pan, con su capitán Hook, o Garfio).

La política de personal era más relajada en los barcos piratas que en los comerciales, y el trabajo, más liviano

Numerosos investigadores rastrean ahora en archivos navales y judiciales para hacerse una idea más o menos fidedigna de aquellos tipos que durante tres siglos, del XVI al XVIII, se ganaron la vida robando en el océano. El mejor documento antiguo sobre la piratería es un clásico, la Historia general de los robos y asesinatos de los más famosos piratas, aparecido entre 1724 y 1728, con la firma del capitán Charles Johnson. No se sabe quién fue ese capitán Johnson, ni si existió realmente. Muchos atribuyen la obra a Daniel Defoe, escritor genial y estafador insigne, y en España está editada bajo su nombre por Valdemar Histórica. El estilo se corresponde, pero no existe ninguna certeza.

Persisten las brumas sobre aquella gente. Algunas cosas, sin embargo, van conociéndose, y se disipan ciertos mitos. El de la crueldad, por ejemplo. Aunque hubo piratas muy crueles, como Edward Teach, Barbanegra, la mayoría no lo eran. Proferían terribles amenazas y se comportaban como salvajes para infundir terror a sus víctimas y lograr una rendición inmediata. Era una forma de evitar la violencia. Otra fórmula para conseguir la rendición pasaba por los brazos en cubierta. Los piratas siempre eran más que el enemigo. Ése es un punto muy interesante.

La gran mayoría de los piratas navegaban en naves pequeñas y atacaban presas aún más pequeñas, como botes de pesca y transportes costeros. Dejémoslos de lado. Dejemos de lado también a los corsarios, que, de una forma u otra, trabajaban para una corona, fundamentalmente la británica. Los piratas independientes y ambiciosos, los que podían abordar cualquier nave mercante, mantenían una política laboral inteligente.

Los marineros de los buques comerciales sufrían un régimen tiránico. Los capitalistas, el armador y el capitán, exigían la máxima rentabilidad. Eso implicaba navegar lo más deprisa posible, con la nave cargada hasta los topes y con una tripulación mínima. La disciplina era igual que en la marina militar, si no más dura. La retribución, escasa. La vida a bordo, miserable.

¿Quién componía las tripulaciones de las naves piratas? Antiguos marinos mercantes. Tanto la Historia general como las reinvenciones del siglo XIX atribuían ese tránsito al lado oscuro a la impiedad y el consumo desaforado de alcohol. En la Historia general se recogen varios discursos aleccionadores, pronunciados por piratas al pie del patíbulo, que parecerían cómicos fuera de contexto. El hombre que va a ser ahorcado lamenta haber dejado de ir a misa y haberse aficionado al ron, porque eso le llevó a la piratería. La realidad parece otra. Los técnicos cualificados (médicos, carpinteros, pilotos) solían ser reclutados a la fuerza. Todos los demás, sin embargo, se alistaban voluntariamente. Era frecuente que los tripulantes de un mercante abordado por piratas se pasaran de inmediato a la nave agresora.

Les atraía la política de personal de la piratería. Primero, por el ritmo de trabajo. A diferencia de los mercantes, las naves piratas estaban llenas de gente. La superioridad numérica favorecía el éxito en los abordajes. Como consecuencia, las duras tareas de la navegación a vela se repartían entre muchos, y se trabajaba menos. Segundo, por la participación activa del personal en la gestión de la empresa. Los capitanes piratas eran elegidos democráticamente por la tripulación, y siempre, salvo en combate, debían consultar sus decisiones (el rumbo, la presa, la orden de ataque) con la marinería. Eso implicaba una cierta relajación a bordo, y constituía una garantía contra las arbitrariedades del jefe: el capitán injusto con sus hombres duraba poco. La participación en los beneficios también era más alta, muchísimo más alta, que en la marina mercante.

Existía una desventaja, cierto: el riesgo de la horca. Pero en los barcos piratas nunca faltó tripulación.

No sé si eso entraña alguna lección para las empresas contemporáneas. Supongo que no. -

Life among the pirates, de David Cordingly. Editorial Abacus. 348 páginas.

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