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UN ASUNTO MARGINAL | OPINIÓN
Columna
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Tipos solitarios

Enric González

El 8 de septiembre de 1997, el Daily Telegraph de Londres publicó un pintoresco artículo necrológico. Acababa de morir Jeffrey Bernard, el periodista británico más estrafalario y menos productivo de todos los tiempos, y la ocasión merecía una pieza singular. El diario estuvo a la altura. "Su alcoholismo alcanzó tal gravedad", decía el texto, "que se vio incapaz de desempeñar el trabajo más sencillo. En consecuencia, se le aconsejó que se dedicara al periodismo". El artículo estaba firmado, por supuesto, por el propio Jeffrey Bernard, que se aplicó a ese último encargo con una fruición inusual.

Bernard estaba alcoholizado hasta extremos inconcebibles. Pertenecía a la generación artística de los jóvenes airados de la posguerra, en la que afloraron escritores como John Osborne o Kingsley Amis; pero, a diferencia de sus colegas, Bernard, cuyo talento era inmenso, prefería no hacer nada. Su vida consistía en dilapidar patrimonio, apostar a los caballos y pasar largas jornadas en el Coach and Horses, un pub del Soho londinense, con un vaso de vodka en una mano y un cigarrillo en la otra. Creo que fue Charles Moore, director del semanario conservador The Spectator, quien se arriesgó a ofrecerle una columna en sus páginas.

Bernard escribió de sí mismo: se vio incapaz de desempeñar el trabajo más sencillo. Por eso se dedicó al periodismo

La columna, Low life, se convirtió de inmediato en un modelo irrepetible. Jeffrey Bernard hablaba básicamente de sí mismo y de su descenso a los infiernos del alcoholismo, la soledad y la desesperación; hacía falta un gran ingenio para convertir ese monotema en una descripción ácida y humorística de la decadencia británica. Cuando no tenía ganas de despotricar contra algo en concreto (odiaba la modernidad, la hipocresía y, en general, todo lo que hoy se considera correcto) recurría a las anécdotas personales.

Tenía muchas. Durante una época, por ejemplo, se trasladó al campo, para tratar de alejarse del Coach and Horses y de amigotes como el pintor Francis Bacon, tan borrachuzos y autodestructivos como él. La casa donde se estableció estaba aislada, muy lejos de todo, pero Bernard encontró un sistema casi gratuito para trasladarse al pub de la zona: se escribía diariamente una carta a sí mismo. Cuando el cartero llegaba para entregarla, subía a la furgoneta postal y le pedía que le acercara al pueblo. El viaje de regreso era indiferente: nunca tuvo prisa por volver a casa.

Después de su muerte, su amigo Keith Waterhouse escribió sobre él una obra de teatro. Se tituló como decenas, quizá centenares, de las columnas de Bernard: Jeffrey Bernard is unwell. Lo de que Bernard no estaba bien era el eufemismo con que The Spectator informaba a sus lectores de que el espacio permanecía en blanco, porque el articulista estaba demasiado ebrio para entregar el artículo. Otro amigo, el actor Peter O'Toole, antiguo compañero de francachelas etílicas, interpretó a Bernard en las primeras representaciones. La obra empezaba a las cinco de la madrugada en un pub vacío. Bernard se despertaba en los urinarios, donde se había desmayado horas antes y donde el patrón, sin darse cuenta, le había dejado solo al cerrar el local.

El alcoholismo no es una enfermedad propia de los articulistas; si lo fue alguna vez, lo es cada vez menos. La soledad, en cambio, parece frecuente en el gremio de los grandes escritores periodísticos. Los tres columnistas a los que he leído con más placer vivieron y murieron solos. Bernard duró 65 años y sufrió una agonía penosa, durante la que los médicos le amputaron una pierna para proporcionarle unas semanas de vida que al autor de Low life debieron de parecerle, como todas las semanas, un tiempo perdido. Josep Pla (1897-1981) fue longevo (comía bien, bebía de gorra y liaba sus propios cigarrillos), y acabó sus días en su casa de siempre, la masía de Llofriu. Julio Camba, el artista supremo del género (1882-1962), pasó los últimos 13 años de vida en la habitación 383 del hotel Palace de Madrid, escribiendo muy poco y retocando a menudo viejos artículos que hacía pasar por nuevos.

El último de la estirpe fue, quizá, Feliciano Fidalgo (1928-1999), un espíritu libre, enfermizamente generoso, que escribió en este periódico y, para atenerse al canon, procuró morir solo y arruinado. Lo consiguió parcialmente.

Sin gente así, los diarios son más tranquilos. Pero no son mejores. -

Sobre casi todo, de Julio Camba. Colección Austral. 158 páginas.

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