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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Los avatares de la memoria

Josep Ramoneda

UNA MUJER de los llamados niños de Morelia le dijo al presidente Zapatero: "Hemos tenido que esperar 30 años para recibir un solo gesto de un presidente democrático de España". Eran niños cuando salieron de España, no tenían ni arte ni parte en aquella contienda que determinó sus vidas. El México de Cárdenas les acogió. Hoy quedan un centenar de supervivientes, que vivían mirando de reojo a España, esperando un reconocimiento que no llegaba hasta que Zapatero se lo dio.

Zapatero tiene razón en su empeño por reconstruir la memoria democrática de este país. Es cierto que la historia de España es la que es y la tradición democrática es escasa. Pero esto no legitima los ejercicios de confusión destinados a hacer creer a la gente que en última instancia es igual una elección que un golpe de Estado y que el franquismo es tan legítimo como la II República. No es fácil, obviamente, la cuestión de la memoria en España. La derecha ha estado prácticamente ausente hasta la transición en los escasos movimientos de carácter democrático que ha habido en este país, la Iglesia católica ha estado siempre al lado de los dictadores, y la izquierda tiene también algunos armarios cargados de cadáveres.

La derecha hace su papel. Con todo el cinismo, apela a uno de los valores de la transición democrática, el consenso, para negar el derecho a la memoria histórica con un solo objetivo: blanquear el franquismo. Se trata de dejar la memoria como un paisaje oscuro, de modo que, en la noche del pasado, franquistas y demócratas parezcan lo mismo. Naturalmente, cuenta para esta tarea con el impagable trabajo de una Iglesia católica que en vez de reconocer las atrocidades cometidas en su tarea de puntal ideológico del franquismo, se dedica a tratar de erosionar el Estado democrático por la vía del rechazo de cualquier medida que aumente los derechos y las oportunidades de los ciudadanos. Afortunadamente, desde que llegó la democracia ha perdido todas las batallas.

En la izquierda sería lógico que se produjera un debate de fondo, porque la recuperación de la memoria democrática no significa mitificar los escasos y precarios momentos democráticos de la historia de España. Pero algunos, siempre temerosos ante el griterío de la derecha, acusan a Zapatero de imprudente por introducir un factor de división. No sólo es legítimo echar una mirada al pasado con las lentes de una democracia consolidada, hecho insólito en la historia de España, sino que es una obligación si se quiere asentar en este país la cultura democrática que nunca tuvo. El miedo a decir las cosas por su propio nombre podía justificarse en los imprevisibles días del inicio de la transición, pero con la democracia consolidada sólo puede servir para que ésta cristalice en un nivel bajo de calidad. En el fondo es lo que buscan los que piensan que democracia es un día de elecciones y cuatro años para que el Gobierno haga lo que le dé la gana.

En su afán de recuperación de la memoria, el presidente Zapatero ha emitido en México dos mensajes: uno, hacia los hijos de los exiliados al reconocerles el derecho de ser ciudadanos españoles que durante tantos años se les ha denegado; otro, hacia los propios mexicanos: ¿qué puede hacer España en las conmemoraciones del bicentenario de la independencia de este y otros países de Latinoamérica? Esta pregunta la formuló a una docena de intelectuales mexicanos y recibió variedad de respuestas. Sin duda, muchos se preguntarán: ¿qué necesidad tiene Zapatero de meterse en este lío? Si Zapatero apuesta por la recuperación de la memoria no hay que buscar excepciones. Limpiar las relaciones entre España y Latinoamérica de la verborrea de la hispanidad sería un buen servicio. Lo que puede hacer España -y en ello coincidían algunos de los intelectuales interrogados- es reconocer las atrocidades cometidas, exigiendo a los demás que también reconozcan las suyas por elemental principio de reconocimiento mutuo; revalorizar las aportaciones positivas (las dadas y las recibidas), y pensar en el futuro.

Pero a Zapatero, tan interesado en la memoria histórica, le falló la memoria corta. En un discurso ante el presidente Calderón dijo: "No hay muro que pueda imponerse al sueño de una vida mejor". Era una frase un punto ambigua, que podía recoger el aplauso fácil de cualquier crítica a los abusos de los gringos, pero que también podía entenderse como una advertencia a la dificultad de México de ofrecer a los suyos la oportunidad de conseguir sus sueños. Yo también creo en la absurdidad de los muros que pretenden interponerse entre los sueños de las personas. Pero mientras el presidente Zapatero mantenga las vallas de Ceuta y Melilla carece de autoridad moral para dar lección alguna en materia de muros y sueños. Zapatero tiene en su mano los sueños de los que esperan al otro lado de la valla.

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